– Han llegado -dijo Jay al auricular; su cabeza seguía revolucionada-. ¡Gracias! -Se apoyó sobre una rodilla mientras unas fuertes pisadas retumbaban a través del pasillo.
– ¡Aquí atrás! -gritó Mai.
– ¿Dónde está ella? -inquirió Jay, inclinándose sobre Grotto, con su cara a tan solo unos centímetros de la del hombre herido-. ¿Dónde está Kristi?
– Con… Preston.
– ¿Dónde? -insistió Jay.
– Los túneles… -Grotto resollaba, su voz se estaba apagando.
– Apártese. Retroceda. -Un enfermero se abrió paso hasta él, tratando de salvar la vida de aquel bastardo-. ¡Llévense a esta gente fuera de aquí!
Lleno de frustración, Jay se apartó del herido; su miedo por Kristi era más agudo que nunca. Salió al pasillo, justo para toparse con Rick Bentz.
– ¿Dónde demonios está Kristi? -inquirió Bentz.
– Con Preston.
– ¿Quién es?
– El doctor Charles Preston. Un profesor del colegio, del departamento de Lengua -le explicó Jay-. Grotto dice que Preston la tiene en su poder, puede que en algún lugar de la casa Wagner. Yo diría que en el sótano, el cual siempre está cerrado. Lleva hasta unos viejos túneles, al menos eso es lo que dice Grotto. Kristi estaba convencida de que allí tenían lugar alguna especie de extraños rituales vampíricos.
Mai Kwan se unió a ellos.
– Esos túneles llevan más de un siglo sellados. Lo sé. Lo he comprobado. Ya hemos mirado en la casa Wagner.
– ¿Quién coño es usted? -le preguntó Bentz, listo para entablar una pelea. -Mai Kwan, fbi. ¿Y usted?
Jay no estaba interesado en formalidades. Mientras Bentz, Montoya y Kwan discutían la jurisdicción, los niveles de autoridad y el jodido protocolo, él salió al aire de la noche.
Si corría y acortaba por el campus, podría llegar a la casa Wagner en menos de cinco minutos.
Portia Laurent se había pasado todo el día recopilando información del colegio en lo que se refería a sus empleados. Había encontrado a varios que poseían furgonetas oscuras y, por supuesto, había pensado inmediatamente en el doctor Grotto, el mismísimo profesor vampiro, como el principal sospechoso. Pero es que no tenía ningún sentido. ¿Por qué sería tan descarado? Nunca la había tratado como a una idiota. Era egocéntrico sí, desde luego, pero no un cretino.
Así que había investigado aún más, sin encontrar nada, esperando un nuevo indicio de prueba que no se había materializado. Portia había localizado llamadas y correos electrónicos, buscado en Internet junto con los registros criminales y cuentas bancarias, el departamento de Vehículos Motorizados, cualquier cosa que se le hubiera ocurrido.
– Strike trescientos tres; eliminada -se dijo antes de llamar a Jay McKnight. No contestaba-. La historia de mi vida. Luego levantó la vista y vio un correo electrónico que había sido escrito con anterioridad pero que, probablemente a causa de todos aquellos filtros de correo basura, había tardado horas en llegarle.
Leyó el maldito mensaje tres veces antes de darse cuenta de lo que decía. Era de una Universidad privada en California y simplemente decía:
Debe haber cometido usted un error; la persona por la que pregunta ha fallecido. Lamentamos informarle de que el doctor Charles Preston falleció el 15 de diciembre de 1994.
Portia lo comprobó inmediatamente en Internet, dando con el obituario que confirmaba la historia. Preston había muerto en un accidente de surf. La fotografía era clara; no había forma de que ese fuera el mismo hombre que enseñaba Redacción en All Saints.
De camino a su coche, llamó a Del Vernon y le dejó un mensaje. No tenía pensado esperarlo. Ella y Charles Preston, o quienquiera que fuese, iban a tener un encuentro.
La puerta que daba a la prisión de Kristi se abrió silenciosamente. Ella no se movió. Su corazón latía con fuerza bajo sus costillas y tuvo que forzar sus músculos para ralentizarlo. Sus ojos seguían cerrados, excepto por las más finas ranuras que se podía permitir, un vistazo de sus alrededores.
Hasta que la luz de una linterna le apuntó a la cara.
– ¡Oye! -La voz de un hombre resonó a través de la cámara-. ¡Despierta!
¿El doctor Preston?
¿El profesor de Redacción con pinta de surfista? ¿No era Grotto?
