Y un lugar perfecto para desaparecer.
Esperó hasta que estuvo a casi una manzana de distancia y entonces salió silenciosamente de su vehículo. No hubo luces, ni alarmas, tan solo un suave crujido de la puerta.
Aunque estaba oscuro, centró sus ojos en ella. El caminaba ágilmente, oculto entre las sombras, manteniéndose junto a los edificios vacíos. Era difícil de creer que ninguna mujer fuese lo bastante estúpida para tomar un atajo y caminar hasta su casa después de una noche retorciéndose alrededor de un poste por dinero. Ese dinero solía mantener su vicio en lugar de a su hija.
Merecía morir.
Y tenía suerte de que allí estuviera él para liberarla de su insignificante existencia.
Él había oído sus quejas sobre su vida, la injusticia de lo que el destino le había reservado, pero ella no había querido cambiar. Todo eso no era más que charla vacía, que utilizaba para ganarse su simpatía.
Sonriendo para sí, la siguió, y luego tomó un atajo a través de unos cuantos huecos donde, gracias a su aguzada visión, podía evitar los escombros, ratas y perros callejeros.
Esta noche, pensó, su sangre cantaba a través de sus venas, la rescataría de su miseria.
Karen estaba tensa. Nerviosa.
Y harta del desastre que era su vida.
Había sido una mala noche, concluyó mientras golpeteaba de camino a casa con unos tacones que empezaban a hacerle daño. Ahora caminaba a través de una parte del Big Easy [6] donde una vez se había sentido segura, pero ahora estaba un poco nerviosa. Pero no tenía elección; aquella ruta era el camino más corto, ya que su coche se había estropeado unas semanas antes y no podía permitirse coger un taxi.
Además, necesitaba un poco de tiempo para respirar algo de aire fresco y pensar. Huir del zumbido de la música, de los clientes salidos, y del olor a cerveza rancia y cigarrillos. El club también había ido cuesta abajo. La noche era algo fresca, pero cuanto más se alejaba de la calle Bourbon, más tranquila y silenciosa parecía. Incluso creyó poder olfatear el río, lo cual probablemente no era más que su imaginación.
Había bailado hasta las once, cuando se había visto forzada a salir del escenario por culpa del último descubrimiento de Big Al, una chica que no tenía un día más de dieciséis años, a no ser que Karen hubiese perdido su ojo clínico. Pero la chica, Baby Jayne, con un maquillaje digno de una muñeca Pepona, unas coletas largas y rubias que casi le llegaban a su culito, y unas tetas que pondrían celosa a Dolly Parton, tenía a todos los clientes entrando por oleadas para el espectáculo de después de medianoche. Incluso aunque era una patosa con la maldita barra. Karen había contemplado una gran parte de la actuación de la joven, pasó el tiempo escondida junto a la puerta, observando los pornográficos movimientos de Baby Jayne. No había seducción en su baile, ni tampoco encanto, solamente lo obvio.
Ahora, ya era tarde.
Eran casi las tres de la jodida mañana.
Simplemente no era justo.
Pensar que a los treinta, ella, Cuerpodulce, había sido degradada. Sus propinas habían sido increíbles hace unos años; en pocas noches ganaba bastante dinero como para pagar el alquiler y comprar un poco de «capricho para la nariz»; pero ahora, después de que la tormenta casi hubiera arrasado la ciudad y de que Baby Jayne hubiese entrado en el club, Karen tenía suerte de ganar el suficiente dinero para pagar las facturas cada mes. Lo cual probablemente era bueno. Si tenía dinero de sobra, solía acabar invertido en sus fosas nasales. Se había mantenido limpia durante dos meses y pretendía permanecer de esa forma. Quería recomponer su vida. Demonios, no podía estar bailando eternamente.
Continuó su camino hacia su modesta casa, la cual había sufrido milagrosamente tan solo daños menores durante la tormenta. Por lo que estaba agradecida.
Cruzó la calle y sintió como si alguien la estuviera vigilando, lo que resultaba ridículo. Por el amor de Dios, aquello era su trabajo, tener a los hombres comiéndosela con los ojos, cuanto más, mejor. Sabía lo que se sentía.
Clack, clack, clack. Sus pisadas continuaban golpeando lo que quedaba de la acera. Y mantenía la vista al frente, temerosa de dar un paso en falso sobre el agrietado asfalto y terminar torciéndose el tobillo. ¿Entonces qué? Su carrera estaría definitivamente acabada.
