Sus miradas se encontraron, en una oportunidad, durante la cena. Eric esbozó una sonrisa impersonal y Maggie quebró el contacto volviéndose para decir algo a Brookie, que estaba a su izquierda.

Cenaron los famosos y extravagantes platos de pescado del club: escalopes Mornay, lenguado relleno, siluro a la Cajun, langostinos marinados y pinzas de cangrejo cocinadas al vapor. Más tarde, cuando los invitados volvieron a mezclarse para conversar, Maggie encontró un momento para estar a solas. El baile había comenzado; ella fue a pararse junto al inmenso ventanal para contemplar el sol poniente sobre el agua de la bahía. Apareció un par de veleros, blancos y displicentes como gaviotas. Los camareros se habían llevado las relucientes sartenes y ollas y habían apagado las llamas azules. El fuerte aroma del calentador a alcohol, tan característico de los restaurantes elegantes, le hacía recordar el club de campo de Bear Creek, donde había asistido a una boda antes que Phillip muriera. Habían estado con sus amigos, conversando, riendo, bailando. Seis meses después de su muerte rechazó la invitación a otra boda, pues no se sentía con fuerzas para enfrentarla a solas. Y ahora aquí estaba, disfrutando de un día agradable. Había roto otra de las barreras de la viudez. Quizá, como le habían dicho en el grupo de terapia, fue ella la que se alejó de sus amigos. En aquel entonces ella se había defendido con vehemencia: "¡No, ellos me abandonaron a mí!"

Aquí, en un entorno familiar y entre rostros conocidos, entusiasmada por los cambios inminentes en su vida, por fin admitió ante sí misma una verdad que tendría que haber reconocido hacía un año.

Si hubiera buscado ayuda antes, me habría sentido menos sola y desdichada.

El sol se estaba ocultando. Se había sentado sobre el agua como una enorme moneda. Cruzando su camino, los veleros parecían flotar unos centímetros por encima del agua. Más cerca, alrededor de los barcos amarrados, el agua calma parecía de seda, arrugada sólo por un par de patos que disfrutaban del último baño del día.

– ¿Es hermoso, no te parece? -comentó Eric junto al hombro de Maggie.

Ella controló el impulso de mirarlo, pues supo que sin duda su mujer los estaría observando desde algún rincón del salón.

– Hermoso y familiar, lo que es aun mejor.

– Necesitabas realmente este viaje a tu pueblo.

– Sí, no me di cuenta de cuánto lo necesitaba hasta que llegué. He estado aquí admitiendo que durante el último año alejé de mí a mucha gente. Yo pensaba que eran ellos los que me abandonaban, cuando en realidad era a la inversa. Lo que finalmente me hizo comprenderlo fue venir aquí, buscar apoyo. ¿Sabes que ésta es la primera fiesta a la que asisto desde la muerte de Phillip?

– ¿Y lo estás pasando bien?

– Sí, muy bien. Si hubiera tenido tiempo para considerar la invitación, es probable que no hubiera venido. Como sucedieron las cosas, Lisa me tomó desprevenida. Y aquí estoy, ya sin sentir lástima de mí misma. ¿Sabes qué otra cosa he descubierto?

– ¿Qué?

Maggie se volvió para encontrarlo cerca, sosteniendo su copa sin beber, mirándola.

– Que no me siento como un pez fuera del agua sin un hombre a mi lado, como creí que sucedería.

– Has progresado -dijo él, simplemente.

– Sí, creo que sí.

Se produjo un silencio. Se miraron. Eric revolvió su bebida con un escarbadientes adornado con una aceituna, bebió un sorbo y bajó la copa.

– Se te ve muy bien, Maggie. -Las palabras brotaron en voz baja, como si no hubiese podido contenerlas.

– A ti también.

Se quedaron uno junto al otro, absorbiendo los cambios mutuos, complacidos, de pronto, por el hecho de que habían madurado con elegancia. En sus ojos había recuerdos que hubiera sido más prudente velar.

