Pero, con la misma certeza con la que supo que se arrepentiría mil veces, supo que cometería la locura que Brookie le había metido en la cabeza: viviría en la Casa Harding.
– Muéstreme los otros dormitorios -ordenó al regresar adentro.
No tuvieron ninguna importancia. Eran encantadores, pero palidecían en comparación con la habitación del mirador. Al regresar del altillo (que demostró que Maggie tenía razón: había estado compartiendo la casa con cientos de murciélagos), entró de nuevo en su habitación preferida.
He vuelto a casa, pensó sin lógica alguna, y se estremeció.
Siguiendo a Althea de nuevo escaleras abajo, dijo:
– Lo convertiría en una hostería para dormir y desayunar. ¿Cree que habría problemas zonales?
Brookie tomó a Maggie del brazo desde atrás y la hizo girar, presentando ojos desorbitados y una boca abierta por el asombro.
– ¿Hablas en serio? -susurró.
Maggie se apretó la palma de la mano contra el estómago y contestó en un susurro:
– Estoy temblando por dentro.
– Una hostería… hmmm -dijo Althea al llegar a la planta principal. -No estoy segura. Tendría que verificarlo.
– Y quiero que un ingeniero revise la casa para asegurarse de que las estructuras están en condiciones. ¿Tiene subsuelo?
– Un pequeño sótano. No olvides que estamos sobre suelo rocoso.
Las torturas de la Inquisición podrían haberse llevado a cabo en el sótano, tan húmedo y negro era. Pero había una caldera y Althea alegó que funcionaba. Un nuevo examen de la cocina y la habitación de servicio mostró que había habido pérdidas en las cañerías. Era probable que los artefactos del baño que estaba encima estuvieran a punto de caer por el cielo raso. Mientras Maggie vacilaba, Brookie gritó desde la sala:
– Maggie, ven. ¡Tienes que ver esto!
Brookie había corrido una alfombra apolillada y estaba de rodillas, frotando el piso con un pañuelo de papel humedecido. Escupió, volvió a frotar y exclamó:
– ¡Sí! ¡Es parqué!
El barómetro emocional de Maggie volvió a subir.
Juntas, en cuatro patas, vestidas todavía con trajes de baño y salidas de playa, descubrieron lo que Althea no había adivinado: la sala tenía piso de listones de tres centímetros de madera de arce, dispuestos en forma de nido de pájaro. En el centro exacto de la habitación, encontraron el trozo más pequeño: un cuadrado perfecto. Desde allí, los listones se abrían hacia los extremos de la habitación alargándose cada vez más hasta desaparecer debajo de los zócalos que languidecían bajo años de mugre y polvo.
– Santo Cielo, imagina esto pulido y plastificado -dijo Brookie-. Quedaría reluciente como un violín nuevo. -Maggie no necesitaba más persuasiones. Subió la escalera para ver una vez más la habitación del mirador antes de tener que despedirse de ella por un tiempo.
Una hora después de haber pisado por primera vez la oficina de Propiedades Homestead, Maggie y Brookie estaban de nuevo en el coche alquilado, mirándose y reprimiendo gritos de entusiasmo.
– Por todos los santos, ¿qué estoy haciendo?
– Curándote la depresión.
– Caray, Brookie, esto es una locura.
– ¡Lo sé! ¡Pero estoy tan emocionada que me voy a hacer pipí encima!
Rieron, gritaron y golpearon los pies contra el suelo.
– ¿Qué día es hoy? -preguntó Maggie, demasiado perturba da como para calcular trivialidades como ésa.
– Jueves.
– Me quedan dos días para hacer averiguaciones, uno y medio, si voy a esa boda. Diablos, ojalá no le hubiera dicho a Lisa que iría. ¿Tienes idea de dónde puedo averiguar si hay restricciones zonales para una hostería?
– Podríamos probar en el municipio.
– ¿Hay arquitectos o ingenieros aquí?
– Hay un arquitecto en Bahía Sisler.
– ¿Y abogados?
– Carlstrom y Nevis, como siempre. ¡Por Dios, Maggie, hablas en serio! ¡De veras vas a hacerlo!
Maggie se llevó una mano al agitado corazón.
– ¿Sabes hace cuánto tiempo que no me sentía así? ¡Casi no puedo respirar!
Brookie rió. Maggie apretó el volante, echó la cabeza hacia atrás y hundió los hombros contra el asiento.
– Ay, Brookie, es una sensación fantástica.
Demasiado tarde, Brookie le advirtió:
– Te costará un ojo arreglar esa reliquia.