Quizá era el momento de arreglar las cosas con su madre y su hija, y volverse a San Antonio. Al menos así podría ver a su hija más de una o dos veces al mes. Dejó escapar una sonrisa al pensar en Darcy; aquella niña llegaría lejos. A los diez años ya era la primera de su clase de cuarto grado, y la figura que había hecho para Karen la última Navidad era algo increíble. La niña era un genio, incluso teniendo un inútil por padre, que cumplía condena por posesión, y una madre que bailaba sobre un escenario, haciendo el amor con una barra de metal seis noches por semana.
Un coche pasó lentamente por la calle y Karen se limitó a seguir andando. Nueva Orleans se había vuelto peligrosa y, si tuvieran que creer todo lo que decía la prensa, el crimen estaba por las nubes. Pero ella tenía cuidado. Nunca salía sola sin su pequeña pistola guardada bajo la chaqueta. Si alguien intentaba meterse con ella, estaría preparada.
El coche pasó sin ningún incidente, pero ella aún se sentía tensa. Algo no marchaba bien. Algo más que Baby Jayne pisoteando el terreno de Cuerpodulce.
La sensación de que estaba siendo observada, incluso de que la seguían, la alteraba. Lanzó otra rápida mirada sobre su hombro y no vio nada… ¿o sí? ¿Había alguien justo fuera de su línea de visión?
Su piel se estremeció y un golpe de adrenalina atravesó su interior, espoleándola. Ahora casi estaba corriendo con aquellos malditos zapatos.
No te vuelvas loca. Estás dejándote llevar por tu imaginación.
Pero abrió el cierre de su bolso, para poder agarrar su pistola, su móvil o su gas pimienta con un movimiento rápido. Volvió a mirar sobre su hombro y no vio a nadie.
Bien. Ahora estaba tan solo a tres manzanas de su hogar, y se aproximaba a una zona más segura, donde los daños de la inundación habían sido mínimos y se habían despejado; las luces de la calle funcionaban, al menos una cuarta parte de los hogares estaban ocupados, y otra cuarta parte casi estaba despejada y reformada.
¡Rápido, rápido, rápido!
Caminaba tan deprisa que casi estaba sin aliento, y eso era algo de lo que se enorgullecía: de lo fuerte y en forma que se mantenía con el baile. Llegó hasta el charco de luz proyectada por la primera farola fija que había en su ruta y comenzó a respirar con más calma. Miró una vez más detrás de ella, y entonces se dio cuenta, mientras permanecía bajo el círculo de luz, que allí era un objetivo fácilmente visible.
Ya casi estás en casa, chica. Sigue caminando. Deprisa.
Alcanzó a ver su casa en la esquina, después se maldijo por olvidarse de dejar al menos una luz encendida. Detestaba entrar en una casa a oscuras, pero al menos había llegado.
Se apresuró a pasar por la nueva entrada y por los recientemente reparados escalones frontales con las llaves en la mano. Una vez en el porche, abrió la todavía chirriante puerta de malla, luego giró la llave en la cerradura y empujó la nueva y pesada puerta delantera con el hombro.
Dentro, le llegó el olor a pintura fresca mientras echaba el pestillo y estiraba el brazo buscando el interruptor. La casa estaba en silencio. En un extraño silencio. No se oía el zumbido del frigorífico. Ni el susurro del aire de los ventiladores. Apretó el interruptor.
No ocurrió nada.
La luz del vestíbulo seguía estando apagada. Zaaaaaaas.
¿Era el sonido de un zapato contra el suelo? ¡Oh, Jesús!, ¿había alguien dentro?
Su corazón se aceleró salvajemente por el miedo mientras conectaba varios interruptores. No había luz. Rebuscó la pistola en su bolso con una mano, mientras la otra buscaba a tientas el pestillo sobre la puerta.
Una mano se cerró sobre la suya.
Áspera.
Fuerte.
Brutal.
Aplastó sus dedos y ella empezó a gritar, tan solo para que otra mano cubriese su boca.
¡Oh, Dios, no! Se sacudió salvajemente. Se retorció. Mordió el cuero que tapaba sus labios. Pateó sus piernas, pero su apretón se intensificó.
– Calma, Karen Lee -le dijo una voz que era tan seductora como terrorífica.
¿Sabía él quién era ella? ¿No era algo al azar? Luchó con más fuerza.
– No hay nada que puedas hacer -le aseguró-. Ningún sitio al que puedas huir.
