Con los labios apretados, Irene sacudió la cabeza mientras traspasaba el umbral de la puerta hacia el porche, débilmente iluminado.
– ¿Cómo va a ser eso de ayuda? ¿Obras moralistas? ¡Por el amor de Dios! ¿Vampiros? ¡Es como si All Saints hubiera regresado a la Alta Edad Media! -Se agarró a la barandilla y comenzó a bajar los escalones.
Una mujer de mente abierta, eso es lo que Irene Calloway no era. Kristi no quiso mencionar que algunas de las clases desdeñadas por la anciana se encontraban ya en su programa.
Después de que su nueva patrona se hubiese marchado, Kristi cerró la puerta con llave y comprobó todas las ventanas, incluida la grande del dormitorio, que llevaba hasta una antigua y oxidada salida de incendios.
Todos los pestillos de las ventanas de aquel pequeño apartamento estaban rotos. Kristi pensó que sería mejor no mencionarle la falta de seguridad a su padre. De inmediato, mientras bajaba la escalera exterior a por sus cosas, llamó al teléfono móvil de Hiram. El nieto de Irene no contestaba, pero Kristi dejó un mensaje y su número de teléfono; después comenzó a arrastrar sus escasas pertenencias a su nuevo hogar, un nido de cuervos que dominaba el muro de piedra alrededor del colegio All Saints.
Sentada en su escritorio del departamento de policía de Baton Rouge, la detective Portia Laurent examinaba las fotografías de las cuatro alumnas desaparecidas del colegio All Saints. Ninguna de las chicas había vuelto a asomar la cabeza. Simplemente habían desaparecido, no solo de Luisiana sino, al parecer, de la faz de la tierra.
El ruido de las teclas acompañaba al zumbido de las impresoras y al de un viejo reloj que marcaba los últimos días del año, mientras Portia observaba las fotografías por la que parecía ser la millonésima vez. Todas eran tan jóvenes. Chicas sonrientes con caras luminosas, con inteligencia y esperanza refulgiendo en sus ojos.
¿O sus expresiones no eran más que máscaras?
¿Había algo más oscuro oculto tras esas sonrisas forzadas?
Las chicas habían tenido problemas, eso se podía asegurar. De forma que habían desaparecido. Nadie, ni los demás miembros del departamento de policía, ni la administración del colegio, ni siquiera los familiares de las chicas desaparecidas parecían creer que hubiera un crimen de por medio. En absoluto. Aquellas sonrientes chicas de cuento de hadas simplemente habían huido; chicas valientes y testarudas que, por uno u otro motivo, habían decidido largarse y no regresar.
¿Estaban metidas en asuntos de drogas?
¿De prostitución?
¿O solamente estaban hartas del colegio?
¿Se habían puesto en contacto con un novio que se las había llevado?
¿Habían decidido recorrer el país en autoestop?
¿Querían unas vacaciones rápidas y habían decidido no regresar?
Las respuestas y opiniones variaban, pero Portia parecía ser la única persona en el planeta a quien le importaba. Ella había hecho copias de las fotos de sus identificaciones del campus y las había pegado sobre el tablero de anuncios de su cubículo. Las originales estaban en el archivo general de todas las personas recientemente desaparecidas, pero estas eran diferentes; estas fotos conectaban a cada una de las chicas que había asistido al colegio All Saints, que había desaparecido, y que no había dejado ni rastro. No habían usado tarjetas de crédito, ni canjeado cheques, ni accedido a ningún cajero automático. El uso de su teléfono móvil se había detenido las noches en que se produjeron sus desapariciones, pero ninguna de ellas había aparecido en un hospital. Ninguna de ellas había comprado un billete de autobús, o de avión, ni se había producido actividad alguna en sus páginas de MySpace.
Portia miraba sus fotografías y se preguntaba qué demonios les había ocurrido. En el fondo, las creía muertas a todas, pero guardaba la mínima esperanza de que su fatigado instinto policial estuviera equivocado.
Ninguna de las chicas tenía vehículo, y ninguna había vivido en el estado de Luisiana hasta que se matricularon en el pequeño colegio privado. Las únicas personas que se sabe que las vieron no notaron nada extraño, ni pudieron darle a la policía el menor indicio de lo que tenían planeado, dónde podrían haber ido, o a quién podían haber visto.
Resultaba de lo más frustrante.
