Era esa sensación, ese impulso del poder de la belleza, a lo que se había negado a renunciar. Y así, había realizado su investigación y comprendió que, a pesar de sus genes y de la ayuda de los cosméticos, la edad trataría de destruirla. Sus ojos se abolsarían y se pondrían hinchados y oscuros; su piel perdería su elasticidad; sus pechos se descolgarían y pequeños pliegues fofos tratarían de aparecer.

Excepto que ella tenía una forma de contraatacar.

Su método secreto, pensó, mientras se giraba frente al espejo, mirando el reflejo sobre su hombro. Sus nalgas aún estaban prietas y firmes, y su cintura estrecha. Además, según las imágenes que había visto, guardaba un asombroso parecido con su imponente homónima. En realidad, decidió con un asentimiento, era incluso más hermosa.

Había sabido de su antepasada, Elizabeth de Bathory, desde que podía recordar y se había sentido fascinada por la condesa; pero solo había adoptado el nombre y las costumbres de Elizabeth recientemente, cuando se dio cuenta de que los años empezaban a notarse.

La historia contaba, a grandes rasgos, que a Elizabeth, quien obviamente estaba algo chiflada, le preocupaba la pérdida de su legendaria belleza. Además, la condesa disfrutaba torturando y atormentando a los demás y, un día, abofeteó tan fuerte a una sirvienta que su sangre le salpicó en uno de sus brazos. Elizabeth se comportó entonces de una forma incluso más irritada y desquiciada hasta que advirtió que la zona de su piel que había sido manchada con sangre parecía estar más joven y hermosa que la parte de carne de alrededor. Desde aquel día, Elizabeth encontró otras formas de mayor crueldad para extraer la sangre de los demás para su uso personal.

Entonces fue cuando, obviamente, la mujer se había trastornado. Una neurosis acompañada de un importante sadismo elevado a la enésima potencia.

Todo a causa de la endogamia real.

No era extraño.

Por supuesto, muchas de las historias o leyendas sobre la «condesa sangrienta» no habían sido demostradas, incluyendo los baños de sangre. Sin embargo, el hecho de que había cometido atrocidades con docenas de jovencitas estaba fuera de duda, y finalmente fue juzgada y sentenciada por asesinato, y enviada a vivir encerrada entre los muros de su castillo. Aquellos que la ayudaron no fueron tan afortunados.

Pero lo que intrigaba a esta nueva Elizabeth era la leyenda, el folclore alrededor de los baños con sangre de campesinas y de la nobleza reciente.

Incluso si las leyendas habían sido embellecidas con el paso de las décadas y, a pesar del hecho de que algunas de las más extravagantes crueldades atribuidas a Elizabeth carecían de fundamento en los hechos históricos, la teoría sobre la sangre de mujeres más jóvenes no era solamente una anécdota; parecía ser auténtica.

¿Acaso ella no había demostrado en sí misma su validez?

Entonces, mirando al espejo, Elizabeth arqueó su cuello, examinando cada centímetro de su cuerpo mientras giraba lentamente bajo la luz.

¿Acaso no habían desaparecido las primeras señales de sus bultos con aspecto de requesón bajo la piel de los muslos y el más leve rastro de celulitis con los primeros baños mezclados con sangre? ¿Y aquel primer indicio de venas en telaraña junto a su corva derecha? ¿Es que no habían desaparecido tras el primer baño?

Por supuesto que sí. Ahora, la corva era suave y delicada; ni siquiera era visible la más mínima línea de sus venas.

Estaba tan convencida del rejuvenecimiento de su piel, de las propiedades reconstituyentes de la sangre, que casi accedería a sumergirse en una piscina aderezada con la sangre de algunas de las «inferiores» de Vlad.

¡Pero no!

Contempló como su reflejo se encogía visiblemente ante la idea. Se trataba de cubrir su cuerpo con la sangre de chicas jóvenes e inteligentes. Elizabeth no se entretenía pensando si eran vírgenes o puras, ni nada de eso, pero al menos no habían bailado en una barra para el regocijo y babeo de tipos con el culo gordo. O al menos eso creía. En realidad, ¿qué era lo que sabía acerca de aquellas escogidas por Vlad?

Hizo una mueca de disgusto.

Vlad.

O así insistía en ser llamado aunque, por supuesto, ella conocía su verdadera identidad.

