Sí, pensó, ascendiendo en silencio las escaleras que se desviaban de la entrada, él se ocuparía de todo. Como lo había hecho desde que era un niño. Elizabeth debería calmarse y confiar en él. ¿Es que no la había cuidado y protegido siempre? Aunque a menudo hubiera estado en las sombras, ¿acaso no había podido delegar en él?

Sí, pensó al llegar al balcón. Sí, sabía que cuatro cuerpos habían sido encontrados, y le dolía pensar que la policía incluso estaba examinando y cortando los cuerpos de aquellas a quienes había escogido tan cuidadosamente. Sí, se daba cuenta de que pronto las autoridades, con sus sofisticados equipos, sus preparados detectives, sus perros y su determinación acabarían por llegar hasta allí. No podían retrasarse mucho.

Tenían que marcharse.

Pero no hasta que hubiera atado unos pequeños cabos sueltos. No le llevaría mucho tiempo, pero aquellos que conocían la verdad, o la sospechaban, tendrían que perecer.

Sacrificarse a sí mismos, por poco que pudiera ser lo que conocieran.

Entonces, se deslizó entre los pliegues de la pesada cortina de terciopelo y esperó. La representación final de la obra moralista había acabado y el sacerdote regresaría pronto para rezar ante el altar antes de usar la puerta trasera para volver a su residencia privada, donde rezaría por el perdón, la absolución y la piedad.

Vlad sonrió en la oscuridad.

Piedad.

Mantuvo su mirada sobre la puerta. Tan pronto como Vlad estuvo seguro de que el padre Mathias no cambiaba su rutina, lo seguiría y se aseguraría de que la atormentada alma del sacerdote era liberada.

El padre Mathias no sufriría durante más tiempo.


* * *

Jay le silbó al perro, abrió la puerta de su camioneta y, una vez que Bruno hubo entrado, se colocó al volante. Se hubiera dado de cabezazos por ser tan estúpido y trató de no dejarse llevar por el pánico.

Al registrar la guantera encontró su Glock, y la introdujo en uno de los bolsillos de su chaqueta, todo ello pensando en Kristi; la hermosa, atlética, insolente y cabezota Kristi. ¿Cómo había dejado que le convenciera para dejarla sola en Baton Rouge?

Encendió el motor y puso el coche en marcha; puso el viejo Toyota marcha atrás, chirriando hasta llegar a la calle. Luego situó la camioneta en la dirección correcta, pisó el acelerador, salió del callejón sin salida hasta la calle principal y se dirigió a la autopista.

Se había retrasado en el laboratorio con el descubrimiento de los cuatro cuerpos, las chicas desaparecidas del All Saints. Las pruebas halladas en los cadáveres habían tardado en recogerse y procesarse. Y mientras trabajaba, había intentado llamar a Kristi una y otra vez, pero sin resultado.

¿Dónde demonios estaba?

Una vez más, marcó su número.

Una vez más, su llamada fue enviada al buzón de voz.

– ¡Joder! -Casi lanzó el teléfono al otro lado del asiento cuando, al poner un ojo en la carretera, esquivó a un camión con remolque. ¿Por qué no contestaba al maldito teléfono? ¿Se lo habría olvidado? ¿Se habría quedado sin batería? ¿O es que le habría ocurrido algo?

Contempló en su mente los cuerpos desangrados de las chicas en la morgue y rezó para que Kristi no se hubiera convertido en una víctima de aquel psicópata que estaba detrás de los asesinatos. ¿Por qué no había insistido en que acudiera a la policía cuando encontraron el maldito vial de sangre? ¿Qué clase de idiota era para permitirle quedarse sola en Baton Rouge, cuando ambos sospechaban que había un asesino en serie acechando a las estudiantes? ¡Y que alguien estaba grabando lo que ocurría en su apartamento!

¡Como si hubieras podido detenerla! Ni hablar. No a esa mujer terca como un mulo.

Pero no podía apartar la sensación de culpa. Debería haberse quedado con ella. Y ahora… oh, Dios, ahora…

– Hijo de puta -espetó, conduciendo como un loco, ignorando el límite de velocidad y pisando a fondo en cuanto veía un semáforo en ámbar. Bruno, imperturbable, miraba fijamente por la ventana mientras los faros de Jay iluminaban la noche.

