Cuando terminó la clase, se vio de nuevo situada entre las dos chicas, pero no vio un motivo para interrumpir su conversación, y tampoco escuchó nada que mereciera la pena anotar.

Era como si el mundo entero estuviera conteniendo la respiración.

Ocurría lo mismo en el exterior. El aire no se movía. El cielo estaba lleno de nubes plomizas que no parecían moverse.

Se le erizó el vello de sus brazos y, aunque no ocurría nada aparentemente malo, en lo más profundo de su corazón, sabía que el mal acechaba en las sombras.


* * *

Era viernes, después de las cuatro, y Portia estaba algo alterada después de las ocho (¿o habían sido nueve?) tazas de café que se había tomado a lo largo del día. Tenía que dejar esa costumbre. Hoy había dejado de contar a partir de las seis tazas, aunque había cambiado al descafeinado al comienzo de la tarde. Todavía sentía los efectos al dejar su coche en el aparcamiento de la comisaría. Probablemente se debía más a la falta de sueño que a la cafeína. Había estado trabajando en turnos de doce horas, ocho de las correspondientes y cuatro de su tiempo libre. Cuando llegó a casa, caminó en la cinta corredora durante cuarenta y cinco minutos, tomó una insípida comida de microondas, baja en carbohidratos y alta en vitaminas, y luego vuelta a empezar, tomándose un solo descanso para beber una copa de vino mientras veía las noticias. Todo ello para deshacerse de los nueve kilos que había engordado desde que cumplió los treinta y dejó de fumar.

En ocasiones se preguntaba si había acertado con la decisión.

El resto de las tardes, se sumergía en su trabajo sin ni siquiera querer pensar en lo que ganaba por hora. Sería demasiado deprimente.

– Recuerda los beneficios -se recordaba una y otra vez mientras sudaba en la cinta corredora, subiendo el volumen de la música al aumentar el ritmo. Y luego estaba el simple hecho de que le encantaba su trabajo. Lo amaba. No había nada mejor. Incluso si eso significaba dormir sola la mayoría de las noches en su cama extragrande.

Tuvo que recordarse ese detalle la siguiente tarde, al cruzar las puertas de la comisaría y llegar a su escritorio. Se había pasado las últimas cuatro horas hablando con los testigos de un caso de violencia doméstica, y se sentía algo cabreada por el conflicto de testimonios. La mitad de la gente en la fiesta donde había tenido lugar el incidente insistía en que la mujer tuvo la culpa; ella había encrespado a su marido ligando con su hermano; luego encendió realmente las cosas al darle un puñetazo en sus partes. La otra mitad decía que el marido, que era un tipo celoso y posesivo, de quien se sabía que consumía esteroides, había exagerado su reacción: cogió su pistola y disparó a su mujer hasta matarla.

Exagerado… no jodas. ¿Cómo podía ser la gente tan estúpida?

Portia acababa de pasar por dos horas de papeleo, y luego iba a dar el día por finalizado. Los turnos estaban a punto de cambiar y había un montón de actividad en la oficina: teléfonos que sonaban, ordenadores que zumbaban, sospechosos esposados, que protestaban por su inocencia y por un mal trato recibido por los policías, sentados ante los escritorios.

Pasó junto a la mesa de una de las jóvenes secretarias. Una explosión de colorido en forma de claveles y rosas señalaba que alguien estaba pensando en ella. Portia se quitó el impermeable y lo colgó en una percha junto a su escritorio mientras el sonido de una carcajada surgió de algún lugar cercano al fax. Entonces, Portia se quedó mirando lo que parecía ser una montaña de informes para rellenar.

Demasiado para esta sociedad obsesionada con el reciclaje.

Llevó a cabo algunos de los archivos. Tras recordarse a sí misma que «no» le apetecía un cigarrillo, puso en orden el papeleo, así como un montón de sus correos electrónicos.

El teléfono sonó con fuerza. Portia descolgó el auricular, con los ojos todavía fijos en el monitor.

– Homicidios. Detective Laurent.

– Soy Jay McKnight, del laboratorio criminalista. Sonny Crawley me dio tu nombre. Creo que te pidió algo para mí.