Ahí es donde te equivocas, cabronazo, pensó mientras sus dedos acariciaban el frío níquel de la pistola. Asió el arma, la sacó del bolso antes de dejarlo caer al suelo con un suave golpe. Levantó la mano, dispuesta a enviar a aquel bastardo al infierno cuando vislumbró la cara del tipo por el rabillo del ojo, solamente un vistazo y estuvo a punto de soltar el arma.
Unos ojos rojos estaban clavados en ella, unos jodidos ojos rojos desde lo más profundo de los pliegues de una capucha negra.
Un rostro tan negro como la noche con fantasmales rasgos y unos labios morados, estaba a centímetros del suyo. Es el rostro del mal, pensó aterrorizada.
¡Oh, Dios! Casi se orina encima.
Su cálido aliento la envolvía. ¡Joder, Dios mío!
Ella se resistió. Luchó. Incluso aunque estaba temblando de la cabeza a los pies. Mientras manipulaba torpemente el seguro, trató de pensar con claridad. Todo lo que tenía que hacer era pasar el arma sobre su hombro, y disparar.
Pero por el rabillo del ojo, pudo ver aquella cosa, a ese demonio del infierno, encogiendo sus horrorosos labios y mostrar un repulsivo conjunto de blancos y afilados dientes.
¡Santo Dios!
Karen quitó el seguro.
Inmediatamente, levantó su brazo.
Los dientes cortaron.
La sangre corrió.
El dolor aceleró su brazo.
Apretó el gatillo.
¡Bang! El arma disparó.
Impactó junto a su oído.
El olor a cordita impregnó el aire.
Pero su atacante persistía, retorciéndole el brazo dejándola indefensa, sus piernas ya no podían moverse. Sus hombros se retorcían de dolor.
Oh, Dios bendito, había fallado el disparo. Y el dolor… era espantoso. Un dolor sordo. ¡Ayúdame, Señor, ayúdame a combatirlo!
Ella arqueó su espalda, aún resistiéndose, aún esperando la oportunidad de darle una buena patada en sus espinillas o en su maldita entrepierna. Pero era fuerte y pesado. Todo tendones, músculos y determinación.
La agonía la desgarraba por dentro.
Sus piernas cedieron.
En la oscuridad, pudo verse cada vez más cerca del suelo y ahora solo podía esperar que en alguna parte, alguien hubiese oído el disparo. ¡Plam! Su cabeza se golpeó contra el nuevo suelo de madera. Casi se desmaya del dolor.
Él cayó sobre ella y sujetó sus manos. Antes de que pudiera gritar, aquellos dedos ya se encontraban sobre su garganta, apretando más y más mientras se sentaba encima. Alarmada por el malicioso brillo de sus ojos, se resistió, agitando sus manos, arañando el cuero sobre su cuerpo. Si iba a matarla, por Dios que no iba a ponérselo fácil.
Pero sus pulmones le ardían, esforzándose por tomar aire, y las manos sobre su garganta le apretaban tanto que sentía como si sus ojos pudieran salirse de su cabeza.
Pateó y se retorció frenéticamente.
Sus pulmones iban a estallar por la presión.
La negrura se adentró en los bordes de su campo de visión.
¡No! ¡No! ¡No!
Intentó gritar y fracasó, sin poder siquiera emitir un aliento.
Oh, Dios, oh… Dios…
Sus piernas dejaron de moverse.
Sus brazos cedieron.
El ardor en sus pulmones era pura agonía. Déjame morir, Dios, por favor. ¡Acaba con esta tortura! Él se inclinó hacia abajo y, a través de la neblina que la atenazaba, pudo ver sus colmillos. Blancos. Brillantes. Afilados como agujas. Supo lo que estaba a punto de ocurrir.
Una rápida punzada. Un agudo y breve mordisco mientras sus manos se aflojaban y ella recibía aire en su tráquea con un húmedo siseo. Pero era demasiado tarde. Ella sabía que iba a morir.
Capítulo 14
– Si quieres tenerlos durante todo el día, tienen que estar de vuelta mañana a las… -El encargado, con camiseta de camuflaje y unos vaqueros sucios, miró hacia el reloj que colgaba sobre la puerta de la tienda de Alquila-Todo-, nueve y treinta y seis, pero yo te doy hasta las diez. -Mientras le guiñaba el ojo a Kristi, le ofreció una sonrisa que contenía hebras de tabaco. Intentó no mirarlas.
– Muy amable de tu parte -respondió, tratando de no sonar demasiado sarcástica. Después de todo, no era más que un chaval.
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