De repente, Jay chasqueó los dedos.

– Mai Kwan. Me llamaste hace un par de días, ¿verdad? Acerca de un artículo para el periódico del colegio, ¿no?

Kristi miró a Mai con renovado interés, y esta levantó una pizca su barbilla, como si supiera que las tornas estaban cambiando en la mente de Kristi.

– Sí, así es. Estoy haciendo un trabajo sobre criminología. Me gustaría entrevistarte, obtener algo de documentación para el trasfondo, y luego relacionarlo todo con lo que estás enseñando aquí, en All Saints. De qué forma lo que discutes en clase puede ser aplicado al verdadero trabajo policial. En el tema del trabajo de campo. Esperaba poder entrevistarte, luego puede que a un detective local, puede que incluso al padre de Kristi, ya que es bastante famoso y ha ayudado en algunos casos en el campus.

Kristi gruñó para sus adentros. No le extrañaba que Mai hubiera estado intentando hacerse su amiga. Demasiado interesada para ser amistad verdadera.

– Creo que puedo ayudarte -asintió Jay.

– Cuando quieras. Elige tú el momento -dijo Mai tras ofrecerle una brillante sonrisa.

¿Así que Kristi debía suponer que Mai simplemente se había encontrado con Jay? ¿O acaso había visto su camioneta, le había observado al llegar con Kristi la noche anterior y había decidido forzar un encuentro aquella mañana?

– Tendré que consultar mi agenda y llamarte -convino Jay-. Todavía tengo tu número en mi buzón de voz.

– ¡Oh, claro! -Mai no fue capaz de ocultar su decepción mientras su mirada se desplazaba hacia Bruno-. ¿Es tu perro? -le preguntó a Jay.

– Así es.

– Es mono. -Se apoyó sobre una rodilla y rascó a Bruno detrás de sus grandes y colgantes orejas.

– No le digas eso. Él cree tener un aspecto agresivo.

Mai rió y Kristi se preguntó si alguna vez cogería la indirecta y se marcharía.

– Muy bien, bueno… mira, luego te veo Kristi. -Después le ofreció a Jay una sonrisa infantil-. Encantada de conocerte, profesor McKnight.

– Hasta luego -dijo Kristi al cerrar la puerta. Luego miró con desagrado tanto al hombre como al perro-. Recuerdo claramente haberte dicho que no abrieras la puerta.

– ¿Te avergüenzas de mí?

– No… Sí… Oh, no lo sé -admitió-. Mira, no quiero que se pregone por el campus que duermo con mis profesores, ¿de acuerdo? -Se apartó el pelo de los ojos.

Jay asintió, pero Kristi se dio cuenta de que no se lo tomaba en serio.

– Tu secreto está a salvo conmigo.

– No eres tú quien me preocupa -aclaró, antes de entrar en la cocina y abrir la alacena, aunque sabía que no le quedaba café-. Además, admítelo, estabas deseando abrir la puerta.

– Estamos un poco crispados esta mañana, ¿no?

– Ha sido una noche muy corta, ¿recuerdas?

Jay se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

– Claramente. Y fue una noche estupenda -le recordó, acariciándole el pelo con su aliento.

Kristi pensó en besarlo, en caer sobre la cama deshecha, pero en realidad no disponía de mucho tiempo.

– Es que hay unas cuantas cosas de Mai que me molestan. Hace demasiadas preguntas, quiere saberlo todo acerca de mi vida privada, y luego no coincide con lo que ella se había imaginado. Ahora, por lo menos, creo que comprendo por qué está siempre insistiendo en que mi padre es un detective estrella.

– ¿Crees?

– ¿Quién sabe si dice la verdad? Simplemente no confío en ella. Jay apartó las manos de ella.

– No confías en nadie.

Su sentencia hizo más daño del que pretendía. Kristi cerró de golpe la puerta de la alacena y se volvió para encararse con él.

– Oh, Dios… ¡Me estoy convirtiendo en mi padre!

– ¿Acaso lo que intentas hacer aquí no es ser una detective? Toda esa -trazó unas comillas imaginarias con sus dedos- investigación acerca de las chicas desaparecidas. Yo no soy psicólogo, pero a mí me parece que intentas demostrarle algo a tu querido y viejo padre.

– Pero yo confío en la gente, ¿vale? No soy… como él.

– No mucho -espetó Jay con una rápida sonrisa.

Ella lo miró estrechando sus ojos. Y todavía estaba enfadada con Mai; seguro que existía algún otro motivo que la simple entrevista para el periódico del colegio.

Jay dejó sabiamente que se apagase el fuego y abrió la puerta del frigorífico. Bruno acudió a su lado al instante.