– Sí, es verdad. Estaba deseando hablar contigo. -Su interés se desvió inmediatamente del papeleo y comenzó a teclear órdenes en el teclado-. Estaba pensando en darte un toque más tarde. Es que tenía algunos cabos sueltos por atar… aquí está. -Dio con el archivo correcto y lo abrió-. Veamos. Me ha llevado un poco de tiempo, pero tengo una lista de posibles furgonetas, todas de fabricación nacional y oscuras, con matrícula de Luisiana, cuyos dueños trabajan en el colegio. Te la puedo mandar si me dices tu dirección de correo electrónico.

– Genial. -Jay se la deletreó. Portia la verificó antes de enviarle la lista, a pesar de reconocer la url como perteneciente a la policía del estado.

– Esta noche voy para allá -añadió McKnight-. Podría pasar por la comisaría para intercambiar información.

– Buena idea. Puede que por entonces tenga más información sobre los antecedentes que pediste. Aún estoy trabajando en ello. -Abrió el archivo de Jay McKnight en su ordenador. Aunque nunca se habían conocido oficialmente, ella había visto su nombre y le había observado una vez en la escena del crimen. Hasta ahora, todo parecía normal.

– Llegaré un poco tarde. Trabajo hasta las siete. Para cuando llegue allí, serán cerca de las nueve. Mientras las cosas sigan en calma y no tenga que hacer horas extra.

– No importa, estaré aquí -le aseguró, agradecida de que alguien del departamento empezara a creer que tenían un problema en All Saints. Un gran problema.

– Hasta entonces.

Portia colgó y, no solo envió la lista de vehículos a McKnight, sino que imprimió otra copia para ella. Le sorprendía que hubiera tantos empleados que poseían una furgoneta oscura. Aparte de un jardinero y un guardia de seguridad, la parroquia tenía una Chevrolet del 98; una ayudante del profesorado llamada Lucretia Stevens tenía una vieja Ford Econoline que al parecer había pertenecido a alguien más de su familia; otra persona llamada Stevens, el marido de Natalie Croft, poseía una furgoneta verde oscuro que utilizaba en su negocio de construcción; y también el hermano de Dominic Grotto tenía una furgoneta oscura. Portia había ensanchado un poco el margen, solo porque sospechaba de aquel tipo. Le había interrogado dos veces. Le resultó demasiado amable. Su conversación con él había rozado el desdén, aunque se había mostrado preocupado, como si deseara ayudar.

Pero Grotto no era la única persona del campus que ella sospechaba que ocultaba algo. Todo el maldito departamento de Lengua estaba repleto de secretismos. Incluso la jefa del departamento, Natalie Croft, era una altiva y arrogante académica en quien Portia no confió ni por un segundo. Habían cambiado el programa para introducir asignaturas de moda y «molonas», como esa de los vampiros, una clase sobre la Historia del rock and roll, y otras del estilo para atraer estudiantes al All Saints. Luego estaban los descendientes de los Wagner. Podría rellenar todo un archivo solamente con ellos. Georgia Clovis era como un grano en el culo; se comportaba como si formara parte de la realeza. Y su hermano, Calvin Wagner, un bastardo rico a quien no le duraban los empleos, por lo que Portia sabía; desde luego, era un bicho raro. El tercer heredero, la pobre y frágil Napoli, estaba a tan solo un corto paso de una crisis nerviosa permanente.

Más allá de los Wagner, estaba el clero. El padre Anthony «Tony» Mediera, era un sacerdote enérgico con su visión de lo que debería ser el colegio; y el padre Mathias Glanzer, el atareado sacerdote a cargo del departamento de Teatro, parecía tener muchos secretos.

A Portia le encantaría oír lo que todos ellos necesitaran confesar.

También había otros, nuevas caras en el colegio. Ella buscaba antecedentes en todos ellos, no es que hubiese encontrado indicios de actividades ilegales. Pero claro, acababa de empezar y todo el mundo tenía algo que deseaba ocultar. Todo el mundo.

Además, ¿quién había dicho que los sospechosos se limitaban al profesorado del colegio? ¿Qué había de los demás estudiantes? ¿Y alguien que no estuviese matriculado, pero que utilizara el campus como su coto de caza personal?

Despacio, aún no tienes los cadáveres… tan solo un brazo con esmalte de uñas cuyo color, según el laboratorio, era casi tan popular como los cereales para el desayuno.

Volvió a mirar la lista de furgonetas oscuras y se preguntó si alguno de los vehículos podría estar relacionado con las chicas desaparecidas.

Estaba a punto de salir hacia el comedor para empleados en busca de una bebida baja en calorías cuando sonó su teléfono. Tras llevarse el auricular al oído, lo encajó entre la barbilla y el hombro.

