Recogió su bolso y marcó el número de Hiram. Al igual que las tres anteriores llamadas, fue enviada directamente al buzón de voz.

– Estupendo -murmuró Kristi, agarrando su bolso. No pensaba esperar al cerebrito. ¿Sería muy difícil instalar un maldito cerrojo? Acudiría a una ferretería, compraría el material necesario y lo montaría por su cuenta. Pensó que descontaría los gastos del alquiler del próximo mes y que Hiram se lo explicase a su abuelita él mismo.

Tras cerrar con llave la puerta, se dirigió a su coche. Nadie la seguía. No había ninguna oscura silueta al acecho en las sombras. Ni tampoco siniestros ojos que espiasen todos sus movimientos. Al menos, nadie que ella pudiera distinguir en la espesa, brillante y húmeda masa de arbustos que rodeaba el agrietado aparcamiento. Subió al Honda sin incidentes y, tras encender los faros y los limpiaparabrisas, permaneció mirando a través del cristal, de nuevo sin ver nada fuera de lo normal. Puede que Mai tan solo estuviera bromeando, tomándole el pelo.

¿Por qué? Tarde o temprano lo descubriría. No, Mai Kwan le estaba contando la verdad, tal como ella la sabía.

– Maravilloso -protestó Kristi para sí misma mientras daba marcha atrás, entonces puso el coche en dirección al camino de entrada. No había nadie salvo un hombre que paseaba a su perro cerca de una farola, y un ciclista pedaleando lo bastante rápido como para mantener continua la luz de su faro. Allí no había criminales esperándola. Ni tampoco perturbados psicópatas escondiéndose entre los coches aparcados en la calle. Todo estaba tranquilo. Todo era normal.

Pero, mientras conducía hasta la calle, no pudo apartar de su cabeza la sensación de que algo estaba a punto de torcerse.


* * *

De modo que había regresado.

Igual que un salmón que nada desde el mar hasta un arroyo para procrear. Kristi Bentz era de nuevo estudiante en All Saints.

En cierto sentido, era perfecto, pensó él desde la azotea. A través de la espesura de ramas cercanas al grueso muro de piedra del campus, enfocó sus prismáticos hacia el ático que ella había alquilado.

Donde una de las otras había vivido una vez.

¿Era una señal del Todopoderoso?

¿O acaso del Príncipe de las Tinieblas?

Sonrió mientras la observaba comprobar los pestillos de las ventanas y charlaba con la chica asiática; luego descendió los escalones exteriores hasta aquel patético cochecito que había aparcado bajo una lámpara de seguridad en el hueco más cercano. Por supuesto, la perdió de vista, en cuanto bajó las escaleras y se metió detrás del muro, pero sabía lo que ella estaba haciendo.

El sonido del motor del Honda al ponerse en marcha era apenas audible por encima de la lluvia y del zumbido del tráfico en las calles laterales, pero podía oírlo. Estaba sintonizado a él. Porque era ella, la hija pródiga. Qué perfección.

Se le secó la garganta nada más pensar en ella: pelo largo y oscuro con mechas rojizas, nariz coqueta, inteligentes ojos verdes y amplia boca… ¡Oh, lo que podría hacer con esos labios! Los imaginó bajando por su cuerpo mientras dejaba que su lengua cruzara a través de su plano abdomen, su aliento, cálido y ansioso mientras ella le desabrochaba los vaqueros.

Su entrepierna se endureció y su verga se puso dura, y tuvo un instante de arrepentimiento. Se vio obligado a detenerse, al menos por el momento. Había otra…

Se deslizó a través de la oscuridad, hacia el interior de la estructura fortificada en el interior de los muros del campus. Sin encender ninguna de las luces, se abrió camino hasta el hueco de la escalera y descendió los escalones, tan silencioso como un gato. Su don era su visión, una mirada que podía penetrar en la oscuridad cuando otras no podían. Había nacido con esa habilidad, e incluso en las espesas noches de Luisiana, cuando la niebla baja se aferraba a los cipreses y reptaba sobre el agua del arroyo, él podía ver. Gracias a ello, podía ver la presa sin necesidad de usar gafas de visión nocturna o bengalas.

Su habilidad le había servido de mucho, pensó mientras se desplazaba silenciosamente al exterior, y tomó una profunda bocanada del fresco aroma de la lluvia… y algo más. Se imaginó que olía el salado perfume de la piel de Kristi Bentz, pero sabía que el aroma no era más que una ilusión.

