En Door County las estructuras de troncos eran tan comunes como las de material. A veces granjas enteras se mantenían como habían estado cien años antes, con las construcciones de troncos cuidadosamente preservadas, las cabañas embellecidas con modernas ventanas salientes y buhardillas decoradas con marcos blancos. Los jardines estaban rodeados por cercas y flores abundantes: copetes, petunias y malvas que caían sobre alcantarillas a los lados del camino.
En Egg Harbor Maggie redujo la velocidad a paso de hombre, azorada por cómo había crecido. Había turistas por todas partes, tomando helados en la calle, deteniéndose en las aceras para mirar vidrieras de anticuarios, en las puertas de los locales de venta de artesanías. Pasó junto al restaurante Blue Iris y el Cupola House, erguidos, blancos y tradicionales, sintiendo que la familiaridad que le provocaban le invadía el espíritu y la emocionaba. Luego salió a la carretera hacia Fish Creek, pasando entre ricos campos de trigo y más huertos y grandes abedules que se destacaban como marcas hechas con tiza sobre terciopelo verde.
Llegó al risco que estaba sobre su pueblo natal, dejando un último huerto de cerezos a la izquierda y bajando el trecho de carretera empinado que daba la vuelta al acantilado y entraba en el poblado. La llegada siempre constituía una sorpresa agradable. De pronto uno estaba en los campos sobre los riscos sin tener noción de que el pueblo estaba abajo, y al minuto siguiente estaba ante una señal de PARE viendo las aguas resplandecientes del puerto de Fish Creek con la Calle Principal extendiéndose a la derecha y a la izquierda.
Estaba igual que como ella lo recordaba, con turistas por todos lados y automóviles avanzando a paso de hombre mientras los peatones caminaban por donde se les antojaba; tiendas alegremente decoradas construidas en antiguas casas a lo largo de la sombreada Calle Principal cuyos extremos ella podía ver desde donde estaba. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba en un pueblo sin semáforos ni carriles de giro? ¿O con una calle principal a la que había que cortar el césped en verano y rastrillarlo en otoño? ¿En qué otro lugar la estación de servicio parecía la casa de Ricitos de Oro? ¿Y la panadería tenía una galería delantera? ¿Y los callejones entre los edificios necesitaban riego frecuente para mantener frescas las petunias y los geranios?
Del otro lado de la calle principal, un viejo edificio con doble fachada le llamó la atención: el almacén de ramos generales de Fish Creek, donde trabajaba su padre. Sonrió, imaginándolo detrás del largo mostrador blanco de la conservadora de fiambres con la que había estado corlando carnes y preparando sandwiches durante todo el tiempo que ella podía recordar.
Hola, papi, pensó. Enseguida vuelvo.
Giró hacia el oeste y condujo muy lentamente entre los árboles del bulevar, pasando junto a jardines floridos y casas con buhardillas transformadas en casas de regalos, junto al Whistling Swan, una inmensa hostería de madera blanca con el enorme porche del lado este repleto de sillones de mimbre. Pasó junto a la Plaza de los Fundadores y la casa de Asa Thorp, el fundador del pueblo, y a la iglesia comunitaria donde las palomas dibujadas en los vitrales seguían igual que las recordaba. Pasó la hostería White Gull y siguió hasta el final de la calle, donde un grupo de cedros altos marcaba la entrada al Parque Sunset Beach. Allí los árboles se abrían y permitían un panorama majestuoso de Bahía Green, resplandeciente bajo el sol de la tarde.
Detuvo el automóvil, se bajó y protegiéndose los ojos con una mano, contempló los veleros, docenas de veleros, que brillaban sobre el agua.
De nuevo en casa.
Volvió a subir al coche y retomó por el mismo camino.
El tránsito era pesado y los lugares para estacionar escasos, pero consiguió uno delante de una casa de regalos llamada El nido de la paloma y retrocedió a pie unos ciento cincuenta metros, pasando junto a las barandas de piedra tras las cuales los turistas bebían tragos frescos.
Levantando un brazo para detener el tránsito se coló entre dos paragolpes y cruzó al otro lado de la calle.
Los escalones de cemento del almacén de ramos generales de Fish Creek seguían empinados como siempre, llevando a unas puertas que se abrían al revés. Adentro, los pisos crujían, la iluminación era poco adecuada y el aroma, rico en recuerdos: años de fruta que se había puesto demasiado madura para vender, chorizos caseros y el producto de limpieza que Albert Olson seguía usando cuando barría los pisos por la noche.
