– No quiero administrar una hostería.
– ¡Qué buen lugar, justo sobre la bahía! Apuesto a que todas las habitaciones tienen vista al lago. Los clientes te derribarían la puerta para hospedarse en un lugar así.
– No quiero clientes derribándome la puerta.
– Y, si no me equivoco, hay una vivienda para el jardinero sobre el garaje, ¿recuerdas? Está contra la colina del otro lado de la calle. Ay, Maggie, sería perfecto.
– Entonces será perfecto para otra persona. Te olvidas de que soy profesora de economía doméstica en Seattle y que vuelvo a mi trabajo el lunes.
– Ah, sí, Seattle. El sitio donde llueve todo el invierno y donde los mejores amigos de tu marido se te tiran lances en el club y donde te deprimes tanto que tienes que ir a terapia de grupo.
– Ya te estás poniendo grosera.
– ¿Y bueno, no es cierto, acaso? ¿Qué amigos salieron a ayudarte cuando lo necesitaste? Aquí es donde están tus amigos, lo quieras o no. ¿Qué tiene Seattle para hacerte permanecer allí?
Nada. Maggie se mordió los labios para no responder.
– ¿Por qué te empecinas así? Vas a volver a un trabajo que te aburre, a una casa solitaria, a… caray, no sé a qué vas a volver. Tu médico te dice que necesitas un cambio y el problema es dar con el cambio. Pues bien, ¿cómo vas a averiguarlo si no te pones a buscar una nueva vida? Quizá no sea poner una hostería, ¿pero qué tiene de malo probar? Y cuando vuelvas a Seattle, ¿quién tienes allí que te motive y te haga buscar algo? Vamos, ¿qué esperas? Recoge tus cosas. ¡Vamos a ver la casa Harding!
– ¡Brookie!
Brookie ya estaba de pie, doblando una toalla.
– Recoge lodo, dije. ¿Qué otra cosa tienes para hacer esta tarde? Puedes quedarte aquí si quieres. Yo me voy a ver la casa Harding, aunque sea sola.
– ¡Brookie, espera!
Pero Brookie ya estaba a diez metros, con la toalla bajo un brazo y el bolso vacío bajo el otro, dirigiéndose hacia tierra firme. Mientras Maggie se levantaba lentamente y la miraba con fastidio, Brookie le gritó por encima del hombro:
– ¡Apuesto a que ese sitio tiene más de cien años y es lo suficientemente antiguo como para estar en el Registro Nacional! ¡Piénsalo, podrías estar en la lista de Hosterías de Estados Unidos!
– ¡Por última vez, no quiero estar en la lista de Hosterías…! -Maggie se golpeó los muslos con los puños. -¡Al diablo contigo, Brookie! -exclamó y empezó a seguirla.
En Propiedades Homestead, Althea Munne levantó la vista mientras lamía y cerraba un sobre.
– Enseguida estoy con ustedes, señoras. Ah, hola, Glenda.
– Hola, señora Munne. ¿Recuerda a Maggie Pearson, no?
– Claro que sí. -Althea se levantó y se adelantó, mirando a Maggie a través de anteojos cuyos bordes tenían más ángulos que los techos del Vaticano. Los cristales eran color frambuesa, sin marcos y sobre la izquierda, una pequeña A de oro descansaba justo encima de la mejilla de Althea. Estaban montados en lo que parecían ser las joyas de la corona y Althea resplandecía como un salón de baile espejado, y descansaban sobre una pequeña nariz de búho por encima de un par de labios ridículamente pintados con lápiz labial que se le había corrido hasta las arrugas alrededor de la boca.
La ex maestra estudió a Maggie y recordó:
– Clase 64, Sociedad de Honor, coro y bastonera.
– Todo correcto, menos el año. Era clase del 65.
Sonó el teléfono y mientras Althea se disculpaba para atender, Maggie echó una mirada a Brookie, que sonrió con satisfacción y masculló.
– A que en Seattle no tienes agentes inmobiliarios así.
La señora Munne regresó en ese momento y preguntó:
– ¿En qué puedo ayudarlas?
– ¿A qué precio está la casa Harding? -preguntó Brookie.
– La casa Harding… -Althea se humedeció los labios. -Sí. ¿Cuál de las dos está interesada en verla?
– Ella.
– Ella.