– Soy millonaria, puedo permitírmelo.
– Y quizá tengas problemas para poner la hostería en zona residencial.
– ¡Lo intentaré. Hay hosterías B y B (Bed and Breakfast) en zonas residenciales por todo el país. ¿Cómo lo lograron?
– Tendrías el mismo código de área telefónico que tu madre.
– Ay -se quejó Maggie-. No me lo recuerdes.
– ¿Qué deberíamos hacer primero?
Maggie encendió el motor, sonriendo y sintió que volvía a tener ganas de vivir.
– Ir a contarle a mi padre.
Roy sonrió y dijo:
– Te ayudaré en todo lo que necesites.
Vera frunció el entrecejo y dijo:
– Te has vuelto loca.
Maggie eligió creerle a su padre.
Durante las últimas horas hábiles del día, Maggie fue al municipio y verificó que Cottage Row era, como lo había anticipado, zona residencial, que debería obtener autorización para anular la restricción, pero la empleada le informó que las zonas las regulaba el distrito, no el municipio. Luego Maggie fue a ver a Burt Nevis para que preparara documentos -condicionales- que acompañarían la seña. Habló con el arquitecto de Bahía Sister, Eames Gillard, que dijo que estaría muy ocupado por dos semanas, pero le indicó que fuera a ver a un ingeniero de Bahía Sturgeon llamado Thomas Chopp. Chopp dijo que podría revisar la casa y que le daría una opinión sobre las condiciones en que estaba, pero que no le daría garantías escritas ni conocía a nadie que fuera a dárselas por una casa de noventa años. Finalmente, llamó a Althea Munne y dijo:
– Le tendré preparada una seña y un contrato condicional de compra para mañana a las cinco.
Después de cenar, Maggie se sentó con Roy, que le preparó una lista de cosas a verificar: caldera, cañerías, instalación eléctrica, termitas, planos y análisis de agua si provenía de un pozo privado, cosa que, según él, era así pues en Fish Creek no había agua corriente.
Luego le preparó una lista de consultores de quienes podría obtener presupuestos y consejos.
Durante todo el tiempo, Vera no dejó de farfullar:
– No veo por qué no te haces construir una linda casa nueva sobre el acantilado o te mudas a uno de los nuevos condominios. Los hay por todas partes, y así tendrías vecinos y no tendrías que lidiar con cañerías rotas y termitas. Y en cuanto a huéspedes… ¡Por Dios, Maggie, qué bochorno! Además del hecho de que una mujer sola no debe abrir su puerta a desconocidos. ¿Quién sabe qué gente rara aparecerá? ¡Y hacerlos dormir bajo tu techo! ¡Me estremezco de sólo pensarlo!
Para gran sorpresa de Maggie, Roy bajó el mentón, la miró fijo y dijo:
– ¿Por qué no te buscas algo para limpiar, Vera?
Vera abrió la boca, volvió a cerrarla y salió de la habitación, sonrojada de furia.
El día siguiente y la mitad del otro fueron una ronda frenética de hacer llamadas, conseguir citas y compromisos de constructores, comparar valores de bienes raíces, encontrarse con abogados; contactarse con la cámara de comercio, con Althea Munne, con el distrito, el estado, una y otra vez para tratar de obtener un reglamento para el estado de Wisconsin en cuanto a hosterías B y B. Luego de recibir indicaciones equivocadas por novena vez, Maggie por fin dio con la persona encargada del tema: el inspector estatal de leche. ¡El inspector estatal de leche, por Dios! Luego de hacerle prometer que le enviaría el informe a su dirección de Seattle, Maggie corrió a buscar el documento que le había preparado el abogado, luego a la oficina de Althea Munne donde pagó la seña aun a pesar de que todavía no tenía respuesta en cuanto al permiso zonal. Mientras estrechaba la mano de Althea, miró el reloj y ahogó un grito. Le quedaban cincuenta minutos para regresar a su casa, bañarse, vestirse y llegar a la iglesia para la boda de Gary Eidelbach.
Capítulo 5
No hubiera podido haber un día mejor para una boda. La temperatura era de unos veinticinco grados, el cielo estaba despejado y la sombra moteaba la escalinata de la Iglesia Comunitaria de Fish Creek donde los novios y sus invitados se habían reunido después de la ceremonia.
Eric Severson conocía a todos los familiares de los novios y a la mayoría de los invitados. Su madre y Nancy estaban en la hilera para saludar delante de él y detrás venían Barbara y Mike, seguidos por empresarios, vecinos y amigos que él conocía desde hacía años. Estrechó las manos de los padres del novio e hizo las presentaciones.
