– Es algo -protestó él.

– Nada. -Kristi recogió la olvidada ropa de cama y se la volvió a lanzar, apuntando hacia la silla. Después se volvió hacia Bruno y señaló hacia la alfombra-. Y en cuanto a ti, tú duermes ahí. -El perro agachó la cabeza y sacudió el rabo, pero no se movió. Jay silbó.

– Aquí, chico -dijo, y Bruno se movió hasta la alfombra-. La jefa ha hablado.

Kristi ignoró el golpe.

– Tal como yo lo veo, no tenemos mucho tiempo. Me imagino que quien estuviera aquí antes estaba buscando el vial. Apuesto a que no se ha rendido, sino que volverá a la carga y pronto.

– Y puede que tú seas su próximo objetivo. -El tono de Jay había cambiado de bromista a serio-. Ese pudo ser el motivo por el que estaba aquí antes.

– No.

– Esperemos que no. -Jay dio unas palmaditas en la cabeza del can con aire ausente, luego fue hasta la bicicleta y la colocó delante de la puerta. Apoyó el cuadro contra el marco y el picaporte, asegurándose de que caería con un gran estruendo si alguien trataba de entrar. Una vez que la bici estuvo equilibrada a su gusto, Jay se volvió y miró hacia el techo, como si esperase una intervención divina. Sacudió la cabeza-. Tendría que ir a que me vieran la cabeza, pero tú ganas. -Sus ojos volvieron a los de ella, centrando sus melosas pupilas con determinación-. De acuerdo, lo haremos a tu manera. No llamaré a la policía. Por ahora. Tienes una semana, pero ni un día más.


* * *

¿Podría Kristi pasar por aquello?

Ariel miró alrededor de su pequeño apartamento y se preguntó en qué demonios se había metido. Desde luego que necesitaba amigos y la emoción de pertenecer a un culto secreto y exclusivo. Incluso le encantaba todo aquel asunto de los vampiros como trasfondo.

Nunca se había sentido tan viva como cuando permitió al «maestro» que mordiera su cuello, para que saliera algo de sangre y recoger las gotas en un vial.

El ritual había sido excitante, la sensación de pertenecer a un grupo, de hacer algo oscuro, sensual y más allá de la norma, algo seductor. El hecho de haber sido elegida era alucinante y, al fin, ella, por primera vez en su vida, sentía que era alguien, que pertenecía a algo, que era incluso mejor que sus compañeras.

Ahora, tenía sus dudas.

Mañana por la noche habría otra reunión, una programada para después de la obra de teatro moralista, y estaba nerviosa. Aunque en realidad no sabía quién formaba parte de su grupo secreto, unas cuantas chicas habían dejado pistas y comprendió que Trudie, Grace y probablemente Zena eran todas miembros del grupo de élite. Sabía que había otras, pero no tenía ni idea de quiénes eran.

Sentía algo más que un escalofrío de miedo bajando por su espina dorsal. Porque, maldita sea, sentía que algunas de esas chicas que se encontraban desaparecidas, aquellas que la prensa sacaba a relucir de vez en cuando, habían formado parte de su círculo. Aunque no podía estar segura… ¿Quién podría estarlo? El ritual era tan extraño, tan… oscuro… Pero las chicas estaban sin duda desaparecidas. Y durante la ceremonia, ella había oído sus nombres… él había llamado «hermana» a cada una de ellas y había usado sus nombres.

¿Habían formado parte de su grupo de forma voluntaria?

¡Por supuesto que sí! No seas idiota. Han desaparecido a causa de aquello en lo que se metieron, lo que tú has abrazado por tu cuenta con tanta impaciencia. O bien están muertas o bien…

– ¡No! -dijo en alto hacia las cuatro paredes del pequeño apartamento donde vivía sola-. ¡No, no, no! -Él no las habría traicionado de esa forma. Esas otras chicas, Tara, Monique y Dionne… probablemente lo dejaron porque se habían asustado tras el ritual vampírico, eso era. Lo mismo que Rylee, la última chica desaparecida. Ariel recordaba que era algo ingenua, siempre preocupada, una verdadera alma perdida.

¿Sería posible que estuviesen todas muertas?

Su corazón se quedó helado al contemplar el diminuto espacio que había llamado hogar durante más de un año, cuando percibió los baratos adornos de imitación que había comprado para intentar que el apartamento resultara más acogedor, los carcomidos y estropeados muebles que venían con la vivienda, las escasas fotos de una familia que en realidad no se preocupaba por ella, diseminadas sobre las mesas y la librería de plástico amarillo que había montado con sus propias manos.

