Kristi había pasado los últimos seis meses de voluntaria en uno de los hospitales locales, ayudando a su padre en la comisaría, empleando los fines de semana en la limpieza de la ciudad, pero ahora comprendía, y su psiquiatra había insistido en ello, que necesitaba continuar con su vida. De forma lenta, pero segura, Nueva Orleans resurgía. Y había llegado el momento en el que debía empezar a pensar en el resto de su propia vida y en lo que deseaba hacer.

Como de costumbre, el detective Bentz no estuvo de acuerdo. Después del huracán, Rick Bentz había vuelto a adoptar su papel de padre protector de forma exagerada. Kristi estaba muy por encima de eso. Ya no era como si fuera una niña, o incluso una adolescente. ¡Era una adulta, por el amor de Dios!

Cerró de un golpe el maletero del utilitario. El cierre no encajó, así que volvió a colocar su almohada favorita, su lámpara de mesa y el edredón bordado a mano que su abuela le había dejado; entonces volvió a probar. Esta vez, el cierre encajó en su posición.

– Tengo que irme. -Comprobó la hora en su reloj-. Le dije a la patrona que hoy llegaría para tomar posesión de mi habitación. Llamaré cuando llegue y te haré un informe completo. Te quiero.

Pareció estar a punto de protestar, entonces respondió con brusquedad: «Yo también, niña».

Ella lo abrazó, sintió la fuerza de su achuchón, y se sorprendió al descubrir que luchaba por contener unas repentinas lágrimas al apartarse de él. ¡Qué ridículo! Le mandó un beso a Olivia y luego se puso tras el volante. Con un giro de su muñeca, el motor del pequeño coche cobró vida y Kristi, con un nudo en la garganta, retrocedió todo el largo camino de entrada a través de los árboles.

Una vez en la carretera, dio la vuelta sobre el asfalto mojado. Echó un nuevo vistazo a su padre, con el brazo levantado mientras le decía adiós. Dejando escapar un profundo suspiro, se sintió repentinamente libre. Finalmente se marchaba. Después de un largo tiempo, por fin, estaba otra vez por su cuenta. Pero mientras ponía el coche en camino, el cielo se oscureció, y en el espejo retrovisor de uno de los lados, captó una imagen de Rick Bentz.

Una vez más el color de su cuerpo se había diluido y parecía un fantasma, en tonos de negro, blanco y gris. Le faltó el aliento. Podía correr todo lo lejos que le fuera posible, pero jamás escaparía al espectro de la muerte de su padre.

Lo sabía en el fondo de su corazón.

Era seguro.

Y ocurriría pronto.


* * *

Escuchando una vieja balada de Johnny Cash, Jay McKnight miraba a través del parabrisas de su camioneta mientras las escobillas apartaban las gotas de lluvia que caían sobre el cristal. Mientras conducía a noventa kilómetros por hora a través de la tormenta con su perro de caza medio ciego en el asiento del copiloto, se preguntó si estaba perdiendo la cabeza.

¿Por qué otro motivo accedería a hacerse cargo de una clase nocturna para un amigo de una amiga que estaba de vacaciones? ¿Qué le debía él a la doctora Althea Monroe? Nada. Apenas conocía a esa mujer.

Puede que lo hagas por tu salud mental. Estabas seguro de necesitar un maldito cambio. Y de todas formas, ¿qué podría ir mal en enseñar Ciencia Forense y Criminología durante un trimestre a unas mentes jóvenes e inquietas?

Cambió de marcha y sacó su camioneta de la calle principal, desviándola hacia las familiares calles laterales, donde la lluvia caía a través de las ramas de los árboles y las luces urbanas tan solo empezaban a encenderse. El agua siseaba bajo los neumáticos y pocos viandantes se atrevían a salir con la tormenta. Jay había abierto un poco la ventanilla y Bruno, una mezcla entre pit bull, labrador y sabueso de San Huberto, apretó su hocico contra la delgada rendija de aire fresco.

La voz de Cash resonaba en la cabina del Toyota mientras Jay aminoraba hasta los límites fronterizos de Baton Rouge.

«Mi mamá me dijo, hijo mío…»

Jay giró su Toyota hacia el resquebrajado camino de entrada a la casa en las afueras de Baton Rouge, un diminuto bungaló de dos dormitorios que había pertenecido a su tía.