– Querida, ellos son los padres de Gary. Cari, Mary, mi mujer, Nancy.
Mientras intercambiaban comentarios amables, Eric observó cómo los ojos de ellos admiraban a su mujer y se sintió orgulloso, como siempre, de tenerla a su lado. Dondequiera que la llevara la gente se quedaba mirándola. Mujeres, niños, hombres viejos y jóvenes: todos eran susceptibles. Ni siquiera en una boda la novia recibía tantas miradas de admiración.
Eric avanzó con la fila y besó la mejilla de la novia.
– Estás hermosa, Deborah. ¿Crees que podrás mantener en vereda a este donjuán? -bromeó, sonriendo al novio que era diez años mayor que ella. Gary apretó a su mujer contra sí y rió mirándola a los ojos.
– Ningún problema -respondió.
Eric le estrechó la mano.
– Felicitaciones, viejo, te lo mereces. -Todo el pueblo sabía que la primera mujer de Gary lo había abandonado con dos niños cinco años antes para irse con un director de fotografía de Los Angeles que había estado haciendo una filmación en Door County. Los niños ahora tenían once y trece años y estaban junto a su padre, vestidos con sus primeros atuendos formales.
– Sheila -bromeó Eric, tomando las manos de la niña-. ¿No sabes que es mala educación estar más hermosa que la novia? -Le besó la mejilla y la hizo ponerse del mismo intenso tono rosado que su primer vestido largo.
Sheila sonrió, dejando al descubierto una boca llena de apáralos de ortodoncia y respondió con timidez:
– Tu esposa es más hermosa que todas las novias del mundo.
Eric sonrió, apoyó una mano sobre el cuello de Nancy y deslizó sobre ella una mirada apreciativa.
– Gracias, Sheila, yo pienso lo mismo.
Luego venía Brett, el de once años. Eric acarició la solapa de seda del esmoquin del niño y silbó por lo bajo:
– ¡Miren esto! ¡Pero si es el mismísimo Michael Jackson!
– Preferiría estar usando mi remera de fútbol -se quejó Brett, metiéndose una mano dentro de la chaqueta para levantarse la faja de seda-. Esta cosa se me cae todo el tiempo.
Rieron y siguieron hasta el extremo de la hilera. Eric esbozó una enorme sonrisa al atisbar un rostro familiar que no había visto en años.
– No lo puedo creer. Lisa… ¡Hola!
– ¡Eric!
Abrazó a la bonita mujer de pelo oscuro, luego retrocedió para hacer las presentaciones.
– Nancy, ella es Lisa, la hermana de Gary. Reina de belleza de la clase del 65. Ya ves por qué. Ella y yo éramos amigos hace muchísimo, cuando Gary no era más que un mocoso que nos perseguía a nosotros los varones para que le hiciéramos unos pases con la pelota o lo lleváramos a pasear en barco. Lisa, esta es mi mujer, Nancy.
Las dos mujeres se saludaron y Eric agregó:
– Lisa, estás sensacional. Lo digo en serio. -La hilera comenzó a empujarlo y él tuvo que moverse. -Hablaremos más tarde, ¿quieres?
– Sí, claro. Ah, Eric… -Lisa lo tomó del brazo. -¿Viste a Maggie?
– ¿A Maggie? -Eric se irguió en forma inconsciente.
– Está aquí, en algún sitio.
Eric miró a los invitados que se apretujaban en la acera y en la calle.
– Por allí -dijo Lisa, señalando -. Con Brookie y Gene. Y ese que está con ellos es Lyle, mi marido.
– Gracias, Lisa. Iré a saludar. -A Nancy, dijo: -¿No te importa, verdad, mi amor?
A ella le importaba, pero no lo dijo. Eric le tocó el hombro y la dejó con su madre, diciendo:
– Discúlpame. Enseguida vuelvo.
Al verlo partir, Nancy sintió una punzada de temor, pues supo que iba hacia su novia de la adolescencia. La mujer era una rica viuda que hacía poco tiempo lo había llamado a medianoche y Eric era un hombre atractivo vestido con traje gris nuevo y una camisa blanca que acentuaba su cuerpo musculoso y su tono bronceado. Mientras él avanzaba por entre la gente, dos adolescentes y una mujer de unos setenta años se quedaron mirándolo cuando pasó junto a ellas. Si ellas lo miraban, ¿qué haría su antigua novia?
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