La primera de muchas, pensó, al correr silenciosa y cómodamente en la noche. Su cuerpo estaba en perfecta forma. Óptimo. Preparado.

Para el último sacrificio.

No se dejaría atrapar tan fácilmente.

Pero sería atrapada.

Y, al principio, voluntariamente.

Tan solo tenía que plantar las semillas que picasen su curiosidad. Y entonces no sería capaz de detenerse.

Capítulo 3

– … Soy Hiram Calloway -pronunció una voz aguda y débil sobre las interferencias de una mala cobertura telefónica-. Recibí tu mensaje acerca de las cerraduras. He pensado pasar por tu apartamento y ver si puedo arreglarlas.

– Demasiado tarde -respondió Kristi, irritada. Precisamente hoy, a las dos de la tarde en Nochevieja, había decidido devolverle sus llamadas-. Ya he instalado unas nuevas y he puesto nuevos pestillos en las ventanas. No podía esperar más. Te enviaré la factura.

– ¿Qué? -chilló; su voz nasal subió un tono-. No puedes…

– Puedo y lo he hecho.

– Ese tipo de cosas tienen que ser aprobadas. Está… está en el contrato, en el párrafo siete…

– Para tu información, el apartamento no era seguro y creo que en el contrato también dice algo sobre eso. Compruébalo. Y no sé cuál es el párrafo, pero ya me he encargado del problema.

– Pero…

– Tengo que volver al trabajo -atajó antes de cerrar su teléfono móvil. Deslizó el aparato en el bolsillo de su delantal y pasó junto a dos cocineros que holgazaneaban bajo el saliente del porche trasero, donde estaban fumando con sus grasientos uniformes puestos. La puerta se cerró de golpe detrás de ella cuando se abrió paso a través de un laberinto de pasillos en el bungaló de los años treinta que años atrás había sido convertido en restaurante. La historia del edificio había sido escrita en el periódico local hacía diez años, y amarilleaba en el marco que colgaba entre los lavabos, señalados como «Caballeros» y «Damas». Como si alguno de los clientes tuviera la sangre azul. Mientras se reajustaba el delantal, Kristi atravesó las puertas de vaivén que llevaban desde la cocina hasta la zona de las mesas y dejó de pensar en Hiram. Al menos finalmente le había devuelto la llamada. Kristi había empezado a pensar que aquel nieto casero no era sino un producto de la imaginación de Irene.

Hasta ahora, había sido una mañana y comienzo de una tarde ajetreada, pero las cosas se estaban calmando, gracias a Dios. Le dolían los pies, notaba su ropa mugrienta de la grasa y el humo que había en el aire y se le pegaba al pelo. Después de unas cuantas horas de frenético trabajo en su sección, se preguntó por qué no habría seguido el consejo de su padre, tratando de conseguir un trabajo de oficina en otra compañía de seguros. Después de todo, no es que se estuviera haciendo rica a base de propinas. Sin embargo, tan solo el recuerdo de las horas al teléfono atendiendo las quejas de los clientes de Gulf Auto y Life le había refrescado su objetivo y su sueño de escribir novelas policíacas.

Le rugieron las tripas, recordándole que no había comido nada desde aquella apresurada magdalena por la mañana temprano. Al acabar su turno, pensó que se permitiría un batido Mercucio y un trozo de pastel de lima Rey Lear.

Feliz Año Nuevo, pensó sarcásticamente mientras asía una cafetera y rellenaba las tazas medio vacías en las mesas de su sección.

Entró al local un grupo de mujeres, que se apretujaron en los ajados bancos de una esquina.

Atrapando a su paso cuatro menús plastificados, Kristi se acercó a ellas. Las mujeres apenas notaron su presencia, debido a que estaban ensimismadas en su conversación, y una de las voces le sonaba familiar. Kristi no podía creerlo, pero mientras contemplaba la parte de atrás de una cabellera rizada se dio cuenta de que estaba a punto de servir a Lucretia Stevens, su primera compañera de cuarto de cuando aún era estudiante y vivía en la residencia del pabellón Cramer. En su interior, Kristi sintió vergüenza. Lucretia y ella nunca se habían llevado bien, y eran tan diferentes como el día y la noche. En aquellos días, Kristi había sido una chica marchosa, y Lucretia una cerebrito que, cuando no estaba estudiando, se pasaba horas hojeando revistas de bodas y comiendo Cheetos. No había tenido ninguna vida social y siempre evitaba hablar de su novio, quien se había marchado a otro colegio. Kristi jamás había visto al tipo, y a veces se preguntaba si tan solo existiría en la mente de Lucretia.