Maggie señaló a Brookie y Brookie señaló a Maggie. Althea frunció los labios. Aguardó como podría aguardar una antigua maestra a que la clase hiciera silencio. Maggie suspiró y mintió.
– Yo.
– La casa cuesta noventa y seis mil novecientos dólares. Tiene más de medía hectárea y sesenta metros de costa. -Althea se apartó para buscar las hojas de información sobre la casa y Maggie fulminó a Brookie con la mirada. -La mujer regresó y preguntó: -¿El precio está dentro de lo que pensabas gastar?
– Eh… -Maggie dio un respingo. -En… sí… está dentro de lo que pensaba gastar.
– Está vacía. Necesita reparaciones, pero sus posibilidades son ilimitadas. ¿Te gustaría ir a verla?
– Bueno… -Maggie vaciló y recibió un golpe de Brookie en la rodilla. -Sí… ¡Por supuesto!
Condujo Althea, y les hizo una breve reseña de la historia de la casa mientras iban hacia allá.
La casa Harding había sido construida en 1901 por un magnate naviero de Chicago llamado Throckmorlon para su mujer, que murió antes que la casa estuviera terminada. Entristecido inconsolablemente por la pérdida, Throckmorton vendió la casa a un tal Thaddeus Harding, cuyos descendientes la ocuparon hasta la muerte del nieto del viejo Thaddeus, William, ocurrida la primavera anterior. Los herederos de William vivían en distintas partes del país y no tenían interés en mantener ese elefante blanco. Lo único que deseaban era recibir la parte que les correspondía por la venta.
En el asiento trasero, Maggie viajaba junto a Brookie, con la mente obstinadamente cerrada. Tomaron hacia el extremo oeste de la calle principal, luego hacia el sur, a Cottage Row, por una calle pintoresca que se curvaba y trepaba por un empinado risco; pasaron por un denso bosque de cedros entre viejas propiedades construidas a principios de siglo por los poderosos de Chicago, que viajaban en automóvil por la costa del Lago Michigan para pasar los veranos en las frescas brisas de la Península Door,
El camino boscoso dejaba entrever bonitas casas -todas diferentes-detrás de muros de piedra. Algunas estaban en un nivel más bajo que el camino, con los garajes contra el acantilado a la izquierda, del otro lado de la calle. Otras se elevaban sobre jardines coloridos. Muchas se dejaban ver por entre cercos de enredaderas y arbustos. De tanto en tanto, resplandecían las aguas azules de la Bahía Green, trayendo imágenes de vistas panorámicas desde las casas.
La primera impresión de Maggie no fue de la casa Harding en sí, sino de una cancha de tenis abandonada, protegida en la base del risco del otro lado de la calle. El musgo se había adueñado de los bloques de piedra caliza, que estaban rajados y torcidos. La superficie de juego estaba cubierta con los despojos del bosque circundante: hojas secas, ramas, pinas y latas de aluminio arrojadas por turistas descuidados.
Pero a lo largo del extremo sur de la cancha, una vieja glorieta de madera hablaba de los días en que el ruido de las pelotas de tenis resonaba desde la pared del acantilado y los jugadores descansaban allí entre set y set. Las enredaderas habían crecido con tanta fuerza que habían rajado la madera, pero evocaba imágenes de días de grandeza. Del otro lado de la cancha había un garaje con un apartamento encima, construido años después. Era una reliquia con pesadas puertas de madera. Maggie descubrió que sus ojos volvían a la glorieta mientras seguía a Althea a través de un claro entre los densos arbustos que protegían el jardín y la casa de la ruta.
– Daremos una vuelta por afuera, primero -indicó Althea.
La casa era de estilo Reina Ana, grisácea por la vejez y la falla de reparación y, desde el lado de la tierra, parecía ofrecer muy poco además de una galería trasera pequeña con el piso podrido, barandas rotas y mucha madera que pedía pintura a gritos. Pero ruando siguió a Althea alrededor de la casa, Maggie levantó la vista y vio una colección encantadora de formas asimétricas cubiertas con tejas en forma de escama de pescado, con pequeños porches en lodos los niveles, listones de cornisa a la vista, tablones de madera tallada en los extremos del techo, una amplia galería delantera que miraba al lago y, en la planta superior, en la esquina que daba al sudoeste, la galería más fantasiosa que se pudiera imaginar, redondeada, con columnas de madera bajo un lecho con forma de sombrero de bruja.
– ¡Mira, Brookie! -exclamó Maggie, señalando.