A las cinco de la tarde, la tienda estaba repleta. Maggie pasó junto al mostrador delantero, saludando con la mano a Mae, la mujer de Albert, que la saludó con sorpresa y avanzó hasta el fondo donde un nudo de clientes rodeaba el alto mostrador de fiambrería. Detrás de él, su padre, con un largo delantal blanco, estaba ocupado tentando a los clientes mientras manejaba la cortadora de fiambres.
– ¿Fresco? -estaba diciendo por encima del zumbido de la máquina-. Pero si yo mismo salí esta mañana y maté la vaca a las seis. -Apagó el motor y pasó al siguiente movimiento con absoluta fluidez. -Uno de pan francés con mostaza y suizo. Uno de pan negro con mostaza y americano. -Cortó un trozo de pan francés, tomó dos rebanadas de pan negro, las untó con manteca y mostaza, les colocó dos trozos de corned beef, abrió la puerta de la conservadora, extrajo dos tajadas de queso, apiló los ingredientes y colocó los sandwiches terminados en envases plásticos. Todo el proceso le había llevado menos de treinta segundos.
– ¿Algo más? -Apoyó las manos sobre el mostrador alto. -La ensalada de papas es la mejor de toda la costa del lago Michigan. Mi abuelita cultivaba las papas con sus propias manos. -Guiñó un ojo a la pareja que esperaba sus sandwiches.
Ellos rieron y respondieron:
– No, gracias, es todo.
– Se paga adelante. ¿Quién sigue? -rugió Roy.
Un hombre de unos sesenta años con pantalones bermuda y salida de baño de toalla pidió dos sandwiches de pastrami.
Mientras observaba a su padre prepararlos, Maggie se sorprendió de nuevo ante su personalidad comercial, tan diferente de la que mostraba en su casa. Era entretenido y sorprendentemente eficiente. La gente se encariñaba con él al sólo verlo. Los hacía reír y regresar a la tienda.
Se mantuvo apartada, sin llamar la atención, viéndolo trabajar con la gente como un prestidigitador, corriendo de un lado a otro, envolviendo sandwiches, cortando fiambres, abriendo la pesada puerta de la conservadora, la misma que cuando Maggie era una niña. Había que esperar -en verano siempre había que esperar- pero él mantenía a todos de buen humor con su eficiencia y teatralidad.
Después de observar durante varios minutos, Maggie se acercó al mostrador cuando él estaba de espaldas.
– Quiero una moneda para un helado -dijo en voz baja.
Él miró por encima del hombro y la sorpresa le dejó el rostro en blanco.
– ¿Maggie? -Se volvió, secándose las manos en el delantal blanco. -Maggie, tesoro, ¿acaso estoy viendo visiones?
Ella rió, feliz de haber venido.
– No, estoy aquí de veras. -Si el mostrador hubiera sido más bajo, él lo habría saltado. En cambio, dio la vuelta por un extremo y la levantó en un abrazo de oso.
– ¡Maggie, qué sorpresa!
– Para mí también lo es.
La apartó, sosteniéndola de los hombros.
– ¿Qué haces aquí?
– Brookie me convenció de que viniera.
– ¿Lo sabe tu madre?
– No, vine directamente a la tienda.
– ¡Diablos… no lo puedo creer! -Rió, feliz, la volvió a abrazar y luego recordó a los clientes. Con un brazo alrededor de sus hombros, se volvió hacia ellos. -Para aquellos que creen que soy un viejo verde, ésta es mi hija Maggie, de Seattle. Acaba de darme la sorpresa de mi vida. -La soltó y le preguntó: -¿Vas para casa, ahora?
– Sí, creo que sí.
Roy miró su reloj.
– Bien, todavía me quedan cuarenta y cinco minutos aquí. Estaré en casa a las seis. ¿Cuánto tiempo te quedas?
– Cinco días.
– ¿Nada más?
– Me temo que no. Tengo que estar de vuelta el domingo.
– Bueno, cinco días es mejor que nada. Bien, vete así me encargo de esta gente. -Se dirigió de nuevo a su puesto de trabajo diciendo por encima del hombro: -Dile a tu madre que llame si necesita algo para la cena.
