– No estamos hablando de estrellas de cine -la interrumpió Lucretia-. Solo celebridades locales.
– ¿Celebridades locales como Truman Capote o Louis Armstrong? -inquirió Kristi.
– Están muertos -adujo Trudie.
– Mi padre no es más que un poli.
Lucretia se la quedó mirando como si acabara de decir que era un adorador del diablo.
– Eso ya es mucho.
Kristi mantuvo la paciencia con sumo esfuerzo. Eso no era lo que había querido decir, pero Lucretia siempre había tenido una habilidad para tergiversarlo todo a su alrededor. Quizá porque sus padres divorciados apenas habían pasado tiempo con ella; estaban demasiado ocupados con sus propios problemas. O quizá se trataba de algo completamente distinto. Fuera lo que fuese, era irritante y siempre lo había sido.
– Tienes razón -accedió Kristi-. Es genial, pero él sería el primero en decirte que no hacía más que su trabajo.
– ¿No es un encanto? -dijo Trudie.
Ya era hora de acabar con aquello.
– Bueno, ¿queréis algo de beber? -insistió Kristi-. ¿Café? Afortunadamente, Lucretia y su panda cogieron sus menús y recitaron sus pedidos.
– Dos tés con hielo, una Coca-Cola Light y un café. Marchando -cantó Kristi, agradecida por regresar a la cocina. ¿Quién habría pensado que Lucretia se acordaría de ella o de su padre? Kristi y Lucretia no habían hablado en años; de hecho, mientras vivieron juntas apenas hablaban. Por entonces no tenían nada en común. Kristi ponía en duda que eso hubiera cambiado con los años.
– ¿Viejas amigas? -curioseó Ezma, una camarera con la piel color moca y unos dientes increíblemente blancos, mientras rellenaba unos vasos de plástico con granizado procedente de un ruidoso aparato situado junto a la máquina de refrescos. De apenas metro y medio de altura y unos cuarenta y cinco kilos, Ezma era estudiante a tiempo parcial y camarera a jornada completa, esposa, y madre de una pequeña de dos años.
– Supongo. -Kristi cogió tres de los vasos y rellenó dos de ellos con la jarra del té helado; luego pulsó un botón de la máquina de refrescos y llenó el último vaso con cola light, pero dejó pulsado el botón demasiado tiempo. El refresco burbujeó por encima del borde. Con la ayuda de un trapo de un colgador cercano, limpió la cola derramada y terminó de llenar el vaso.
– Una de ellas -le dijo señalando con la barbilla hacia la mesa donde Lucretia parecía estar impartiendo cátedra-, era mi compañera de habitación cuando me matriculé en All Saints por primera vez, justo antes de empezar el nuevo milenio.
– Déjame adivinar. Lucretia Stevens -dijo Ezma, echando un vistazo hacia la mesa.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Supongo que porque soy omnisciente.
– Sí, claro. -Kristi sonrió levemente.
– Además -continuó levantando sus delgados hombros-, suelo espiar.
– Eso tiene más sentido.
Ezma rió mientras manipulaba la palanca de la máquina de agua y rellenaba los vasos restantes.
– En realidad, la tuve en una de mis clases, creo que fue en la de Literatura de Ficción.
– ¿Es profesora?
– Ayudante.
Kristi se quedó de piedra. Siempre había sabido que Lucretia era una estudiante eterna, pero nunca habría imaginado que se quedaría en All Saints para enseñar.
– Y creo que está liada con alguien de la Universidad. Con otro profesor.
– ¿En serio?
Adiós al novio de instituto de Lucretia, por el que había suspirado durante el año en que Kristi la conoció.
– Bueno, debo reconocer que, si yo no fuese una mujer felizmente casada, podría mostrar interés. ¡Algunos de los profesores están buenísimos!
Kristi recordó a algunos de sus profesores en el pasado. El extraño doctor Northrup, el nervioso doctor Sutter y el arrogante y altivo doctor Zaroster. Todos ellos eran unos rancios y ariscos académicos que sufrían de complejo de superioridad. Desde luego no estaban «buenísimos». Ni siquiera decentes. Al menos no según el vocabulario de Kristi.
– Me estás tomando el pelo, ¿no?
– Ni hablar. Lo que yo te diga, el personal del All Saints está para morirse. Al menos el departamento de Lengua. Es como si el que se encarga de contratarlos buscase bellezas para Hollywood.
– Ahora sí que me estás engañando.
– Vale, pronto lo verás. -Ezma añadió una rodaja de limón a cada vaso-. Las clases empiezan la próxima semana. Seguro que estarás de acuerdo. Kristi cargó la bandeja.
