Vera apartó la vista del pelo de Maggie y se abanicó el rostro con una mano.
– Todavía tengo el corazón en la boca. Una persona de mi edad podría tener un infarto a causa de un susto como este: parada allí delante de la puerta donde no se te puede ni ver la cara. Lo único que vi eran esos pelos parados. Cielos, podrías haber sido un ladrón buscando algo que llevarse. En estos tiempos, uno lee cada cosa en los periódicos que ya no sabe qué pensar, y este pueblo está lleno de desconocidos. Uno tendría que cerrar las puertas con llave.
Maggie se acercó a Vera.
– ¿No me das un abrazo?
– Sí, por supuesto.
Vera se parecía mucho a su casa: era robusta y regordeta, meticulosamente prolija y sin gracia. Usaba el mismo peinado desde 1965: un rodete hacia atrás con dos prolijos rulos en forma de media luna sobre los costados de la frente. El peinado recibía una dosis de fijador semanal en el Rincón de belleza de Bea, de manos de la propia Bea, que tenía tan poca imaginación como sus clientas. Vera usaba pantalones gruesos color turquesa, un pulóver blanco y zapatos blancos de enfermera con suela de crepé, anteojos sin marco con una banda plateada en la parte superior, y un delantal. El abrazo fue más de Maggie que de su madre.
– Es que tengo las manos mojadas -explicó Vera -. Estaba pelando papas.
Cuando terminó el abrazo, Maggie sintió la misma desilusión que experimentaba cada vez que buscaba afecto en su madre. Con su padre, habrían caminado hacia la cocina tomados del brazo. Con su madre, avanzaron separadas.
– ¡Mmm, qué rico olor! -Iba a hacer un gran esfuerzo.
– Estoy preparando costillas de cerdo con crema de hongos. Cielos, espero que la cena me alcance. ¡Cómo me habría gustado que hubieras llamado, Margaret!
– Papi dijo que llamaras si necesitabas que trajera algo.
– ¿Cómo? ¿Ya estuviste con él? -Ahí estaba: el sutil tono celoso que Maggie siempre intuía ante la mención de Roy.
– Sólo un minuto. Me detuve en el negocio.
– Bueno, es demasiado tarde para poner costillas para ti junto con las demás. No se cocinarán. Creo que tendré que freírtelas.
Vera se encaminó directamente hacia el teléfono de la cocina.
– No, mamá, no te preocupes. Me iré a buscar un sandwich.
– Un sandwich, pero qué disparate.
Maggie ya casi nunca comía carne de cerdo y hubiera preferido un sandwich de blanco de pavo, pero Vera ya estaba llamando al negocio antes que ella pudiera expresar sus preferencias. Mientras hablaba, limpiaba el inmaculado teléfono con su delantal.
– ¿Hola, Mae? Habla Vera. ¿Puedes decirle a Roy que traiga dos costillas de cerdo? -Limpió la mesada junto al teléfono. -No, con dos estará bien. Dile que esté aquí a las seis o se me secará toda la comida como anoche. Gracias, Mae. -Cortó y regresó a la pileta, hablando sin cesar. -Cualquiera diría que ese padre tuyo no tiene reloj. Se supone que termina a las seis en punto, pero le importa un rábano si aparece por aquí media hora más tarde o no. Se lo dije el otro día. Le dije: "Roy, si esos clientes del negocio son más importantes que regresar a la hora en que está lista la cena, quizá sería mejor que le mudaras allí." ¿Sabes qué hizo? -La papada de Vera tembló mientras ella tomaba un pelapapas y atacaba una papa. -¡Se fue al garaje sin decir una palabra! A veces parecería que no vivo aquí por lo poco que me habla. Se lo pasa allí afuera en el garaje. Ahora hasta se llevó un televisor allí para mirar los partidos de béisbol mientras se entretiene con sus tonterías.
Quizá los miraría en la casa, madre, si tú lo dejaras poner el recipiente con pochoclo donde quisiera o los pies sobre tu adorada mesa ratona.
Al volver a la sala, el reino de su madre, Maggie se preguntó cómo había tolerado su padre vivir con ella durante cuarenta y tantos años. Maggie sólo había estado en la casa cinco minutos y ya sentía los nervios a flor de piel.
– Bueno, no viniste aquí a escuchar esas cosas -dijo Vera con un tono que advirtió a Maggie que escucharía mucho más en los días siguientes. Terminó de pelar las papas y puso la sartén al fuego. -Debes de tener maletas en el coche. ¿Por qué no las entras y las llevas arriba mientras pongo la mesa?