Portia rebuscó en el bolso su paquete de cigarrillos, luego recordó que lo había dejado. De eso hacía tres meses, cuatro días y cinco horas; pero no es que lo llevara contado. Cogió un chicle de nicotina y lo mascó, sintiéndose poco gratificada, mientras paseaba la vista de una fotografía hasta la siguiente.
La primera víctima, desaparecida hace casi un año, desde el pasado enero, era una estudiante afroamericana, Dionne Harmon, de piel oscura, pómulos elevados, una preciosa sonrisa de brillantes dientes y un tatuaje que decía: «Love» enroscado en colibríes y flores sobre la base de su espalda. Venía de Nueva York. Sus padres jamás se habían casado y ambos estaban muertos; la madre de cáncer y el padre en un accidente laboral. Su único vínculo, un hermano con el nombre de Desmond, quien ya tenía tres hijos, había dejado de pagar la manutención de estos, y cuando Portia trató de hablar con él, este le había contestado que no le interesaba «lo que le pase a esa zorra».
– Muy bonito -recordó en voz alta, reviviendo la conversación telefónica. Ninguno de los amigos de Dionne podría explicar lo que le ocurrió, pero la última persona que admitió haberla visto, uno de sus profesores, el doctor Grotto, al menos parecía preocupado. La especialidad de Grotto era impartir clases acerca del vampirismo, utilizando a veces la «y» al deletrearlo; como «vampyrismo»; lo cual era un poco extraño, aunque a veces la gente podía intrigarse y mostrarse inspirada por las cosas más extrañas. A sus treinta y pocos, Grotto era más atractivo de lo que ningún profesor de colegio tenía derecho a ser. La antigua descripción de Hollywood de «alto, moreno y guapo» le sentaba como un guante, y en realidad era mucho más interesante que cualquiera de los viejos y mohosos profesores que habían enseñado durante los dos años que ella había estado en el All Saints, más de diez años atrás.
Las demás chicas desaparecidas eran caucásicas aunque también ellas tenían familias desunidas y despreocupadas que las habían descrito como irresponsables fugitivas, «siempre metidas en líos».
Qué raro que todas hubiesen acabado en el All Saints, y posteriormente desaparecieran en el transcurso de dieciocho meses.
¿Una coincidencia? Portia creía que no.
Los medios de comunicación finalmente se habían dado cuenta y ejercían algo de presión. Ahora el público estaba nervioso y el departamento de policía recibía más llamadas.
Desde que Dionne había desaparecido hacía más de un año, Tara Atwater y Monique DesCartes también se habían esfumado. Monique en mayo, y Tara en octubre; y ahora Rylee Ames. Todas ellas coincidían en algunas clases, principalmente en las del departamento de Lengua, incluyendo la clase de vampyrismo impartida por el doctor Dominic Grotto.
¡Plof!
Una carpeta aterrizó sobre sus fotos.
– ¡Vaya! -dijo el detective Del Vernon, apoyando la cadera sobre su escritorio-. ¿Todavía estás con lo de las chicas desaparecidas?
Ya empezamos, pensó Portia con un suspiro interior, esperando un sermón por parte del ex militar, convertido en detective. Vernon tenía las tres cualidades que terminan en «o»: calvo, negro y guapo. Aunque ya andaba sobre los cuarenta, jamás había perdido su perfecto físico de marine. Sus hombros eran anchos y fuertes, su cintura delgada y, según Stephanie, una de las secretarias del departamento, su trasero era «lo bastante prieto como para hacer soportable su mal humor». Y estaba en lo cierto. Vernon tenía un cuerpo estupendo. Portia trató de no mirar.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella recogiendo la carpeta, y la abrió para descubrir el informe de una escena del crimen y la foto de una mujer muerta.
– Doña Desconocida… garganta cortada; es de la comisaría de Memphis. Parece que podría tratarse del mismo tipo que mató a la mujer que encontramos la semana pasada, cerca de la calle River.
– Beth Staples.
– Quiero que lo compruebes.
– Dalo por hecho -respondió, y esperó a que le recordase que las chicas desaparecidas del All Saints no eran víctimas de homicidio y, por lo tanto, no era asunto suyo.
Por el momento.
Pero no lo hizo. En cambio, sonó el móvil de Vernon, que golpeó el escritorio con sus dedos antes de perderse de nuevo entre el laberinto de cubículos.
– Soy Vernon -dijo con voz firme al cruzar el umbral hasta su oficina privada, mientras cerraba la puerta de cristal de una patada.