Todavía le dolía la cabeza, pero su mente estaba empezando a despejarse. Sabía que sus brazos y piernas funcionaban, pero no por completo. Jamás sería capaz de imponerse a su captor. ¿Pero el doctor Preston?
– ¡Kristi! ¡Despierta! -le gritó al aproximarse. Se puso de rodillas, la agarró por ambos brazos y la sacudió un poco-. Despierta. Vamos.
Kristi dejó colgando su cabeza hacia delante, luego hacia atrás cuando la sacudió. Aunque deseaba romperle los dientes de una patada, sabía que tendría que esperar hasta el momento preciso, cuando sus facultades estuvieran agudizadas, cuando su cuerpo obedeciera a su mente.
Pero ¿y si entonces ya es demasiado tarde? ¿Y si te mata él primero?¿Te vas a rendir sin pelear?
Pensó en intentar imponerse a él y sabía que debía esperar. Tenía que hacerlo, si deseaba escapar.
– Estúpida zorra -murmuró y la dejó sobre el suelo. Cerró la puerta una vez más y giró la llave.
¡Has perdido tu única oportunidad! ¡Deberías haber luchado, haber intentado escapar!
No… sabía que no habría funcionado. Temblando en su interior, respiró hondo varias veces seguidas para calmarse. Tenía que ser más lista que ese hijo de puta.
Recordaba muy poco de las horas anteriores. Tenía confusos recuerdos de estar desnuda sobre un escenario o algo así, y el doctor Grotto mordiendo su cuello, pero, después de eso, se había desmayado a causa del miedo, de las drogas que le habían dado, y de cualquier otra cosa; no recordaba nada.
Probó sus piernas una vez más. Se tambaleaban, atadas como estaban, pero podía mover las manos, y si pudiera, de alguna manera, desatar las cuerdas… no, no eran cuerdas ni cadenas, sino cinta, una gruesa cinta adhesiva que le mantenía juntos los tobillos.
Se sentó sobre el suelo y deseó, por primera vez en su vida, tener unas uñas afiladas. Pero sus dedos eran casi inútiles cuando trató en vano de romper la cinta sintética.
Pensó en Jay. ¿Por qué no le había dicho que lo amaba? Ahora existía la posibilidad, una gran posibilidad, de que jamás volviera a verlo, y él nunca sabría de sus sentimientos, de cómo se había enamorado de él.
Ahora tienes cosas más importantes en las que pensar.
Trató de desgarrar la cinta una vez más, pero sin resultado. Aunque ahora su cuerpo estaba respondiendo; podía darle órdenes y sus músculos hacían lo que les decía.
Levantó las piernas hacia arriba, llevando sus tobillos todo lo cerca del torso que le fue posible, después se inclinó hacia delante. Era muy flexible debido a años de atletismo. El taekwondo y la natación la habían ayudado. Tensó la espalda y puso su boca sobre la cinta que había entre sus tobillos. Luego mordisqueó con fuerza y echó su cabeza hacia atrás. Sus dientes resbalaban sobre la cinta. No lograba engancharlos.
¡Maldición!
Volvió a intentarlo.
Falló.
Una vez más concentrándose con fuerza. Tensando los músculos. Sudando. Tenía que liberarse antes de que volviera. De conseguirlo, si era capaz de ponerse en pie, le cogería desprevenido y le barrería los pies del suelo.
¡Hazlo Kristi, tan solo hazlo!
Mordió con fuerza. Retiró su cabeza hacia atrás con rapidez. Aquella vez su diente arañó el plástico, se enganchó y fue capaz de hacer una ligera rasgadura. Agarró los dos diminutos bordes con sus dedos, que no tardaron en resbalar de la cinta. ¡Maldición! Estaba empapada en sudor, su corazón latía con fuerza y se le acababa el tiempo.
Volvió a agarrar los bordes de la cinta y tiró de ellos.
¡Rrrrrrrrip!
¡Lo había conseguido!
Se levantó sobre sus pies desnudos justo al oír el sonido de unas pisadas en la sala al otro lado.
Vamos, cabronazo, pensó, todavía ligeramente inestable. Juntó sus manos con fuerza con la intención de usarlas como una porra en cuanto hubiera tirado al suelo a ese bastardo. Vamos, vamos. Estaba muy excitada. Lista. Cada músculo de su cuerpo se tensó cuando oyó las llaves tintinear al otro lado de la puerta. En cuanto se abrió la puerta, ella lo rodeó y lo golpeó con los pies desnudos en sus espinillas.
Aulló de sorpresa, pero no cayó al suelo. Kristi no se molestó en golpearlo, tan solo salió por la puerta abierta y la cerró a su espalda.