Cómo deseaba Maggie decirle: "Dormiré en casa de Brookie." Pero el autoritarismo de Vera no era fácil de desafiar. Aun a los cuarenta años, Maggie no se atrevía a desobedecer.
Arriba, tuvo un momento de distracción y colocó la valija sobre la cama. Un instante después, la bajó al suelo, mirando con cautela hacia la puerta. Luego alisó el cubrecama, aliviada por no haberlo arrugado.
La habitación estaba igual. Cuando Vera compraba muebles, los compraba para que perduraran. La cama de madera de arce de Maggie y la cómoda seguían en el mismo lugar. El papel floreado en tonos suaves de celeste en el que jamás se le había permitido clavar chinches todavía duraría años. El escritorio había vuelto a su lugar; durante los años en que Katy era pequeña, Vera lo había reemplazado por una cuna.
El recuerdo le despertó una punzada de nostalgia. En la ventana, corrió la cortina y miró el cuidado jardín trasero.
¡Phillip, cuánto te extraño! Siempre me fue más fácil soportar a mamá contigo a mi lado.
Suspiró, dejó caer la cortina y se puso de rodillas para desempacar.
Adentro del placard había algunos trajes antiguos de su padre colgados junto a una bolsa plástica cerrada que contenía su vestido de graduación. Rosado. Eric le había pedido que se vistiera de rosado y le había regalado un ramillete de rosas para abrochar sobre el vestido.
Eric es casado y te estás comportando como una vieja reblandecida, mirando ese vestido mustio de hace tantos años.
Se quitó el traje de hilo y se puso un par de jeans Guess nuevos y un top azul bajo una chaquetita tejida blanca. Alrededor del cuello se ató un pañuelo de algodón y se puso un par de grandes aros con forma de rombos.
Cuando entró en la cocina, Vera echó un vistazo al conjunto y dijo:
– Esa ropa es un poquito juvenil para ti, ¿no te parece, querida?
Maggie se miró el jean desteñido azul y blanco y respondió:
– No tenía tarjeta de restricción de edad cuando lo compré.
– Sabes a qué me refiero, querida. A veces, cuando una mujer llega a la mediana edad, puede quedar ridícula tratando de parecer más joven de lo que es.
Maggie sintió un nudo de rabia en la garganta y supo que si no se alejaba pronto de su madre estallaría y volvería intolerables los siguientes cuatro días. -Esta noche iré a casa de Brookie. No creo que le moleste mi ropa.
– ¡A casa de Brookie! No veo por qué tienes que salir corriendo no bien pones los pies en la casa.
No, madre, estoy segura de que no lo ves, pensó Maggie y se dirigió a la puerta trasera para escapar por unos minutos.
– ¿Necesitas algo del jardín? -preguntó con forzada ligereza.
– No. La cena ya está lista. Sólo falta tu papá.
– Saldré un rato, de todos modos.
Maggie huyó de la cocina y paseó por el impecable jardín trasero, pasando junto a las impecables hileras de caléndulas que bordeaban la casa; entró en el garaje, donde las herramientas de su padre parecían ordenadas con precisión militar. El piso estaba ridículamente limpio y el televisor descansaba por encima del banco de trabajo, sobre un estante recientemente fabricado.
Pobre papá.
Cerró la puerta de servicio del garaje y vagó por la huerta. Las habas y arvejas ya habían sido cosechadas y los tallos superiores de las cebollas se estaban secando. En toda su vida jamás recordaba que su madre se hubiera retrasado con algún trabajo. ¿Por qué hasta eso le daba rabia?
Vera la llamó desde la puerta.
– Ya que estás, querida, trae dos tomates maduros para cortar por el medio.
Maggie pasó por entre las cañas que sujetaban los tomates y escogió dos para llevar a la casa. Pero cuando entró en la cocina, su madre la regañó:
– Quítate los zapatos, hija. Enceré el piso ayer.
Cuando llegó Roy, Maggie se sentía al borde del estallido. Fue a encontrarse con él en el camino que subía desde el garaje y caminaron del brazo hacia la casa.
– ¡Qué bueno es verte salir a recibirme! -dijo Roy con afecto.
Ella sonrió y le apretó el brazo, sintiendo que sus nervios se calmaban.