– Lo siento, colega, no hay mucho por aquí.

– Tengo pensado ir a la tienda, pero no es una prioridad.

– No nos moriremos de hambre -le aseguró, y sacó lo que quedaba de la pizza, tres porciones frías envueltas en papel de aluminio-. El desayuno.

– Ni hablar.

– ¿Tienes café?

– No. No tengo. Tengo una bolsita de té y un par de botellas de vino, pero nada más.

– Es demasiado temprano para tomar una copa. Hasta para mí. Y con respecto al té, no gracias. ¿Quieres un trozo? -Abrió el papel de aluminio y le ofreció la pizza fría.

Kristi le echó un vistazo a la carne picada marrón con su capa de grasa blanca, todo ello mezclado con aceitunas secas, cebolla y salsa de tomate espesa, y se le revolvió el estómago.

– Es toda tuya. Creo que picaré algo en el restaurante. Tienen un sándwich en el desayuno que se llama MacDuff, que es una especie de copia del McMuffin de huevo del McDonald’s. A lo mejor lo pruebo. -Miró el reloj mientras Jay, quien aún no llevaba otra cosa encima que sus calzoncillos, apoyaba su cadera contra la repisa y masticaba la pizza iría sin molestarse en calentarla en el microondas. Bruno, siempre atento, se sentó a sus pies, con los ojos fijos en la comida; barría el suelo con el rabo cada vez que Jay bajaba la vista hacia él.

Kristi se estremeció y se dio la vuelta. Aquella presencia en su apartamento era un tanto embarazosa. Y ya había una persona que había descubierto que eran amantes. En el pasado, mientras ella y Jay habían estado saliendo, nunca habían vivido juntos, de forma que aquella mañana era algo difícil de sobrellevar. Kristi no sabía en realidad cómo podría resultar esa relación, si era así como se definía.

– Voy a ducharme. Hoy tengo un montón de cosas por hacer, lo cual, desgraciadamente, incluye el trabajo. Él asintió.

– Yo también. En casa. -Se sacudió las manos y Bruno olfateó las migas en el suelo-. Después tendré que responder a algunos correos electrónicos y corregir los trabajos de clase, incluido el tuyo.

– Pórtate bien.

– Después de esta noche seré más duro contigo que con el resto, para que no puedan acusarme de ser parcial.

– No te vuelvas loco. Y nadie va a saber una sola palabra sobre esto, ¿te acuerdas? -le recordó, aunque dudaba que Mai pudiera mantener la boca cerrada.

– Estoy libre para cenar.

Kristi lo miró a los ojos.

– ¿Me estás pidiendo una cita?

– Es mi turno. -Jay hizo una bola con el papel de aluminio y lo arrojó al interior de la papelera, luego localizó una servilleta de papel para limpiarse la grasa de sus dedos-. Últimamente eres tú quien las está pidiendo.

– Lo de la otra noche, cuando te pegué esa paliza a los dardos, no era una cita.

– Cierto. -Sus ojos, que ya no estaban hinchados por el sueño, emitieron un profundo brillo ámbar ante su evidente irritación-. Así que te recogeré aquí. ¿A qué hora sales del trabajo?

– A las dos y media o tres, hoy me toca el almuerzo. Depende de si está lleno o vacío. Pero después tendré que terminar un par de trabajos de clase, y más tarde quiero conectarme a Internet y comprobar los foros.

– Entonces llámame y quedaremos. -Se marchó hacia la sala de estar, donde recogió del suelo sus vaqueros al pasar.

¿Y así de simple, ya eran una pareja? Se preguntó sobre lo acertado de haber reavivado su romance, aunque decidió, por el momento, seguir con ello.

– De acuerdo.

– Yo también quiero ver lo que pasa en los foros. Y en la casa Wagner.

– Sí, y yo.

Jay recogió su ropa del suelo y aireó su camisa. Kristi apartó de mala gana la mirada de sus piernas desnudas, fibrosas y musculadas, la piel tirante, y el rizado vello negro mientras se ponía sus Levis. Tan solo el verlo vistiéndose provocaba cosas extrañas en su interior, y el simple hecho de que parecía olvidar su efecto en ella le hacía más fascinante. Dios, ¿qué le estaba ocurriendo? Contempló furtivamente como pasaba la camisa sobre su cabeza, introducía los brazos y la estiraba ligeramente, alargando la planicie de su abdomen al tirar de la camisa sobre sus hombros.

Por Dios bendito, estaba muy bien. Demasiado bien.

Kristi se volvió en cuanto la cabeza de Jay asomaba por el cuello de su camisa.

– Creía que me habías prometido hablarme de esa pesadilla -le dijo, tanteando los bolsillos para hacer sonar sus llaves. Una vez seguro de que estaban donde las quería, buscó sus zapatos-. ¿La recuerdas?

