Pusieron rayados discos de los Beatles y bailaron el watusi. Caminaron por la pradera de Brookie tomadas del brazo, cantando canciones groseras por las que hubieran castigado a sus hijos, canciones groseras que los varones les habían enseñado en la escuela secundaria.

A la hora de la cena fueron al centro y comieron en The Cookery, atendidas por Todd, el hijo de Brookie, que recibió la mayor propina de su carrera. Circularon por la calle principal entre turistas, bajaron a la playa y se sentaron sobre rocas para ver ponerse el sol por encima del agua.

– ¿Por qué no hicimos esto antes? -quiso saber una de ellas.

– Deberíamos hacer un pacto para juntarnos todos los años así.

– Deberíamos.

– ¿Por qué de pronto hablan con tanta tristeza? -preguntó Lisa.

– Porque decir adiós es triste. Ha sido un día tan divertido.

– Pero no es una despedida. Van a venir al casamiento de Gary, ¿no es así?

– No estamos invitadas.

– ¡Claro que sí! ¡Uy, casi me olvido! -Lisa abrió su cartera. -Gary y Deb me dieron esto para ustedes. -Extrajo una invitación color gris pálido con los nombres de todas en el sobre y la hizo circular.

– Gene y yo iremos -confirmó Brookie, mirando el círculo de rostros. Ya saben… pueblo pequeño… todo el mundo va.

– Y Maggie se queda hasta el domingo -razonó Lisa- y ustedes dos viven lo suficientemente cerca como para venir con el coche. Gary me pidió que insistiera. Él y Deb quieren que vayan. La recepción será en el Yacht Club de Puerto Bailey.

Se miraron entre ellas queriendo decir que sí.

– Yo iré -anunció Tani-. Me encanta la comida del Yacht Club.

– Yo también -la respaldó Fish-. ¿Y tú, Maggie?

– ¡Pero por supuesto que iré si ustedes estarán allí!

– ¡Fantástico!

Se levantaron de las rocas, se limpiaron la ropa y regresaron hacia la calle.

– ¿Qué haremos mañana, Maggie? -preguntó Brookie-. Planeemos algo. ¿Nadar? ¿Ir de compras? ¿Caminar hasta la isla Cana? ¿Qué me dices?

– Me siento culpable por alejarte de nuevo de tu familia.

– ¡Culpable! -chilló Brookie-. Cuando tienes una familia tan numerosa como la mía, aprendes a aprovechar cualquier oportunidad para estar sola. Gene y yo hacemos mucho por los niños, ellos bien pueden darme un día para mí de vez en cuando.

El plan quedó confirmado y fijaron la hora antes de despedirse.

A la mañana siguiente, Maggie se sentó a beber té en la cocina, intentando mantener una conversación con su madre sin perder los estribos.

– Brookie tiene una familia maravillosa y me encanta su casa.

– Es una lástima cómo ha engordado -comentó Vera-. Y en cuanto a familia, diría que es demasiado numerosa. Vaya, debe de haber tenido treinta y ocho años cuando tuvo el último.

Maggie se mordió el labio y defendió a su amiga.

– Pero se llevan tan bien. Los mayores cuidan a los más chicos y guardan todo lo que sacan. Son una familia maravillosa.

– No obstante, cuando una mujer está cerca de los cuarenta, debería tener más cuidado. ¡Podría haber tenido un niño retardado!

– Aun después de los cuarenta, los embarazos ya no son tan raros, mamá, y Brookie dijo que deseó a cada uno de los bebés. El último no fue ningún error.

Vera frunció los labios y arqueó una ceja.

– ¿Y Carolyn?

– Parece feliz casada con un granjero. Ella y su marido van a cultivar ginseng.

– ¿Ginseng? ¿Quién come ginseng?

Una vez más, Maggie tuvo que contenerse para no contestar de mal modo. Con el paso del tiempo, Vera se tornaba cada vez más pedante. Fuera cual fuese el tema, a menos que Vera lo utilizara, o lo aprobara, el resto del mundo no podía hacerlo. Para cuando Vera terminó de preguntar sobre Lisa, Maggie tenía ganas de gritar: ¿para qué preguntas, madre, si ni siquiera te interesa? Pero respondió:

– Lisa sigue hermosa como siempre, quizá todavía más. Su marido es piloto, así que han viajado por todo el mundo. ¿Y recuerdas lo pelirroja que era Tani? El pelo se le ha vuelto de un lindísimo tono durazno. Como una hoja de arce en otoño.

– Oí decir que el marido puso un taller de máquinas y lo perdió en unos años. ¿Te contó algo sobre eso?