Además, le había dejado tres mensajes a Rick Bentz, ninguno de los cuales tuvo respuesta, pero claro, el propio Bentz estaba con los ojos puestos en el caso, en la prensa y en el caos resultante. Por lo que Jay sabía, el departamento de policía de Nueva Orleans, así como el de Baton Rouge, habían realizado declaraciones oficiales ante la prensa y la opinión pública en las que citaban la existencia de un asesino en serie en las calles. La Universidad había sido alertada, así que con suerte, ya habría sido emitido un aviso a los estudiantes para que permanecieran en interiores o en grupos, y se había impuesto un toque de queda.

Jay había conseguido finalmente ponerse de nuevo en contacto con Portia Laurent, quien le había dado toda la información disponible por teléfono. El resultado era que Dominic Grotto tenía acceso a una furgoneta azul marino, una que le cogía prestada a su cuñado en ocasiones. Jay estaba convencido de que el profesor aficionado a los vampiros era su hombre; Portia Laurent se reservaba su opinión. Todavía estaba realizando comprobaciones de antecedentes y Grotto, hasta el momento, estaba limpio. También tenía otro par de pistas que se encontraba siguiendo, algo que la estaba inquietando, pero antes de que pudiera explicárselo, otra llamada la interrumpió y tuvo que colgar, diciéndole que lo llamaría más tarde. Hasta ahora, no lo había hecho.

Jay estaba llegando a Baton Rouge cuando sonó su teléfono móvil. Contestó antes del segundo aviso, agarrando el maldito cacharro como si fuera un salvavidas. Le rezó a Dios para que fuera Kristi la que estaba al otro lado de la línea, por que estuviera a salvo, porque sus peores miedos fueran infundados.

– McKnight -respondió.

– Soy Bentz. Tú me has llamado. -Era la voz de Rick Bentz. Seria. Dura. Rezumando furia; puede que fuera miedo.

– Sí. Estoy de camino a Baton Rouge, pero no he podido contactar con Kristi. Esperaba que usted lo hubiera hecho.

– No. -Aquella sola y condenada palabra retumbó en la cabeza de Jay y, hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo mucho que había deseado que Kristi se hubiera puesto en contacto con su padre-. Pensaba que podría estar contigo -prosiguió Bentz-. No contesta a su jodido teléfono y ahora mismo voy de camino hacia allí.

– Yo también. Debería llegar en unos cuarenta minutos.

– Bien. Sé que el departamento de policía de Baton Rouge está trabajando al límite, y han acudido al fbi. Están advirtiendo a la gente, la policía colabora con la prensa para extender el aviso. Me sorprende que hayas salido del laboratorio.

– Lo he arreglado. Oficialmente estoy en operaciones de campo. -Jay había pasado cuarenta horas en el laboratorio criminalista aquella semana, e Inez Santiago le había sustituido. Inez había insistido en que se marchara en cuanto llegó, y le había asegurado que Bonita Washington y los demás criminólogos de la plantilla podrían arreglárselas con cualquier cosa que se les presentara.

Jay no había necesitado que le insistieran más. No después de haber encontrado cadáveres desangrados, que mostraban marcas de mordiscos en el cuello cuyas medidas coincidían con las de la dentadura de un varón adulto; las heridas de pinchazos coincidían con unos incisivos muy afilados. Las marcas en los cuellos de las cuatro chicas eran idénticas y la esperanza consistía en que la policía pudiera relacionar las marcas en la piel de las víctimas con los dientes del asesino.

Era el trabajo de alguien que trataba desesperadamente de hacerles creer que existían criaturas de la noche chupadoras de sangre atacando a las chicas del All Saints.

La mano de Jay apretó el volante y frenó para evitar chocar contra una motocicleta que se había metido en su carril.

– Usted sabe que Kristi cursaba una asignatura de los vampiros en la sociedad o alguna mierda por el estilo. -Tras mirar hacia un lado y cambiar de carril, pisó el acelerador y adelantó a una berlina conducida por un anciano con sombrero.

– ¿Sí?

– Creo que alguien ha llevado todo este cuento de los vampiros a otro nivel. -Rápidamente, le explicó a Bentz que Lucretia le había hablado a Kristi sobre un culto en el campus, y como él y Kristi encontraron un vial de sangre en su apartamento, el antiguo hogar de Tara Atwater. Mientras Bentz escuchaba en silencio, Jay le contó su descubrimiento de la cámara de vídeo y la trampa que prepararon. Añadió que Kristi estaba convencida de que el padre Mathias, el sacerdote que representaba obras moralistas, estaba implicado de alguna forma en las desapariciones de las alumnas-. Kristi cree que la casa Wagner es el corazón del culto -concluyó Jay.