– ¿Entonces crees que Lucretia sale con uno de esos guaperas?
– Eso dicen. Pero no sé con quién. En cuanto me acerco demasiado, ella se calla, como si ocultara algo.
– ¿Por qué? Ezma sacudió la cabeza.
– No lo sé. A lo mejor está casado o prometido, o hay alguna norma en cuanto a la confraternización entre miembros del personal. O puede que sea el doctor Preston. -Sus labios se apretaron en las comisuras-. Da clases de Literatura y es un chico malo.
– Creo que lo tengo en una asignatura.
– ¿Ah, sí? Mi amiga Dionne era alumna suya y no dejaba de hablar de él, pero cuando viene aquí, no es más que un grosero. Luego Dionne desapareció.
– ¿Tu amiga es una de las chicas desaparecidas? -preguntó Kristi-. ¿Y crees que Preston podría tener algo que ver?
Ezma estuvo a punto de decir que no. Sin embargo, cambió de opinión. Kristi pudo verlo en su forma de desviar el mentón hacia un lado.
– No lo creo, pero no me sorprendería nada de ese tipo. El problema es que nadie cree que a Dionne le haya ocurrido nada malo. Creen que simplemente se ha esfumado, que probablemente se haya largado con su novio. -Ezma sacudió su cabeza.
– ¿Entonces por qué nadie sabe nada de ella?
– ¡Exacto! La explicación oficial es que está con Tyshawn y que han asumido nuevas identidades. Tyshawn Jones también es un chico malo. Está metido en drogas, cumplió condena por robo cuando todavía era un menor. Personalmente, nunca supe lo que veía en él. Antes de Tyshawn, salía con un tipo realmente estupendo, Elijah Richards. Asistía a cursos de educación profesional, planeaba ser contable, pero Dionne empezó a verse con Tyshawn y eso fue el fin de su relación con Elijah. Una lástima.
– ¿Qué hay de Tyshawn? ¿También ha desaparecido?
– Nadie habla de ello, ¿verdad?
Kristi rodeó con rapidez a uno de los cocineros, que soltó un puñado de rodajas de patata en la freidora y el aceite hirviente crepitó y burbujeó. Abrió las puertas de vaivén con la espalda, luego llevó la bandeja de las bebidas hasta la mesa de las mujeres y oyó la voz de Lucretia sobre la música enlatada.
– … te lo digo yo, es alucinante. Absoluta e innegablemente alucinante. Nunca… jamás he conocido a nadie como él.
Kristi tuvo que contenerse para no poner una mueca. Incluso como novata, Lucretia había sido una romántica sin remedio. Al parecer, las cosas no habían cambiado. Lucretia estuvo a punto de añadir algo más, pero dejó de parlotear cuando vio a Kristi. Les envió a las demás una mirada de silencio que todas comprendieron, y las ocupantes de la mesa se quedaron calladas.
Kristi captó el mensaje; Lucretia no quería que su vieja compañera de habitación supiera nada de su vida amorosa. Como si a Kristi le importara.
Mientras Kristi repartía las bebidas y servía el café, Lucretia miró a su antigua compañera.
– Así que, ¿te has apuntado al All Saints?
– Así es. -No había razón para mentir sobre ello. Kristi vertió café en una taza.
– ¿No te graduaste?
Kristi no pensaba morder el anzuelo.
– Tan solo me faltan unos créditos. -Por Dios, ¿qué le importaba a Lucretia?
– Pensaba que te había dado por escribir.
– Mmm. ¿Nata? -le preguntó a la mujer que había pedido café, ignorando las preguntas de Lucretia.
– ¿Tienes leche desnatada?
– Claro. Un segundo.
– Ahora estoy enseñando -afirmó Lucretia con orgullo.
– Eso es estupendo -espetó Kristi antes de alejarse para rellenar las tazas a medias en una mesa cercana; luego se apresuró hacia la cocina, donde llenó una jarra pequeña de leche desnatada y cogió un plato con sobres de azúcar y sacarina. Calmó su irritación con Lucretia antes de regresar a la mesa-. Aquí tenéis. -Colocó la jarra y el plato sobre la mesa, junto a la bebedora de café-. Bien, ¿habéis decidido qué vais a tomar? -Con una sonrisa forzada, anotó sus pedidos sin más incidentes y apuntó cuidadosamente las instrucciones en el tique. Una de ellas quería aliño hipocalórico para su ensalada Julio César; otra insistió en que no hubiera ningún condimento en su hamburguesa Rey Lear, y una tercera pidió un tazón de sopa de almeja Cleopatra con una menestra de fruta, en lugar de la ensalada de col y zanahoria correspondiente. Lucretia había desarrollado recientemente una alergia a toda clase de crustáceos, de modo que quiso asegurarse de que la ensalada de atún Tebaldo no se había contaminado con las ostras Ofelia o las gambas rebozadas Scaro.