Cállate y sal de aquí antes de estallar, se dijo Maggie.

– No, mamá, no me dijo nada.

– Y apuesto a que ninguna tiene tanto dinero como tú.

¿Cómo fue que te volviste así, mamá? ¿Es que acaso no hay generosidad en tu espíritu? Maggie se levantó para dejar la taza en la pileta.

– Hoy voy a salir con Brookie, así que no prepares almuerzo para mí.

– Con Brookie… ¡pero no has pasado más de dos horas en casa desde que llegaste!

Por una vez, Maggie no quiso disculparse.

– Vamos a ir de compras y pasear hasta la isla Cana.

– ¿Para qué quieren ir allí? Han estado en ese sitio miles de veces.

– Es nostálgico.

– Qué tontería. Ese viejo faro se desmoronará un día de estos y todos tendremos que pagar…

Maggie se marchó en medio de la diatriba de Vera.

Llevó su coche. Pasó a buscar a Brookie y juntas fueron a la Tienda de Ramos Generales de Fish Creek donde Roy les preparó gigantescos sandwiches de pavo y queso y, sonriendo, les dijo:

– ¡Que se diviertan!

Pasaron la mañana revolviendo tiendas de antigüedades de la Carretera 57, cabañas de troncos restauradas cuyo encanto cobraba vida detrás de persianas blancas y canteros de flores. Una era un gran granero rojo, con puertas que se abrían a inmensos charcos de sol sobre pisos de madera de pino pintada. De las vigas colgaban ramilletes de hierbas y las buhardillas estaban llenas de colchas hechas a mano y velas rústicas. Examinaron jarras y jofainas, juguetes de hojalata, encaje antiguo, trineos con patines de madera, ollas de barro, mecedoras, urnas y armarios.

Brookie descubrió una encantadora cesta azul con flores y espigas secas y un inmenso moño rosado en la manija.

– Me encanta -dijo, dejándola colgar de un dedo.

– Cómprala -sugirió Maggie.

– No puedo.

– Yo sí. -Maggie se la quitó de la mano.

Brookie la recuperó y la volvió a colocar sobre el soporte.

– Ah, no, ni se te ocurra.

Maggie volvió a tomar la canasta.

– Te digo que sí.

– ¡No y no!

– Brookie -insistió Maggie, mientras las dos sujetaban la canasta-. Tengo cualquier cantidad de dinero y nadie en quien gastarlo. Por favor… déjame.

Sus ojos se encontraron en una lucha amistosa. Sobre sus cabezas, el viento hizo sonar unas campanillas.

– Está bien. Gracias.

Una hora más tarde, cuando hubieron cruzado la costa rocosa hasta la isla Cana, visitado el faro, explorado la orilla, nadado y comido en el picnic contemplando el lago Michigan, Maggie se tendió de espaldas sobre una manta; se había puesto anteojos oscuros para protegerse del sol.

– Eh, Brookie -dijo.

– ¿Mmm?

– ¿Te puedo contar algo?

– Claro.

Maggie se bajó los anteojos y escudriñó una nube por encima de ellos.

– Es cierto lo que te dije allí en la tienda de antigüedades, ¿sabes? Soy tremendamente rica y ni siquiera me importa.

– No me molestaría probar la sensación por un tiempo.

– Es el motivo, Brookie. -Volvió a colocar en su sitio los anteojos. Me dieron más de un millón de dólares por la muerte de Phillip, pero yo devolvería cada centavo si pudiera hacerlo volver a la vida. Es una sensación extraña… -Maggie rodó sobre un costado para mirar a Brookie y apoyó la mandíbula sobre una mano. -Desde el momento en que llegó el veredicto de la FCC -error del piloto; la tripulación de tierra dejó un alerón abierto en el avión- supe que jamás tendría que volver a preocuparme por dinero. No sabes las cosas que te cubren estas indemnizaciones. -Las contó con los dedos. -Sufrimiento de los hijos, su mantenimiento y educación universitaria, el dolor y sufrimiento de los sobrevivientes, hasta el sufrimiento de la víctima mientras el avión caía… ¡Me pagan por eso, Brookie, a mí! -Se tocó el pecho con desesperación. -¿Puedes imaginar cómo me siento al aceptar dinero por el sufrimiento de Phillip?

– ¿Hubieras preferido que no te dieran nada? -preguntó Brookie.

La boca de Maggie se curvó hacia abajo mientras ella miraba a su amiga con aire pensativo. Se volvió a tender de espaldas y se tapó la frente con un brazo.