Mientras se rascaba la garganta, con los nervios tan tensos como siempre, levantó su mirada hacia la imagen de Jesús que había montado sobre la pared que había junto a la ventana. Una vez fue tan religiosa, tan convencida de su propia piedad, y ahora… oh, padre… ahora… estaba perdida…

Ariel tragó saliva.

Y luego estaba esa chica, Bentz. Hija de un policía. Metiendo sus narices. ¡Que aseguraba haber visto peligro en el color de la piel de Ariel o alguna chorrada por el estilo! ¿Qué quería decir con eso?

Se le puso la piel de gallina al pensar que quizá ella podría ser la próxima en desaparecer, que iba a ocurrirle algo…

– Ni hablar. -Cruzó la habitación hacia su pequeño frigorífico y sacó una botella de vodka del congelador. Tras destaparla, levantó la abertura sobre sus labios y bebió un largo trago. Solo necesitaba tranquilizarse. Se sentía nerviosa.

Kristi Bentz le había hecho esto. Vaya un bicho raro. Tras secarse los labios con el dorso de la mano, Ariel vio su imagen reflejada en el espejo. Su piel estaba pálida, sus dedos se aferraban con fuerza alrededor del cuello de la botella, sus ojos estaban abiertos del todo a causa del miedo.

A lo mejor debería huir.

Igual que las otras.

¿Cuánto tiempo le llevaría preparar su bolsa y desaparecer?

No es que no lo hubiera hecho antes.

Márchate ahora, esta noche. Antes de que cambies de opinión. Súbete a un autobús y sal de aquí sin mirar atrás. ¿Podía simplemente no aparecer?

Avanzó hasta el armario y estiró el brazo hacia el estante superior para alcanzar su mochila de viaje, la que usaba para ir de acampada, la que podía almacenar casi todas sus miserables pertenencias. La estaba bajando justo en el momento en que sonó su teléfono móvil.

El corazón le dio un vuelco cuando extrajo el móvil del bolso, comprobó la pantalla y se dio cuenta de que era él quien llamaba.

Como si lo supiera.

Su corazón palpitó salvajemente ante la idea de oír su voz, de saber que le importaba, que la amaba…

Ariel no respondió, dejó que la llamada pasara al buzón de voz y, en pocos minutos, oyó sus pasos en las escaleras y el tamborileo de sus nudillos sobre la ajada madera.

– Ariel -dijo con una voz débil, melódica e insistente-. Abre la puerta.


* * *

Temblorosa, con el agua a su alrededor, Kristi intentaba nadar. Se encontraba en mitad de una piscina, en un edificio que era oscuro como la noche. Habían colocado unas velas sobre los azulejos del borde, y sus pequeñas llamas se agitaban y amenazaban con apagarse en aquella caverna. ¿Dónde demonios estaba?

Jadeante, sintiéndose como si hubiera estado braceando en el agua durante horas, echó un vistazo a su alrededor. ¿Estaba sola? Bajó la mirada, hacia el fondo de la piscina, pero era profunda y oscura y, aunque no vio a nadie en las tenebrosas profundidades, sintió su presencia. Tan cierta como si estuviera respirando contra su piel.

¡Nada, Kristi, por el amor de Dios, sal de aquí de una vez! Eres una buena nadadora, lo eres.

¡Flap! ¡Flap! ¡Flap!

Puso todo su empeño en cortar el agua, en agitar las piernas, pero le pesaban las extremidades y no importaba la fuerza con que lo intentase, no podía acercarse al borde. O bien este se estaba alejando o ella no avanzaba.

Vamos, esfuérzate más. Apretando los dientes, se lanzó a toda velocidad y, cuando giraba su cabeza para avanzar a través del agua, las puntas de sus dedos tocaron algo, se enredaron en algo fibroso, como el hilo. Intentó encoger la mano, pero, fuera lo que fuese, se le quedó enganchado.

Allí, en la oscuridad, nariz contra nariz, había una cabeza cortada. Los ojos de Tara Atwater estaban abiertos y en blanco en su azulado rostro, y de su cuello surgía una espesa corriente de sangre que invadía el agua.

Kristi gritó y trató de desenredar sus dedos. El pánico oprimió su corazón. El miedo la impulsaba a nadar, tirando de la maldita cabeza, tan solo para toparse con algo que se elevó desde el fondo de las turbias profundidades.

¡Otra cabeza! Incluso bajo la débil luz pudo ver el pelo rubio cuando la cabeza emergió y se volvieron, encarándola, los ojos abiertos y fijos de Rylee. Ojos acusadores.