Se había dado a sí mismo el nombre de Vlad, el Empalador, aunque ya tenía bastantes nombres. Pero bueno, si deseaba ser Vlad, estaba dispuesta a permitirlo. Ella había acogido el nombre de Elizabeth, había asumido su identidad, de forma que también él se había sentido obligado a convertirse en otra persona.

Un leal ayudante, ese era Vlad.

Ella lo necesitaba, igual que la condesa Elizabeth original había requerido la ayuda de otros que habían sido tan crueles como ella.

Tras recogerse el oscuro cabello sobre su cabeza, admiró su perfil, luego amoldó algunos de sus rizos para que cayeran libremente sobre su nuca, para alimentar la fantasía de Vlad.

Esa era la diferencia entre ambos. Ella era una mujer práctica que lo único que pretendía era prolongar su vida y su belleza, para continuar volviendo cabezas y sintiéndose enérgica. Y sí, existía cierto sadismo implícito, pero todo era por un propósito.

Vlad, por el contrario, buscaba el placer sexual del homicidio, el derramamiento de sangre, la excitación de todo ello.

Lo cual estaba bien.

Ella podía excitarse como cualquiera, supuso frunciendo el ceño, mientras uno de sus rizos se negaba a enroscarse seductoramente. Se echó un vistazo y tensó sus músculos faciales para relajarse. No necesitaba poner a prueba su propia teoría y provocarse nuevas arrugas desde el principio, estropeando así su frente perfectamente tersa. Hasta ahora la sangre funcionaba, aunque Vlad había sugerido que el suministro de sangre escaseaba.

¿Qué clase de imbécil permitía que eso ocurriera?

Tenía miedo, eso era todo. Siempre protestando por aumentar los asesinatos de las buenas, siempre hablando de sus «inferiores». Por el amor de Dios, no lo entendía. Pero es que no era capaz. Tan inteligente como se suponía que era, se preguntaba sinceramente Elizabeth de vez en cuando. Pero era su socio y le era leal, y ella podía moldearlo con su perfecto meñique. Todo lo que él pedía era sexo con las mujeres antes y después de su muerte. Sí, era un pelín raro, pero mientras bombeara la sangre de sus cuerpos, no importaba. Además, él la adoraba. Era fiel en su corazón y en su cabeza, si no en su polla.

¿A quién le importaba?

Lo único de lo que ella tenía que asegurarse era de que hubiera suficiente. De forma que le había sugerido acompañarlo en su próxima víctima. Porque se estaba poniendo nervioso. Inquieto. Preocupado de que la policía se diese cuenta. Era un problema, pero la solución era obvia: capturar a más de una. Matar a varias a la vez. Y después, empezar a cazar en algún otro sitio. Algún lugar menos obvio.

Pero siempre cazando mujeres inteligentes, ágiles y listas que fuesen lo bastante jóvenes para conservar su vitalidad. Pero nunca una madre, como aquella última «inferior» que Vlad había tratado de colarle. ¡Por favor! ¿Es que no sabía que el parto le quitaba la vitalidad a una mujer? ¿Que una vez que una madre le había cedido su sangre a otro ser, a un bebé en su matriz, y después sangraba durante días o semanas después del parto, jamás volvía a ser la misma?

Finalmente, Elizabeth consiguió colocar en su sitio el rizo de su oscuro cabello. Al observar profundamente su propio reflejo, decidió que era el momento de contárselo. Alcanzó su teléfono móvil para comunicar las buenas noticias. Esta noche no solo deseaba verlo matar. Esta noche lo ayudaría y se aseguraría de que había más de una víctima.

Varias imágenes de alumnas pasaron por su mente.

La más clara pertenecía a Kristi Bentz.

Capítulo 23

Jay se disponía a salir por la puerta para acudir a la cita con la doctora Hollister, preguntándose cómo acortarla cuando sonó su teléfono móvil.

El nombre de Sonny Crawley apareció en la pequeña pantalla.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jay, llevando su maletín con el ordenador al exterior, donde la lluvia golpeaba en el saliente del porche y goteaba sobre el borde de los colgantes canalones.

– Pensé que te gustaría oír algo de información sobre esas chicas desaparecidas.

A Jay se le tensaron todos los nervios de su cuerpo.

– ¿Has descubierto algo?

– Puede que sí, puede que no, pero pensé que te gustaría saberlo. Bruno salió por la puerta y Jay la cerró de golpe. Se apresuraron juntos sobre el patio mojado.

– Cuéntame.