– El Mirador -explicó Althea-. Pertenece al dormitorio principal. ¿Les gustaría entrar a verlo?
Althea no era ninguna tonta. Las hizo entrar por la puerta principal, pasando por la galería delantera cuyo piso estaba en mucho mejor estado que el de la trasera; por una puerta de madera de roble tallado con una banderola de vidrio de colores y costados haciendo juego; a un amplio vestíbulo con una escalera que hizo que Maggie ahogara una exclamación. Miró hacia arriba y la vio curvarse en dos descansos alrededor de un espacio abierto que daba al corredor de la planta superior.
El corazón comenzó a latirle con fuerza aun a pesar del olor a moho.
– La madera de toda la casa es de arce. Se dice que el señor Throckmorton se la hizo cortar por encargo en Bahía Sturgeon.
Desde una puerta a la izquierda, Brookie dijo:
– Maggie, mira esto.
Abrió una puerta corrediza y aparecieron telarañas, polvo y el crujido de metal oxidado.
Althea se apresuró a explicar:
– El señor Harding vivió solo aquí durante casi veinte años luego de la muerte de su mujer y, lamentablemente, dejó que la casa se viniera abajo. Clausuró muchas de las habitaciones. Pero cualquiera que tenga ojo reconocerá la calidad bajo la tierra.
La planta principal contenía una sala formal con un pequeño hogar de piedra, y un "salón de música" adyacente. Del otro lado de vestíbulo estaba el comedor, que se conectaba a través de una despensa con la cocina que estaba atrás. Frente a la despensa estaba la habitación de servicio. Cuando Althea abrió la puerta una ardilla huyó por entre voluminosas pilas de periódicos que parecían haberse mojado y secado muchas veces.
– La casa necesita una buena limpieza -murmuró Althea, abochornada, y siguió hacia la cocina.
Ésta era horrorosa, con pintura verde descascarándose en un rincón, delatando malas cañerías. La pileta estaba más oxidada que un petrolero y los armarios -solamente un metro y medio de armarios-eran de una madera horrible, pintada del mismo verde amarillento que las paredes. Dos ventanas largas y estrechas ostentaban cortinas desgarradas de encaje del color del diente de un viejo caballo, mientras que detrás de ellas colgaban persianas color verde militar. Entre las dos ventanas había una desvencijada puerta que daba a la pequeña galería podrida que habían visto desde afuera. La cocina hizo que Maggie recuperara la cordura.
– Señora Munne, me parece que la estamos haciendo perder el tiempo. Esto no es lo que tenía en mente.
Althea prosiguió, sin amilanarse.
– Uno tiene que imaginarla como podría ser, no como es. Esta cocina es un espanto, pero ya que estamos, podríamos echar un vistazo a la planta superior.
– No va a ser necesario.
– Sí, vamos. -Brookie tomó a Maggie del brazo y la obligó a seguir. Mientras subían la escalera detrás de la señora Munne, Maggie pellizcó el brazo de Brookie y masculló:
– Este sitio es un desastre y huele a mierda de murciélago.
– ¿Cómo sabes qué olor tiene la mierda de murciélago?
– Porque es el mismo olor que había en el desván de mi tía Lil.
– Hay cinco dormitorios -dijo la señora Munne-. El señor Harding clausuró todos salvo uno.
El que había dejado en uso resultó ser el del mirador y en cuanto Maggie pisó la habitación sintió que estaba perdida. Ni el papel manchado de humedad, ni la alfombra con olor a moho ni la desagradable colección de muebles viejos comidos por las ratas podían ocultar el encanto del cuarto. Éste se debía a la vista al lago obtenida desde unas altas ventanas profundas y las columnas exquisitamente talladas de la terraza. Como hipnotizada, Maggie abrió la puerta y salió. Presionó las rodillas contra la baranda de madera, mirando hacia el oeste. El sol hacía que la superficie de Bahía Green pareciera una joya. Debajo, el jardín era un desastre; un muelle podrido se hundía a medias en el agua. Pero los árboles eran arces frondosos y antiguos. El mirador era sólido, elegante, evocativo, un sitio desde donde las mujeres quizás hubieran oteado el horizonte esperando los barcos que traerían de regreso a sus maridos.
Maggie sintió tristeza por el suyo, que jamás caminaría por ese jardín, ni compartiría con ella la habitación que había a sus espaldas ni bajaría corriendo la magnífica escalera.
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