Kristi se sobresaltó y braceó para alejarse, todavía con la cabeza de Tara enganchada en sus dedos. Pero mientras avanzaba, su cabeza topó contra algo duro. Se volvió para encontrarse con la cara de Dionne, mirándola, con sangre que manaba de su cuello, con los ojos fríos y muertos.

¡No!

Los ojos de Dionne pestañearon y miraron hacia abajo, como si la estuviera advirtiendo. Entonces Kristi supo que, aunque no podía vislumbrar el fondo, la maldad se ocultaba en las turbias profundidades.

¡Nada! ¡Aléjate! Le gritó su mente.

Volvió a darse la vuelta y vio otra cabeza sin cuerpo. No la de Monique, como había esperado. El grisáceo rostro que flotaba en la superficie era el de Ariel. ¡Dios, oh, Dios!, ¡sácame de aquí!

Sintiendo el pánico, comenzó a agitarse, tratando de gritar, tratando de escapar. Pero cuanto más luchaba por alcanzar el reluciente borde, más lejos parecía estar.

Le ardían los pulmones, le pesaba el cuerpo. Sabía que estaba a punto de ahogarse. Que moriría en aquella piscina de sangrientas cabezas cortadas.

Antes de tener la oportunidad de decirle a Jay que lo amaba, antes de ver a su padre por última vez.

Intentó gritar, pero tenía un nudo en la garganta y estaba siendo arrastrada hacia abajo, más y más profundo, con el agua cada vez más oscura.

¡Oh, Dios, ayúdame!

El pánico se apoderó de ella.

Agitó los brazos, tratando de sobrevivir.

Lanzó un grito sofocado.

Y entonces se dio cuenta de que el agua se estaba volviendo roja, de un profundo color escarlata…

– ¡Kristi! -dijo una profunda voz masculina, y ella sintió su mano aferrándole el tobillo, tirando de ella hacia abajo. ¡Hacia las sanguinolentas profundidades!

– ¡Kris! ¡Aquí!

Sus ojos se abrieron de golpe y descubrió a Jay, vestido tan solo con unos calzoncillos, que se inclinaba sobre ella. Kristi se encontraba echada sobre el sofá cama de su apartamento, casi a oscuras, y él la sacudía para despertarla.

– Jay -susurró ella con un temblor en la voz; las sensaciones del sueño eran tan reales que estaba convencida de tener la piel empapada. Lanzó los brazos a su alrededor.

– Ya está. Se acabó la pesadilla -susurró, acercando su cuerpo al de él y estrechándola con fuerza, pero ella sabía en su corazón que no se había acabado. Cualquiera que fuese la maldad que había invadido su mente era muy real, y existía en las profundidades del alma del campus.

Temblorosa, mientras trataba de convencerse de olvidar aquel miedo que la envolvía, se aferró a él y, por un segundo, aceptó el consuelo de su pura fortaleza.

Jay le dio un beso en la sien y ella derramó lágrimas de alivio. Sabía que si él no hubiera estado allí, ella ahora estaría sola, se habría despertado para enfrentarse por su cuenta con esa estúpida pesadilla; y era tan agradable apoyarse en él y recibir su fuerza.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Aquello era probablemente una mentira; se encontraba lejos de estar bien, pero ahora que la pesadilla había remitido un poco y que estaba consciente, tampoco estaba dispuesta a derrumbarse ante él.

– ¿Quieres hablarme de ello?

– No quiero pensar en eso. Ahora no. -Dejó escapar un prolongado suspiro y se quedó mirándolo bajo la tenue y azulada iluminación que provenía de la estufa. La habitación era segura; olía a los restos de ajo y salsa de tomate de la pizza y al jazmín de las velas aromáticas, ya apagadas. El vial yacía sobre el tablero de la cocina-. Te lo contaré después. Por la mañana.

– Bien. -Jay estaba sentado sobre la cama, todavía abrazándola, pero cuando se movió para ponerse más cómodo, de alguna forma su boca se quedó tan solo a un aliento de la de ella.

La impaciencia corría por sus venas.

El perfume de Jay invadió su cabeza, y su cuerpo respondió a la proximidad de una forma traicionera. Sus extremidades se quedaron rígidas y Kristi solo quería y necesitaba acostarse a su lado. Barajó la idea de apartarlo, pero ya no tenía ni la fuerza ni el valor para hacerlo. Jay la había acusado de quererlo y ella le había respondido que estaba loco, pero, por supuesto, él había estado en lo cierto. Y ahora, ella lo deseaba más que nunca.