Colocó los cerrojos en su sitio.
Respirando con fuerza, sintió prisa. ¡Las tornas habían cambiado! ¿Pero por cuánto tiempo? Partió hacia una oscurecida sala sin mirar hacia atrás. Solo disponía de unos segundos.
Él aún tenía las llaves.
Jay subió corriendo los escalones traseros de la casa Wagner y comprobó la puerta. Cerrada.
Sin problema. Pateó la ventana más cercana y se coló a través de ella justo al oír otras pisadas que se aproximaban al porche: Bentz, Montoya y Kwan. Jay encontró la puerta que daba al sótano y probó a abrirla.
Otro maldito cerrojo.
Esta vez, pateó los paneles, pero la puerta no se movió. Maldijo. Miró alrededor de la cocina y encontró un taburete metálico. Estaba a punto de estrellarlo contra el tirador cuando Mai Kwan entró por la ventana que acababa de romper. Mai se puso en pie y le grito: «¡Échate a un lado!». Su arma ya estaba fuera de la funda. Disparó a la manivela de la puerta, haciendo saltar la cerradura y algunos trozos de madera mientras Bentz también atravesaba la ventana rota. Montoya iba pegado a sus talones.
Jay no esperó. Tras encender una linterna de bolsillo, se apresuró escaleras abajo, casi esperando que hubiera un francotirador esperando para abatirlo. Pero con Mai un metro por detrás, llegó ileso.
Bentz encendió las luces y todo se iluminó para alivio de todos.
La enorme estancia estaba llena de cajas, muebles viejos, contenedores llenos de baratijas e incluso fotografías. Un mastodóntico horno con conductos que ascendían como brazos metálicos ocupaba uno de los rincones; una carbonera vacía ocupaba otro; había una caja de fusibles con los cables cortados junto a un panel eléctrico más moderno.
– Comprobad las paredes -ordenó Mai-. Buscad otra salida.
Allí había varias puertas, todas tapadas con tablas, polvorientas y obviamente sin usar. Ninguna se abriría. Mai sacudió su cabeza con frustración.
– Os dije que ya habíamos buscado aquí abajo.
– Tiene que haber un camino. -El aire muerto del sótano penetraba sus fosas nasales; Jay se pasó una mano por el cabello y se quedó mirando las puertas. Trató de abrirlas una por una, más despacio y con mayor atención, pero ninguna de ellas se movía. Bentz empujaba cajas y cajones y Montoya observaba el perímetro de la habitación.
¿Se habría equivocado Kristi?
Jay miró su reloj, sentía que el tiempo se agotaba. Mantuvo sus esperanzas de que la encontraría allí, pero ¿ahora qué?
– Tenemos que hablar con el padre Mathias. Kristi parecía creer que sabía algo.
Mai asintió.
– Vive justo detrás de la capilla. Iré yo. -Ya se encontraba subiendo las escaleras.
– Yo la cubriré. -Montoya fue detrás de Mai.
Jay y Rick Bentz se miraron el uno al otro a través del polvoriento y ruinoso sótano.
– Si Kristi dijo que algo estaba pasando aquí abajo, es que es verdad -dijo Bentz. Entrecerró los ojos al ver los marcos de las ventanas situados en alto, junto a las vigas, donde se podían ver telarañas y clavos viejos.
También Jay examinaba el perímetro del edificio, buscando algo que se les hubiera pasado, algo justo bajo sus narices. Inspeccionó los muebles y comenzó a sudar al pasar los minutos. Nada parecía estar fuera de sitio. Bentz apartó una pila de cajones para examinar el suelo mientras Jay se acercaba al panel eléctrico. En su interior, todos los interruptores estaban colocados en la posición de «encendido». Probó unos cuantos. No ocurrió nada, salvo que el sótano se quedó a oscuras durante un instante.
– ¡Oye! -exclamó Bentz.
Jay accionó el interruptor. No había nada. Y la vieja caja de fusibles no estaba conectada, con sus cables visiblemente cortados. De todas formas, abrió la puerta de metal y se quedó mirando el panel de viejos fusibles, algo perteneciente a una época anterior que aún seguía allí. Tiró del primero y no ocurrió nada. Era una pérdida de tiempo. Y entonces se dio cuenta de que un diminuto cable, uno más moderno, salía del dorso de la caja.
Sintió un pequeño brillo de esperanza justo al oír más pisadas sobre sus cabezas. Sin duda eran más policías, atraídos por los disparos.
– ¡Oigan! -gritó una potente voz mientras una multitud de pies correteaba por la casa Wagner-. ¿Qué coño está pasando aquí?
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