«… nunca juegues con pistolas…»

Apagó la radio y el motor. La vivienda se encontraba en proceso de ser vendida por sus aguerridas primas, Janice y Leah, como parte de la propiedad de la tía Colleen. Las hermanas, que apenas se ponían de acuerdo en nada, habían accedido a permitirle el alojamiento en la propiedad mientras estuviese en venta, siempre que llevara a cabo algunas pequeñas reparaciones que el marido de Janice, una frustrada estrella del rock, no era capaz de realizar.

Con el ceño fruncido, Jay agarró su bolsa de viaje y su ordenador portátil antes de bajar del vehículo. Dejó salir al perro, esperó mientras Bruno olisqueaba y luego levantaba su pata sobre uno de los robles del patio delantero, antes de cerrar el Toyota. Alzó el cuello de la camisa para protegerse de la lluvia, se apresuró por el camino de ladrillo salpicado de hierbajos que llevaba al porche principal, donde una luz brillaba enfrentándose a la noche. El perro iba detrás de él, igual que siempre había hecho durante los seis años en que Jay había sido su dueño, el único cachorro de una camada de seis que no había sido adoptado. Su hermano había sido el dueño de la perra, una San Huberto de pura raza que, tras su primer celo, desestimó la opción del celibato. Se escapó de su caseta y se asoció con el simpático chucho que vivía a cuatrocientos metros de distancia, cuyo dueño no consideró apropiada la castración. El resultado fue una camada de cachorros que no valían un comino, pero que resultaron ser unos perros cojonudos.

Especialmente Bruno, con su infalible olfato y su pésima vista. Jay se agachó, acarició a su perro y fue recompensado con un amistoso empujón de cabeza contra su mano.

– Venga, vamos a ver los daños.

Folsom Prison Blues resonó en su cabeza al abrir la puerta y empujarla con el hombro.

La casa olía a humedad, a falta de uso. El aire estaba estancado en su interior. Abrió dos ventanas a pesar de la lluvia. Había pasado los últimos tres fines de semana allí, repintando los dormitorios, enfoscando el alicatado de la cocina y el baño, y rascando lo que parecían ser años de suciedad en el porche trasero, donde una vieja lavadora se había convertido en el hogar de un nido de avispas. La oxidada máquina, junto con su legión de avispas muertas, ya era historia; unas macetas de terracota con plantas trepadoras ocupaban su lugar sobre las tablas del suelo recién pintadas.

Pero estaba lejos de haber terminado. Tardaría meses en adecentar la casa. Dejó sus bolsas en el pequeño dormitorio y luego caminó hasta la cocina, donde un viejo frigorífico zumbaba sobre el resquebrajado linóleo que aún debía reponer. Dentro del frigorífico, además de un trozo de queso seco y agrietado, descubrió un paquete de seis cervezas Lone Star al que solo le faltaba una botella, y asió una por su largo cuello. Era extraño, pensaba, cómo Baton Rouge, de todos los lugares, se había convertido en su refugio lejos de Nueva Orleans, la ciudad donde había trabajado y crecido.

¿Habían sido las consecuencias del Katrina las que le habían absorbido su vitalidad? El laboratorio criminal en la avenida Tulane había sido destruido por la tormenta y el trabajo que realizaba se distribuyó entre diferentes distritos y agencias privadas, así como con el laboratorio criminal de la policía Estatal de Luisiana, en Baton Rouge. A veces trabajaban en remolques del fema [1]. Había sido una pesadilla; las horas extra, la frustración de haber recogido montones de pruebas, tan solo para que acabaran comprometidas. Y luego estaba el tiempo empleado como voluntario, ayudando a las víctimas de la tormenta, y a la limpieza después de que retrocediera el agua de las inundaciones. Dudaba que hubiera alguien en el cuerpo de policía que no hubiera pensado en la dimisión, y muchos lo habían hecho, dejando mermadas las fuerzas en un momento en el que se necesitaban más agentes, y no menos.

No es que Jay culpara a nadie por marcharse. No solo lo demás habían sido víctimas del huracán y necesitaban ayuda; muchos agentes también tenían que lidiar con la pérdida de sus hogares y seres queridos.

También él necesitaba un cambio. No se trataba solo de las interminables horas de trabajo. Ser testigo del horror del huracán y contemplar a la ciudad luchando por recuperarse mientras las Reservas Federales se señalaban unas a otras con el dedo fue demasiado. Pero al saber después que tantas pruebas recogidas con esfuerzo a lo largo de los años se habían borrado literalmente del mapa… aquello cayó encima de él como una losa. Tanto para nada. Tanto que hacer para recuperarlo todo.