– Bueno, todo empezó con un furtivo que encontró el jodido brazo de una mujer en la tripa de un caimán, y creemos que podría pertenecer a una de esas estudiantes desaparecidas, pero no hemos sido capaces de encontrar el resto del cadáver.

Sonny le contó toda la historia mientras Jay cargaba sus cosas y a Bruno en la cabina de su camioneta. Se puso tras el volante sin girar la llave de contacto, mirando el parabrisas mientras escuchaba que el furtivo había llamado al departamento del sheriff, el cual se llevó al caimán con el contenido de su estómago a la morgue; que se estaban llevando a cabo las pruebas en el brazo cortado de la mujer, y que la policía se estaba volviendo loca consiguiendo las huellas dactilares del miembro parcialmente descompuesto y hecho trizas. Los equipos de búsqueda todavía buscaban el cuerpo o cuerpos, y la teoría era que el brazo podía haber pertenecido a una de las chicas desaparecidas. Hasta el momento, no habían tenido suerte.

– Una de las cosas más raras del asunto es que no había sangre en ese brazo. Ni una gota -le confesó Sonny-. Se supone que tendría que haber algo. Si cortas un dedo, encuentras sangre. Le cortas la polla a un tipo, y encuentras sangre. Yo no soy médico, no señor, pero me imagino que debería haber algo de sangre en esas venas y arterias.

Ya somos dos, pensó Jay, poniendo finalmente en marcha el motor de su vehículo; su mente regresó a la conversación sobre vampiros.

– Así que el brazo se encuentra en la morgue y, el resto de pruebas como los restos bajo las uñas, las muescas del esmalte, por ejemplo… ¿Eso está en el laboratorio?

– Claro. Puede que quieras llamar a Laurent. Ella sabe más que yo acerca de esto.

– Lo haré, pero, mientras tanto, necesito un favor.

– ¿Otro?

– Te invitaré a una cerveza.

– Puedes apostar tu culo a que lo harás.

– Te compraré seis latas -corrigió Jay al oír la respuesta de Sonny.

– Dispara.

– ¿Puedes comprobar si algún empleado del All Saints tiene una furgoneta oscura?

– ¿Alguien de todo el colegio?

– Te mandaré por correo electrónico una lista de nombres.

– ¿No puedes comprobarlo por tu cuenta?

– Lo necesito para ayer. Esperaba que pudieras ayudarme. Y también me interesa saber si alguno de ellos tiene antecedentes criminales. Cualquier cosa.

– Puede llevarme un buen rato.

– Pues date prisa, estamos hablando de doce latas.

Sonny rió con fuerza; era una risa de fumador que terminó con un ataque de tos.

– Por toda esa cerveza, lo haré. Te haré saber lo que encuentro. Probablemente mañana en el departamento de Vehículos Motorizados; lo demás en cuanto consiga la información.

– Gracias.

– Y quiero cerveza de verdad, ¿me oyes? Nada de esa mierda sin alcohol.

– Cerveza de verdad -prometió Jay.

– Tengo que dejarte. Tengo otra llamada y es domingo por la noche. Ya sabes, tengo una vida. -Crawley colgó y Jay dejó que su cerebro catalogara aquella nueva información.

Un escalofrío atravesó su alma. Un brazo cortado sin sangre. Nada de nada. ¿Había sido extraída y digerida por el caimán, o le había ocurrido alguna otra cosa, algo fuera de lo normal? Como el hombre de ciencia que era, no creyó ni por un segundo que hubiera vampiros caminando sobre la tierra, pero, si Kristi tenía razón, existía un culto cercano con verdaderos creyentes y que sabían lo que estaban dispuestos a hacer.

Por supuesto, el brazo cortado podría pertenecer a otra persona, distinta a las chicas desaparecidas de All Saints.

Pero lo dudaba.

Tras poner la marcha adecuada, marcó el número de Kristi para darle las noticias, pero su teléfono lo envió directamente al buzón de voz.

– Oye, soy yo. Llámame -le dijo, y después colgó con una sensación de inquietud apoderándose de él. Jamás debería haberla perdido de vista. Los acontecimientos ocurrían demasiado rápido. Necesitaba contarle a Crawley, a Laurent o a quien fuera, qué demonios estaba ocurriendo en All Saints.

Kristi se enfadaría, pero daba igual.

Jay apretó los dientes. Debería haber anulado su cita con Hollister y haber asistido a la maldita obra con Kristi. Pero ahora era demasiado tarde. Al mirar su teléfono, deseó que sonase.