Con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su chubasquero, Portia Laurent caminaba a lo largo de las aceras que se entrecruzaban sobre el complejo de All Saints. Era la víspera de Año Nuevo y estaba en el descanso para la cena. La noche ya caía, y la promesa de una juerga era evidente en los grupos de estudiantes que reían, charlaban y se apresuraban hacia los bares y restaurantes para celebrar el Año Nuevo.
Al menos cuatro estudiantes no se encontrarían entre los participantes. Dionne Harmon, Monique DesCartes, Tara Atwater y ahora Rylee Ames, quienes, según creía Portia, habían encontrado el mismo fatídico final. También podría haber otros, pensó, aunque no del All Saints. Lo había comprobado. En tres años no había desaparecido ningún otro estudiante.
«Sin cuerpo, no hay homicidio», había insistido Vernon en su más reciente conversación, pero Portia no lo creía así. Era cierto que no existían pruebas de que nada sospechoso les hubiera ocurrido a las chicas, y mientras que Dionne era afroamericana, las otras tres chicas eran blancas. Los asesinos en serie no solían mezclar razas, pero ese no era siempre el caso.
Pensó en Monique DesCartes, de Dakota del Sur. Cuando Monique tenía catorce años, a su padre le diagnosticaron la enfermedad de Alzheimer, y Portia sabía de primera mano que aquello podía arruinar a una familia. La madre de Monique se había puesto como loca debido a que su hija había solicitado una beca académica y se marchaba, dejando que su madre lidiase con un marido que empeoraba con rapidez y dos hijas más jóvenes, una de las cuales aún asistía a la escuela primaria. Monique, siempre rebelde, se había escapado dos veces en el instituto, de tal forma que se la consideraba una chica que se rendía con facilidad y se pensó que se había marchado. Se decía que bebía alcohol y fumaba porros, y había roto con su novio más reciente unas pocas semanas antes de su desaparición. Al chico, ya enfrascado en una «intensa» relación con una nueva novia, le importaba un comino lo que hubiera sido de Monique.
Al igual que a todo el mundo, al parecer. Excepto a Portia.
Pasó junto a la biblioteca, donde tres plantas iluminadas brillaban con fuerza en la noche. La lluvia había cesado un poco, aunque el aire era pesado y húmedo; las hojas de algunos de los arbustos todavía goteaban al temblar bajo la lluvia. Las luces exteriores que destellaban por todo el campus tenían la apariencia de viejas farolas; un guiño a la época en la que el colegio fue fundado.
Al aproximarse al pabellón Cramer, donde había vivido hace años como estudiante de primer año, pensó en las chicas desaparecidas. Todas ellas de Lengua. Todas matriculadas en algunas clases básicas así como en una del más reciente y polémico plan de estudios. Todas se habían matriculado en Redacción de novela, Shakespeare 201 y La influencia del vampyrismo en la cultura moderna y la literatura. No existían pruebas de que las chicas se hubieran conocido entre ellas y no tomaron las clases durante los mismos trimestres, pero se habían matriculado y asistido a esas tres asignaturas. Puede que no significara nada. O puede que sí…
Se encontró directamente enfrente de la residencia. El edificio de ladrillos tenía el mismo aspecto de siempre, y ella elevó la mirada hacia la habitación en la segunda planta que había pertenecido a Rylee Ames. Rylee, al igual que las otras chicas, fue despreciada por su familia pero los comentarios de su madre no habían dado la impresión de ser ciertos. Nadine Olsen se había limitado a decir con su acento del oeste de Texas: «Ya sabes lo que pasa con algunas chicas; cuando el camino se pone cuesta arriba, las chicas duras hacen autoestop hasta Chicago y se quedan preñadas». Portia no había encontrado pruebas de que Rylee hubiera dado a luz, pero había tonteado con drogas: éxtasis, marihuana y cocaína; y había huido varias veces de adolescente mientras Nadine trataba de mantener su camada de tres hijos con el salario de un peón de fábrica. El padre de Rylee, el primero de los cinco maridos de Nadine, tan solo había dicho: «Siempre supe que esa chica no acabaría bien. Es igual que su madre».
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