Fue Eric el que los sacó de la mutua absorción. Se movió, dejando más distancia entre ambos.

– Después de que llamaste, Ma buscó el anuario y nos reímos al ver lo flacucho y pelilargo que era yo. Luego traté de imaginarte con treinta y nueve años…

– Cuarenta.

– Es cierto, cuarenta. No sé qué imaginaba. Una viuda canosa y arrugada con zapatos ortopédicos y un chal o algo por el estilo.

Maggie rió, agradecida por su franqueza y admitió:

– Yo también me pregunté si te habrías quedado pelado o vuelto gordo o si tenías verrugas en el cuello.

Eric echó la cabeza hacia atrás y rió.

– Diría que ambos hemos envejecido muy bien.

Maggie sonrió y le sostuvo la mirada.

– Tu mujer es bellísima.

– Lo sé.

– ¿No le molestará que hablemos así?

– Es posible. No lo sé. Ya no hablo mucho con mujeres solas.

Maggie recorrió la habitación con la mirada y descubrió a Nancy observándolos.

– No quiero causar ninguna fricción entre ustedes, pero tengo un montón de preguntas que hacerte.

– Adelante. ¿Quieres que te consiga algo para beber?

– No, gracias.

– ¿Una copa de vino blanco, quizás o algo suave?

– Pensándolo mejor, me agradaría un poco de vino.

Cuando él se alejó, Maggie tomó la decisión de dejarle bien en claro a Nancy Severson que no tenía intenciones de robarle el marido. Esquivó a los bailarines y fue hasta la mesa de Eric.

– ¿Señora Severson? -dijo.

Nancy levantó la vista y la miró con indiferencia.

– Macaffee -respondió.

– ¿Cómo?

– Mi apellido es Macaffee. Lo mantuve cuando me casé con Eric.

– Ah -respondió Maggie, sin saber qué decir-. ¿Puedo sentarme un minuto?

– Por supuesto. -Nancy sacó su elegante cartera con cuentas de la silla pero no sonrió.

– Espero que no le moleste que bombardee a Eric con preguntas por un rato. ¡Me queda tan poco tiempo antes de regresar a Seattle y es tanto lo que necesito saber!

Nancy movió una mano en dirección a Eric, que regresaba, y fulminándolo con la mirada, dijo:

– Es todo suyo.

– Aquí tienes. -Eric entregó la copa a Maggie y miró a su mujer, asombrado ante su mal disimulado fastidio, al que le faltaba poco para ser sencillamente grosero. Lo que le había dicho a Maggie era cierto: casi nunca se mezclaba con mujeres solas. Era un hombre casado y jamás se le había ocurrido la idea. Además, le parecía raro ser el que observaba reacciones celosas en lugar del que las reprimía. Debido a la espectacular belleza de Nancy, cada vez que aparecía en público con ella veía las miradas embobadas de los hombres, que a veces hasta alzaban sus copas hacia ella cuando pasaba. Eric había aprendido a aceptar sin sentirse amenazado, a tomarlo como un cumplido a su buen gusto por haberla elegido como esposa.

Pero aquí estaba, recibiendo un helado dardo de celos y era lo suficientemente varonil -y fiel- como para apreciar las causas y considerarlas saludables luego de dieciocho años de matrimonio.

Se sentó junto a Nancy y pasó un brazo por el respaldo de su silla.

– ¿Así que realmente vas a hacerlo? -preguntó a Maggie, volviendo al tema de unos minutos antes.

– ¿Te parece una locura, abrir una hostería B y B en la vieja casa Harding?

– Si la casa está en buenas condiciones, en absoluto.

– Lo está, y si volviera para ponerla en funcionamiento, dime qué debo esperar de la junta de planeamiento.

– Pueden otorgarte el permiso de inmediato o puede haber franca hostilidad.

– ¿Pero por qué?