– No lo sé. No. Es una tontería decir que sí. Pero… ¿no comprendes? Me pagan todo: la casa de Seattle, la carrera de Katy, automóviles nuevos para ambas. Y estoy cansada de enseñar a adolescentes cómo preparar masa de tarta cuando probablemente la comprarán hecha. Y estoy harta de ruidosos niños de edad preescolar, y de enseñar desarrollo infantil cuando las estadísticas muestran que un tercio de las parejas que se casan en estos días decide no tener hijos y la mayoría del resto termina en un tribunal de divorcio. Tengo todo este dinero y nadie con quien gastarlo y todavía no estoy preparada para salir con hombres, y aun si saliera, cualquier hombre que me invitara me resultaría sospechoso pues creería que anda detrás de mi dinero. ¡Ay, Dios, no sé ni qué quiero decir!

– Yo sí. Necesitas motivación. Necesitas un cambio. -Brookie le se irguió.

– Eso es lo que todos me dicen.

– ¿Quiénes son todos?

– El psiquiatra. Eric Severson.

– Bueno, si todos lo dicen, debe de ser cierto. Lo único que necesitamos es encontrar el tipo de cambio. -Brookie miró el agua con expresión ceñuda, sumida en sus pensamientos.

Maggie la espió con un ojo, luego lo cerró y masculló:

– Mmm, esto sí que va a ser bueno.

– Bien, veamos… todo lo que tenemos que hacer es pensar en algo para lo que serías buena. Un momento… un momento… se me está ocurriendo algo… -Brookie se levantó de un salto y quedó de rodillas. -¡Lo tengo! ¡La vieja casa Harding allí en Cottage Row! Estuvimos hablando de eso el otro día durante la cena. ¿Sabías que el viejo Harding murió la primavera pasada y la casa ha estado vacía desde entonces? ¡Podría ser una fantástica hostería con desayuno incluido! Está esperando que…

– ¿Estás loca? ¡Yo no soy posadera!

– …venga alguien y se tome la molestia de arreglarla.

– No quiero estar atada.

– En el verano. Estarías atada en el verano. En invierno podrías tomar tus montañas de dinero e irte a las Bahamas en busca de un hombre más rico que tú. Dijiste que te sentías sola. Que odiabas tu casa vacía. Pues cómprate una donde puedas poner gente.

– ¡De ninguna manera!

– Siempre te encantó Cottage Row, y la vieja casa Harding debe de tener mucho encanto potencial entre los tablones del piso.

– Y corrientes de aire, ratas y termitas, sin duda.

– Tienes talento. Caramba, ¿de qué se trata la economía doméstica, de todos modos? De cocinar, limpiar, decorar. Apuesto que hasta les diste cursos de buen gusto a esos punks de pelo grasiento, ¿eh?

– Brookie, no quiero…

– Y te encanta revolver las antigüedades. Te volverías loca revolviendo con miras a comprar de veras y llenar ese lugar. Iríamos a Chicago, a los mercados de pulgas y subastas. A la Bahía Oreen, a los locales de cosas usadas. Recorreríamos todo Door County buscando antigüedades. Con todo el dinero que tienes podrías decorar el lugar como la mansión Biltmore y…

– ¡Me niego a vivir a menos de mil kilómetros de mi madre! Por Dios, Brookie, ¡ni siquiera serían llamadas de larga distancia!

– Es cierto, lo olvidé. Tu madre es un problema… -Brookie se mordió el labio inferior mientras pensaba. De pronto, el rostro se le iluminó: -Pero podríamos solucionarlo. Ponla a trabajar limpiando, fregando, haciendo algo así. Nada pone más feliz a la vieja Vera que tener un trapo de limpieza en la mano.

– ¿Estás bromeando? De ninguna manera tendría a mi madre en la casa.

– Muy bien, entonces Katy podrá limpiar. -El rostro de Brookie se tornó más ávido. -¡Por supuesto! ¡Es perfecto! Katy podría venir durante el verano y ayudarte. Y si vivieras aquí, podría hasta venir los fines de semana o los feriados, que es lo que deseas ¿no?

– Brookie, no seas tonta. Ninguna mujer sola que estuviera en sus cabales se cargaría con semejante casa.

– Sola, un rábano. Los hombres se compran. Obreros, jardineros, yeseros, carpinteros, hasta adolescentes que buscan trabajos durante el verano. Hasta mis adolescentes. Puedes dejar todo el trabajo sucio a los empleados y encargarte tú de la administración. El momento es perfecto. La compras ahora, la arreglas durante el invierno y tienes tiempo de hacer publicidad y abrir para la próxima temporada turística.