Cuando Maggie encendió el motor del automóvil y tomó el camino hacia su casa, sintió que su entusiasmo se desvanecía. Condujo despacio, preguntándose, como lo hacía siempre, si era su tendencia a pretender demasiado de su madre lo que hacía que las vueltas a casa fueran invariablemente una desilusión. Al detenerse delante de la casa donde había crecido, Maggie se inclinó y la contempló durante unos instantes antes de descender del coche. No había cambiado en absoluto. De estilo campestre, dos plantas, techo bajo con aleros, hubiera sido perfectamente cuadrada de no haber sido por el porche delantero con sus macizas columnas de la piedra caliza característica de la zona. Robusta y sólida, con arbustos de corona de novia a cada lado de los escalones y olmos simétricos a los costados, la casa hacía pensar que seguiría allí dentro de cien años.
Maggie apagó el motor y se quedó unos minutos sentada: desde cuando ella tenía memoria, su madre había corrido hacia la ventana del frente al oír cualquier ruido en la calle. Vera se ponía detrás de las cortinas y observaba a los vecinos descargar a sus pasajeros o paquetes, y a la hora de la cena daba un informe detallado, intercalado de comentarios negativos.
"Elsie debe de haber ido a Bahía Sturgeon, hoy. Tenía paquetes de Piggly Wiggly. No entiendo por qué compra en ese negocio. ¡Tiene un olor espantoso! Las cosas nunca son frescas allí. Pero por supuesto, a Elsie no se puede decirle nada."
O:
"Toby Miller trajo a esa chica Anderson a media tarde cuando sé perfectamente que su madre estaba trabajando. Dieciséis años y solos en la casa durante una hora y media. ¡A Judy Miller le daría un ataque si lo supiera!"
Maggie cerró la puerta del coche con fuerza y caminó de mala gana hacia la entrada. En los parapetos al pie de los escalones, un par de urnas de piedra ostentaba los mismos geranios rosados y las mismas vincas de siempre. El piso de madera del pórtico brillaba con su capa anual de pintura gris. El felpudo de bienvenida parecía no haber sido pisado nunca por nadie. La puerta de tela metálica seguía teniendo la misma "P" en la rejilla.
Maggie la abrió sin hacer ruido y se quedó en el vestíbulo, escuchando. En el fondo de la casa se oía una radio y el correr de la canilla de la cocina. La sala estaba silenciosa, impecable. Jamás se había permitido que estuviera de otra manera, pues Vera hacía saber a todos que los zapatos debían dejarse en la puerta, que estaba prohibido poner los pies sobre la mesa ratona y fumar cerca de las cortinas. El hogar tenía la misma pila de troncos de abedul que habían tenido durante treinta años, pues Vera no permitía que se encendieran: el fuego hacía cenizas y las cenizas ensuciaban. Los caballetes de hierro y la pantalla protectora en forma de abanico jamás habían sido manchados con humo ni los ladrillos, decolorados por el calor. La repisa de caoba brillaba y, más allá de una arcada cuadrada, la mesa de comedor lucía la misma carpeta de encaje y el mismo recipiente plateado de siempre: uno de los regalos de casamiento de Vera y Roy.
A Maggie la falta de cambios le resultó reconfortante y abrumadora a la vez.
Sobre el reluciente piso del corredor se reflejaba la luz de la cocina, que estaba atrás, y a la izquierda, la escalera de caoba subía junto a la pared y hacía una curva hacia la derecha en un descanso con una ventana alta. Mil veces Maggie había bajado corriendo sólo para oír a su madre ordenarle desde abajo:
– ¡Margaret, quieres bajar caminando, por favor!
Maggie estaba de pie contemplando la ventana del descanso cuando Vera entró por el extremo opuesto del corredor, se detuvo en seco, ahogó una exclamación y luego emitió un chillido.
– Mamá, soy yo, Maggie.
– ¡Santo Cielo, muchacha, me diste el susto de mi vida! -Se había apoyado contra la pared con una mano sobre el corazón.
– Lo siento, no fue mi intención.
– ¿Pero qué estás haciendo aquí?
– Vine. Sencillamente… vine. -Maggie levantó las manos y se encogió de hombros. -Me subí a un avión y vine.
– Bueno, por Dios, podrías avisar. ¿Qué te has hecho en el pelo?
– Probé algo nuevo. -Maggie levantó una mano, inconscientemente tratando de achatar los mechones parados que solamente el día anterior la habían hecho sentir tan audaz.
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