Con treinta años, ya estaba hastiado.

Y algo, algún último fragmento de tragedia, le había enviado lejos de Nueva Orleans, en este viaje.

¿Habían sido los saqueadores? ¿Aquellos lo bastante desesperados o criminales para aprovecharse de la tragedia?

¿Las víctimas atrapadas en sus hogares o residencias?

¿La falta de una respuesta rápida por parte del Gobierno federal?

¿La casi muerte de la ciudad que amaba?

¿O era debido al hecho de que su propio hogar había sido destrozado por el ensordecedor viento y que la inundación había arrancado su cabaña alquilada de sus cimientos, acabando con casi todo lo que poseía?

¿Y a qué parte del desastre podía culpar de su fallido romance con Gayle? ¿Se había extinguido su relación por culpa de él? ¿De ella? ¿De la situación?

Le dio agua fresca al perro con una vieja sartén, después abrió su cerveza. Mientras daba un largo trago del estilizado cuello, se quedó mirando a través de la mugrienta ventana salpicada por la lluvia, hacia el patio. Al otro lado del cristal vio a un murciélago descender junto a las ramas de un solitario magnolio. El crepúsculo llegaba con rapidez, un recordatorio de que tenía trabajo por hacer.

Al girar la cabeza, oyó una de sus vértebras crujir y ajustarse mientras caminaba hacia el segundo dormitorio, aún pintado en un nauseabundo tono rosa, donde había dispuesto un escritorio, una lámpara y un pequeño armario archivador. En un rincón había una cama para perros, y Bruno encontró un viejo hueso de cuero de vaca medio masticado y empezó a ensañarse con él. Jay dio otro trago a su Lone Star, y luego apoyó la cerveza sobre el escritorio. Abrió su ordenador portátil y lo dispuso sobre la superficie de formica antes de apretar el botón de encendido. El ordenador se puso en marcha con un zumbido y la pantalla se iluminó. Unos segundos más tarde estaba en Internet, comprobando su correo electrónico.

Entre el correo basura y el de los compañeros de trabajo y amigos había otro mensaje de Gayle. El estómago se le encogió un poco mientras abría la misiva y leía la breve y alegre nota; no encontraba una pizca de gracia en el chiste que ella le había enviado. No le sorprendía. Habían acordado ser civilizados entre ellos, permanecer como amigos, pero ¿quién le tomaba el pelo a quién? No funcionaba. Su relación estaba muerta. Ya agonizaba mucho antes de que la tormenta los golpease.

No envió una respuesta. Era tan inútil como el anillo de diamantes que había en el cajón de su cómoda en Nueva Orleans. Sus labios se retorcieron al pensarlo. No había tenido mucha suerte con aquello de los anillos. Años antes, le había dado un anillo de compromiso a su amor del instituto, y Kristi Bentz se había liado inmediatamente con un monitor al marcharse a estudiar aquí, al colegio All Saints. ¿Qué tal eso como pequeña ironía? Años después, cuando finalmente le ofreció un anillo a Gayle, ella aceptó el diamante y comenzó a planificar su vida (y la de él) juntos, hasta el punto de que sintió como si tuviera una soga alrededor del cuello. Cada día que pasaba, la cuerda se tensaba más hasta que no había sido capaz de respirar. Su actitud había molestado a Gayle, y ella se había vuelto de lo más posesiva. Le había llamado a todas las horas de la noche, había estado celosa de sus amigos, sus compañeros, e incluso de su maldita carrera. Además, no le había permitido olvidar que quiso casarse con Kristi Bentz mucho antes de conocerla a ella. Gayle estaba segura de que jamás olvidaría a su amor de instituto.

Lo cual era una absoluta estupidez.

De forma que le pidió que le devolviera el anillo.

Y ella se lo había lanzado contra la frente, donde rasgó su piel, dejándole una pequeña cicatriz justo sobre la ceja izquierda, una prueba de la furia de Gayle.

Pensó que ese proyectil le había dado de pleno, pero había evitado uno mayor cancelando la boda.

En esto queda el amor verdadero.

Mientras cogía el mando a distancia del pequeño televisor en equilibrio sobre el armario archivador, repasó su correo electrónico con rapidez. Escuchaba a medias las noticias, esperando que llegaran los deportes y alguna noticia de última hora acerca de los Nueva Orleans Saints, y había comenzado a leer entre una nueva docena de mensajes, cuando escuchó el final de un boletín de noticias en televisión.