Portia recogió la carpeta de Doña Desconocida, apartando su atención de las fotografías de las alumnas. Existía una posibilidad de que estuviese equivocada, una posibilidad de que las alumnas desaparecidas estuvieran, de hecho, aún vivas, simplemente en una típica huida adolescente tras meterse en algún lío.
Pero no apostaba por ello.
Dos días después de mudarse, Kristi encontró un trabajo de camarera en una cafetería a tres manzanas del campus. No se iba a hacer rica con el salario mínimo y a base de propinas, pero dispondría de cierta flexibilidad con sus turnos, lo cual era exactamente lo que buscaba. Atender mesas no era un trabajo glamuroso, pero era infinitamente mejor que trabajar para Gulf Auto o la compañía Life Insurance, donde había desperdiciado demasiadas horas en los últimos años como para contarlas. Además, no había cejado en su sueño de escribir sobre auténticos crímenes. Pensaba que, con la historia adecuada, podría convertirse en la próxima Ann Rule. O una versión parecida, al menos.
El crepúsculo caía al cruzar el campus, con la mochila colgada de uno de sus hombros, mientras las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer sobre el suelo, en aquel día antes de la víspera de Año Nuevo. Una ráfaga de viento pasó entre los edificios sacudiendo las ramas de los robles y pinos antes de acariciar su nuca con un gélido beso. Se estremeció, sorprendida ante la caída de la temperatura. Estaba cansada debido a la mudanza, y sintió que le pesaban las piernas al doblar la esquina en el pabellón Cramer, donde había vivido su primer año de colegio hacía casi diez años. No había cambiado mucho; desde luego, no tanto como ella, pensó con nostalgia.
Su aliento se transformaba en vaho delante de ella, y por el rabillo del ojo le pareció detectar un movimiento, algo oscuro y ensombrecido, en el ancho seto que había junto a la biblioteca. Las farolas emitieron un brillo azulado, desprendiendo una luz acuosa y, a pesar de forzar la vista, no vio a nadie. Tan solo era su inquieta imaginación.
¿Pero era culpa suya? Entre su propia experiencia a manos de depredadores, las advertencias de su padre y los comentarios de su patrona, estaba condenada a sobresaltarse.
– Tranquilízate -se reprendió, acortando por la casa Wagner, un enorme edificio con ventanas de oscuros contraluces y filigranas de hierro negro. Esta noche, la vieja gran mansión presentaba un aspecto amenazador, incluso siniestro. ¿Y tú crees ser capaz de escribir sobre auténticos crímenes? ¿Por qué no ficción? ¿Tal vez terror? ¡O algo igualmente espeluznante con esa imaginación que tienes! ¡Por Dios, Kristi, tienes que dominarte!
Apresurándose mientras la lluvia empezaba a caer, pudo oír unas pisadas tras sus propios pasos. Lanzó una breve mirada sobre su hombro y no vio a nadie. Nada. Y las pisadas parecían haberse detenido. Como si quienquiera que la estuviese siguiendo no deseara ser descubierto. O estuviese imitando su propia vacilación.
Se le encogió el estómago y se acordó del espray de pimienta que llevaba en la mochila. Entre el espray y su propia destreza en defensa personal… ¡Por Dios bendito, no pierdas la calma!
Tras levantar un poco más su mochila, retomó la marcha, aguzando el oído mientras esperaba percibir el roce del cuero contra el cemento, el susurro de una respiración pesada al ser perseguida, pero todo lo que pudo oír fue el sonido del tráfico en las calles, el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto, el rugido de los motores, el repentino chirrido de unos frenos o del cambio de marchas. Nada siniestro. Nada malvado. Aun así, su corazón palpitaba con fuerza y, pese a su anterior reprimenda mental, abrió uno de los bolsillos de la mochila y buscó a tientas el espray. En pocos segundos estaba en sus manos.
Nuevamente miró por encima de su hombro.
Siguió sin ver nada.
Apretó el paso y acortó por el césped y a través de la verja más cercana a su apartamento. Nada más alcanzar la calle, su móvil empezó a sonar. Con un violento sobresalto, maldijo levemente en un suspiro mientras llevaba una mano al bolsillo de su abrigo. El nombre de su padre aparecía iluminado en la pantalla. Tras apretar el botón de descolgar y, por una vez, agradecida de que hubiese llamado, lo saludó.
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