– Alguien podría habérmelo contado -sentenció Bentz amargamente.

Jay no respondió. Dejó que el padre de Kristi lo interpretase a su manera.

– ¿Y la dejaste allí? -atacó Bentz con calma.

– Fue un error.

– Desde luego que lo fue.

Jay lo dejó pasar. La señal de salida hacia Baton Rouge se interpuso en la luz de sus faros justo cuando las primeras gotas de lluvia caían sobre su parabrisas. Aceleró hacia el carril y decidió que ya había sido el centro de la ira de Bentz durante el tiempo suficiente.

– ¿Y dónde se encuentra usted?

– A media hora de Baton Rouge. Con Montoya.

– Bien. Yo acabo de llegar. Voy directamente hacia el apartamento de Kristi. Le llamaré en cuanto llegue.

Sobrepasando el límite de velocidad, Jay atravesó la ciudad, pasando por barrios que le resultaban familiares desde el principio del año. Pero todo el tiempo que iba conduciendo de memoria, veía las imágenes de los cadáveres desangrados, rescatados del Misisipi.

Su esperanza consistía en que el asesino las hubiera mantenido vivas durante un largo periodo de tiempo antes de quitarles sus vidas. El retraso en su descomposición sugería esa posibilidad.

A no ser que las hayan congelado.

No podía olvidar la afirmación de Bonita Washington sobre las quemaduras por congelación en el brazo cortado, el cual resultaba pertenecer a Rylee Ames, la última víctima.

A no ser que Ariel fuese la última víctima.

A no ser que fuese Kristi…

Tomó un atajo hacia el campus. La lluvia caía ahora con fuerza, en trombas intermitentes. Había furgonetas de noticias y coches de policía aparcados alrededor de las puertas de los terrenos del All Saints, donde, al parecer, se encontraban todos los agentes de las fuerzas de seguridad del campus. Había muy pocos estudiantes, pero los equipos de noticias y los reporteros ataviados con impermeables estaban preparados con sus micrófonos. Todo era un maldito circo.

El campus del All Saints no era oficialmente la escena del crimen, al menos por ahora, pero la presencia policial y de los equipos de noticias anunciaban al mundo que había un asesino suelto, uno que consideraba la Universidad privada como coto de caza personal.

– No por mucho tiempo, gilipollas -murmuró Jay mientras conducía hacia la vieja casa donde vivía Kristi, y sintió un momento de alivio al ver su Honda aparcado en su lugar habitual. Tal vez estuviera en casa. Tal vez había perdido su teléfono móvil. Tal vez… ¡Oh, Dios, por favor! Abrió la puerta de su camioneta incluso antes de que se detuviera-. Quieto -le ordenó a Bruno, y luego subió corriendo las escaleras, saltando escalones de dos en dos, con la llave preparada en su mano. En un instante se encontraba en la tercera planta, abriendo la puerta y empujándola de golpe.

– ¡Kris! -chilló, adentrándose en el interior.

Estaba oscuro y en silencio; había un olor a cera vieja en el aire, la ventana sobre el fregadero estaba abierta de par en par, una leve brisa agitaba las cortinas.

Se le encogió el estómago y alcanzó su arma.

– ¡Suéltala! ¡Al suelo! -ordenó una voz femenina. Mai Kwan salió de entre las sombras, directamente en su camino; la pistola en sus manos le apuntaba directamente al corazón.


* * *

– ¿Vampiros? -Montoya, sentado en el asiento del copiloto, se quedó mirando a Bentz como si el veterano detective hubiera perdido la cabeza. El Crown Victoria, con las luces y la sirena encendidas, volaba por la autopista hacia Baton Rouge-. ¿Lo dices en serio? ¿Vampiros? ¿Como esas criaturas chupadoras de sangre que se transforman en murciélagos y duermen en ataúdes y tienes que matarlos con balas de plata o con una estaca en el corazón y toda esa mierda?

– Eso es lo que ha dicho. -Bentz escudriñaba en la noche y conducía como si le persiguieran mil demonios. La lluvia era espesa; los limpiaparabrisas la apartaban a los lados y la emisora de la policía emitía un sonido de chisporroteo. Los relámpagos partían en dos la noche en la lejanía.

– ¿Tú te lo crees?