– Homicidios, detective Laurent.

– Sí, soy Lacey, de Personas Desaparecidas. -La del pelo rojo fuego y la ropa ajustada. La que tenía carácter-. Esperaba poder pillarte.

– ¿De qué se trata? -inquirió Portia, pero sintió ese hormigueo, esa pequeña sensación que le anunciaba más malas noticias en el horizonte.

– Me imaginaba que te gustaría enterarte de esto. Tenemos otra persona desaparecida, de la Universidad All Saints. Estudiante. Ariel O'Toole. Su madre envió la denuncia desde Houston, que es donde viven; bueno, ella y el padre adoptivo. Están de camino. No ha tenido noticias de su hija en más de una semana y ninguna de sus amigas, o conocidas, la han visto. La hija no responde a sus llamadas y al parecer siempre lo hace -dijo Lacey con un tono de sarcasmo en su voz-. ¿Qué te parece?

– ¿Vas a enviar a un agente?

– Ya hemos mandado un coche patrulla. Pensé que te gustaría acompañarlo.

– Y tienes razón. Recogeré una copia del informe de camino. -Colgó el auricular. Otra más. Maldita sea, otra más.

Tras colocarse la pistolera, ajustó su arma, se echó el abrigo por encima y cogió su bolso. Se dirigía hacia el departamento de Personas Desaparecidas cuando se topó con Del Vernon. Le contó una versión abreviada de lo que estaba ocurriendo mientras él la acompañaba a su lado.

– Voy contigo -afirmó, apretando la mandíbula y con las pupilas dilatadas-. Odio admitirlo, Laurent, pero aquí hay algo más que chicas desapareciendo al azar -reconoció antes de enfundarse el arma y coger su gabardina.

– Me alegro de que finalmente te hayas dado cuenta, Vernon -le dijo ella, al tiempo que caminaban juntos hacia las puertas de la comisaría.


* * *

– Tenemos un cadáver flotante. -Montoya, café en mano, cruzó el umbral del despacho de Bentz algo después de las cuatro. Vestido con su chaqueta de cuero negro y con su diamante en una oreja, continuó-. Está río arriba.

Todavía en los límites de la ciudad. Mujer. Afroamericana. Lleva un tiempo en el agua. Acaban de pescarla.

Bentz levantó la vista de su montón de papeles y pudo ver que su compañero se guardaba algo. Dejó caer el bolígrafo.

– Y tenía un tatuaje, justo sobre sus nalgas. La palabra «Love» junto con flores y colibríes.

Bentz se enderezó en su asiento.

– Dionne Harmon -pronunció en voz alta, y aquel mal augurio que le había acompañado desde que tuvo noticia de las chicas desaparecidas del All Saints se convirtió en algo peor. Mucho peor.

– Es lo que parece. -Montoya apoyó uno de sus hombros contra el archivador de Bentz, uno que rescataron del huracán Katrina. Con una mano de pintura y ahora sin manchas de óxido, le servía como recordatorio constante de lo mal que podían ponerse las cosas-. Han enviado buceadores, para ver si la víctima estaba sola, o si tenía compañía.

– Mierda -murmuró Bentz, que ya estaba rodeando su escritorio. Descolgó su chaqueta del perchero-. Vámonos. Yo conduzco.

– No, yo… da igual, tú conduces. Y aún hay más.

– ¿Más?

– ¿No has oído lo del brazo que encontraron en el estómago de un caimán?

– ¿De qué coño estás hablando? -A Bentz se le revolvieron las tripas porque sabía lo que se le venía encima. El día caía en picado.

– Te lo contaré por el camino. -Montoya terminó su café y tiró el vaso de plástico en una papelera del despacho de Bentz. Sortearon los cubículos y escritorios, y Bentz vio un monitor de televisión por el rabillo del ojo, donde, con toda seguridad, el noticiario local mostraba las imágenes de una lancha de búsqueda y rescate por el Misisipi. Estaba oscureciendo, pero el equipo llevaba luces y cámaras.

– Hijo de puta -murmuró Bentz. Rebuscó en su bolsillo un paquete de chicles con sabor a fruta y le quitó el envoltorio a uno al bajar las escaleras y salir al exterior, hasta el aparcamiento, donde los moribundos rayos de un sol de invierno luchaban por atravesar las nubes. Unos pocos consiguieron reflejarse en una miríada de charcos esparcidos por el asfalto, pero la oscuridad llegaba con rapidez.