– Ah, papi -suspiró, levantando el rostro hacia el ciclo.
– Supongo que le habrás dado una gran sorpresa a tu madre.
– Casi le dio un infarto, al menos eso dijo.
– Tu madre jamás tendrá un infarto. No lo toleraría.
– Llegas tarde, Roy -interrumpió Vera, abriendo la puerta de alambre tejido y haciendo un gesto impaciente hacia el paquete que él tenía en las manos-. Y todavía tengo que freír esas costillas. Tráemelas, pronto.
Él le entregó el paquete y ella desapareció. Abandonado en los escalones, Roy se encogió de hombros y sonrió resignadamente a su hija.
– Ven -dijo ella-. Muéstrame qué hay de nuevo en tu taller.
Una vez que estuvieron dentro de la habitación con aroma a madera fresca, preguntó:
– ¿Por qué permites que te haga eso, papá?
– Bah, tu madre es una buena mujer.
– Es buena ama de casa y buena cocinera. Pero nos vuelve locos a los dos. Yo ya no tengo que vivir con ella, pero tú sí. ¿Por qué lo toleras?
Él pensó un momento y dijo:
– Creo que nunca me pareció que valiera la pena enfrentarla.
– Pero te refugias aquí.
– Bueno, es que lo paso bien aquí. Estuve haciendo pajareras y comederos para vender en el negocio.
Maggie le apoyó una mano en el brazo.
– ¿Pero nunca tienes ganas de decirle que se calle la boca y te deje en paz? Papá, te da órdenes todo el tiempo.
Él tomó un trozo de madera de roble y la acarició con los dedos.
– ¿Recuerdas a la abuela Pearson?
– Sí, un poco.
– Era igual. Manejaba a mi padre como un sargento a los reclutas. No conocí otra cosa.
– Pero eso no hace que esté bien, papá.
– Celebraron sus bodas de oro antes de morir.
Sus miradas se encontraron durante varios segundos.
– Eso es perseverancia, papi. No felicidad. Existe una diferencia.
Él dejó el trozo de madera.
– Es en lo que cree mi generación.
Quizá tuviera razón. Quizá su vida fuera apacible aquí en el taller y en su trabajo del negocio. Por cierto, su mujer le proveía un hogar impecable, buena comida y ropa limpia: las tareas tradicionales de la esposa en las que también creía su generación. Si él las aceptaba como suficientes, ¿quién era ella para sembrar desconformidad?
Le tomó la mano.
– Bueno, olvida que lo mencioné. Vayamos a cenar.
Capítulo 4
Glenda Holbrook Kerschner vivía en una casa de campo de noventa años de antigüedad rodeada de veinte acres de cerezos Montmorency, sesenta de praderas y bosques, un venerable granero rojo, un no tan venerable granero de chapa y una telaraña de senderos marcados por niños, máquinas, perros, gatos, caballos, ciervos, zorrinos y ardillas.
Maggie había estado allí años antes, pero la casa era más grande ahora, con una ampliación de madera que sobresalía de la construcción original de piedra caliza. La galería, en un tiempo cercada con baranda blanca, había sido cerrada con vidrio y se había convertid en parte de la sala. Una huerta inmensa se extendía por una colina al este detrás de la casa y en la soga de la ropa (casi tan grande como el jardín) colgaban cuatro alfombritas. Maggie entró el coche en el jardín poco antes de las ocho esa noche.
Todavía no había apagado el motor cuando la puerta se abrió con violencia y Brookie salió a la carrera, gritando:
– ¡Maggie, viniste!
Dejando la puerta abierta, Maggie corrió. Se encontraron en el jardín junto a la casa y se abrazaron con fuerza y ojos húmedos.
– ¡Brookie, qué bueno es verte!
– ¡No lo puedo creer! ¡Sencillamente no lo puedo creer!
– ¡Estoy aquí! ¡Te juro que estoy aquí!
Apartándose por fin, Brookie dijo:
– ¡Por Dios, déjame mirarte! ¡Estás flaca como un palo! ¿No te dan de comer en Seattle?
– Vine aquí a que me engorden.
– Pues has dado con el sitio indicado, como podrás ver.
Glenda dio una vueltita y exhibió su cuerpo regordete. Cada embarazo la había dejado con dos kilos de más, pero tenía aspecto de agradable matrona, con el cabello corto y rizado alrededor del rostro, una sonrisa contagiosa y atractivos ojos castaños.
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