– Sí. -Sintió como si la temperatura de la habitación hubiese caído diez grados al recordar la sangrienta piscina plagada de las cabezas cortadas de las chicas desaparecidas-. Oh, sí.

– ¿Quieres hablar de ello?

Ella sacudió la cabeza.

– Ahora no… puede que más tarde.

Él se estaba poniendo un zapato, cuando se detuvo y la miró, con preocupación en el rostro.

– ¿Tan mala fue?

– Bastante mala.

Jay frunció el ceño mientras introducía un pie en el zapato antes de atarlo.

– ¿Quieres que vaya contigo a la cafetería? Ella sacudió vehementemente la cabeza.

– Estoy bien. De verdad. -Simplemente no quería ir allí; no ahora-. Después te contaré la pesadilla, ¿vale?

– ¿Estás segura?

– Totalmente.

– Si tú lo dices. -Terminó con el otro zapato, y luego se dirigió a su perro-. ¿Listo para marcharnos?

Bruno emitió un ladrido nervioso y comenzó a dar vueltas junto a la puerta.

– Tomaré eso como un «sí». -Guiñó un ojo a Kristi-. Entonces, te veo luego.

Ella asentía, esperando que cruzase la puerta en cualquier momento. Pero la sorprendió. Atravesó los escasos metros que les separaban y la agarró con tanta rapidez que ahogó un grito.

– Oye…

– No creerías que te ibas a librar de mí tan fácilmente, ¿verdad?

– ¿Qué?

La besó. Con fuerza. Sus labios se fundían con los de ella, sus brazos la estrechaban con urgencia contra él, su lengua se deslizaba entre sus dientes. Los recuerdos de la noche anterior afloraron en el cerebro de Kristi. Resultaría tan fácil caer de espaldas sobre la cama… Ella enroscó los brazos alrededor de su cuello a la vez que él escapaba del beso y ambos juntaban sus frentes.

– No me olvides.

– Ya no eres más que un recuerdo -bromeó. Jay se rió.

– Acuérdate de tener cuidado. -Antes de que pudiera responder, la liberó y, con el perro pegado a las suelas de sus zapatos, salió del apartamento.

Kristi oyó sus pasos, ligeros y rápidos, al descender las escaleras. Cerró la puerta, la aseguró y después, sacudiéndose todos aquellos pensamientos de hacer el amor con él, de tener una relación con él, de volver a enamorarse de él, se quitó la enorme camiseta. Tenía demasiadas cosas que hacer como para ponerse a pensar en las complicaciones de una relación con Jay McKnight…

Oh, señor, ¿una relación? ¿En qué demonios estaba pensando? Y el hecho de que su mente incluso aceptase la idea de enamorarse de él… bueno, eso era pura locura. Tras dejar la camiseta sobre el suelo, se quitó la parte de debajo del pijama cuando volvió a tener… esa ligera y estúpida sensación de estar siendo observada. Sintió un escalofrío. No había nadie en el apartamento y las persianas estaban echadas. Nadie podía verla. Nadie.

Y aun así, podía percibir unos ojos ocultos, contemplando todos sus movimientos.

– Te sientes culpable por acostarte con Jay -se dijo a sí misma, aunque tiró de la puerta del baño para cerrarla y echó el pestillo.

Abrió el grifo, ajustó la potencia y esperó que se calentase el agua. Al adentrarse en el pequeño cubículo acristalado, apartó a un lado todos sus pensamientos acerca de algún mirón invisible y se dio una de las duchas más cortas de su vida.


* * *

La casa de la tía Colleen podía esperar, pensó Jay mientras conducía hasta el cobertizo para dejar los materiales de construcción que había almacenado en la parte trasera de su camioneta.

Una vez más, el cielo amenazaba con lluvia, estaba cubierto de nubes; el mecanismo anticongelante de su vehículo se enfrentaba con la condensación acumulada aquella noche. Al ser domingo por la mañana, el tráfico era escaso, algo más denso junto a las iglesias.

Por él, sus combativas primas, Janice y Leah, podían tranquilizarse de una maldita vez. Oh, probablemente empezarían a presionarlo de nuevo, especialmente Leah con Kitt, el inútil de su marido. Kitt se pasaba el tiempo fumando porros e improvisando con una banda de garaje, con la que soñaba convertirse en estrella. Kitt veía la casa de su difunta suegra como una mina de oro, y una forma de prolongar su estatus de músico sin empleo. Jay comprendía que sus primas necesitaban vender la propiedad, y pretendía seguir con las reparaciones, pero, ahora mismo, tenía cosas más importantes que considerar.