De lo que siembras, cosecharás, pensó mientras colocaba los menús delante de las mujeres y les preguntaba lo que querían beber.

– ¿Kristi? -preguntó Lucretia, antes de que ninguna respondiese.

– Hola, Lucretia. -Dios, aquello iba a ser incómodo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -Los ojos de Lucretia estaban muy abiertos, probablemente debido a las lentillas que, cuando las había llevado en lugar de las gafas, siempre la hacían parecer un búho.

– Intentando anotar vuestro pedido -respondió Kristi, ofreciendo una sonrisa.

– Oídme todas, esta es Kristi Bentz, mi antigua compañera de habitación cuando era una novata; oh, Dios mío, hace un quintillón de años. -Se rió antes de dirigirse a una mujer de unos veinticinco años, con gafas de montura estrecha y el pelo marrón oscuro que le llegaba a los hombros-. Kristi, esta es Ariel.

– Hola -saludó Kristi, apoyándose sobre el otro pie.

– ¡Oh!, hola. -Ariel asintió, entonces miró hacia la puerta, como si estuviera buscando a alguien; al menos a alguien más interesante que Kristi.

– Y esta es Grace. -Lucretia señaló a su delgada amiga, quien llevaba puesta una ortodoncia y tenía el pelo rojizo y de punta. Aquella mujer no podía llegar a los cuarenta y cinco kilos-. Y esta es Trudie. -La última chica, sentada junto a Lucretia en el banco, era robusta, tenía el pelo grueso y negro recogido en una larga cola, una piel suavemente aceitunada y unos dientes algo separados. Las tres lucieron una sonrisa cuando Lucretia espetó, como si estuviera sorprendida-: Vaya, Kristi, estás genial.

– Gracias.

– ¿Bentz? -repitió Trudie-. Espera un segundo. ¿No he leído sobre ti? Ya empezamos, pensó Kristi.

– Probablemente sobre mi padre. Él es quien habla con la prensa.

– Espera un momento. Es un poli, ¿no? -inquirió Ariel, girando la cabeza para mirar a Kristi. Parecía repentinamente interesada-. ¿No resolvió aquel caso en Nuestra Señora de las Virtudes hace un año o más? -Se estremeció-. Aquello sí que fue extraño.

Amen, pensó Kristi, impaciente por acabar una conversación tan personal acerca de algo que preferiría olvidar.

– ¿No te viste envuelta? -Ahora Lucretia se mostraba seria-. Quiero decir que… leí algo sobre que te habían herido. -Su entrecejo se arrugó mientras pensaba-. La forma en que lo describía el artículo era como si casi te hubiesen asesinado. -Asentía; y los oscuros rizos de su pelo brillaban bajo la luz de las lámparas-. Igual que la otra vez.

Kristi no quería que le recordasen sus huidas in extremis de las manos de locos pervertidos. Ya eran dos las ocasiones en las que había estado a punto de ser asesinada por un psicópata, y los fragmentos del recuerdo de aquellos incidentes bastaban para helarle la sangre. Tenía que desviar la conversación, y rápido.

– Eso fue hace tiempo. Ya lo he superado. En fin, el especial de hoy son las alubias pintas con arroz, es decir, el revuelto de Hamlet.

Pero Lucretia no estaba dispuesta a cambiar de tercio. Tenía la atención de todas las mujeres de su mesa y de las circundantes, y no iba a dejarla escapar.

– Creo haber leído u oído que moriste y volviste a la vida o algo así.

– O algo así -respondió Kristi, a la vez que las mujeres de la mesa, las amigas de Lucretia que tan animadas se habían mostrado hacía tan solo unos minutos, se quedaron calladas. El son de una vieja canción de Elvis fluyó sobre el tintineo de la cubertería, el rumor de la conversación y el siseo de la vieja estufa, que se esforzaba en mantener caldeada la cafetería. Kristi se encogió de hombros, relegando la historia de su pasado a un estatus de «¿a quién le importa?»

– Kristi está acostumbrada -afirmó Lucretia-. Vive al límite.

– ¿Qué se siente al tener un padre famoso? -preguntó Ariel. Con el bolígrafo apoyado sobre su libreta de pedidos, Kristi ignoró el nudo en su garganta.

– Casi famoso. No es como si fuera Brad Pitt o Tom Cruise, o incluso…