Eric se inclinó hacia adelante y apoyó ambos codos sobre la mesa.

– Hace cinco años, un gran conglomerado de empresas llamado Northridge Development, vino y comenzó a hacer negocios con tierras en secreto, utilizando lo que luego se llamó "tácticas de guantes de seda" para convencer a los dueños de vender, aun a pesar de que al principio ellos se resistían. Solicitaron un permiso condicional de uso y luego de que se lo otorgamos, la Northridge puso un condominio de treinta y dos unidades en un predio de medio acre, creando todo tipo de problemas, empezando por el de estacionamiento. Fish Creek apenas si tiene sitio para que estacionen los coches de los turistas, apretado como está contra el risco, y estamos tratando por todos los medios de evitar las grandes playas de estacionamiento pavimentadas, lo que arruinaría la atmósfera pintoresca. Cuando las nuevas unidades quedaron ocupadas, los comerciantes de la zona se empezaron a quejar de que las ventas habían bajado pues la gente no conseguía lugar para estacionar. Alegaron que el conglomerado había pasado por alto intencionalmente nuestros requisitos de densidad y armaron un gran alboroto con la junta a causa del aspecto del edificio, que es demasiado moderno para el gusto local. Los ecologistas también se nos vinieron encima, gritando en defensa de la flora, la fauna y la preservación de la costa. Y tienen razón, todos tienen razón, el encanto de Door County es su provincialismo. Es deber de la junta preservar no sólo el espacio que nos queda, sino la atmósfera rural de toda la península. Con eso te toparás cuando solicites permiso para instalar una hostería en zona residencial.

– Pero no voy a construir treinta y dos unidades. Sólo abriría cuatro o cinco habitaciones al público.

– Y te las verías con un grupo de ciudadanos de Door que sólo oyen la palabra "motel".

– ¡Pero una hostería no es un motel! Es… es…

– Es peligroso, dirían algunos.

– ¡Además, tengo estacionamiento adecuado! Hay una vieja cancha de tenis del otro lado de la calle que se convertiría en un magnífico sitio para los automóviles.

– Eso lo considerarán, sin duda.

– Además… yo no soy una astuta empresa del Este que trata de comprar propiedad valiosa y hacer el negocio de su vida vendiendo condominios. Soy una chica de su casa, y mi casa es aquí.

– Eso también obraría en tu favor. Pero debes recordar… -Eric estaba apuntando a la nariz de Maggie con un escarbadientes cuando Nancy se cansó de la conversación y bruscamente apartó la mano de él.

– Discúlpenme. Iré a escuchar un poco de música.

Eric, entusiasmado por la conversación, la dejó marchar, luego volvió a apuntar con el escarbadientes.

– Debes recordar que estarás frente a un grupo de residentes de Door que deben velar por los intereses de todos. En este momento, en la junta están: un granjero de Sevastopol, una profesora de la secundaria, un pescador comercial, un periodista, el dueño de un restaurante y Loretta McConnell. ¿Recuerdas a Loretta McConnell?

Maggie sintió que su entusiasmo se desvanecía.

– Lamentablemente, sí.

– Quería ser dueña de Fish Creek. Su familia ha estado aquí desde que Asa Thorpe construyó su cabaña. Si decide votar en contra de tu permiso, la cosa se te complicará. Tiene dinero y poder, y a menos que me equivoque, a pesar de sus ochenta años, usa muy bien ambas cosas.

– ¿Qué hago si me lo niegan?

– Vuelves a solicitarlo. Pero la mejor forma de evitar eso es presentarte ante ellos con todos los datos y cifras que puedas reunir. Diles cuánto piensas gastar para restaurar el sitio. Tráeles presupuestos reales. Consigue estadísticas sobre la cantidad de unidades de hospedaje que se llenan aquí en la temporada turística pico y cuántos turistas se tienen que ir por falta de alojamiento. Tranquilízalos respecto del estacionamiento. Consigue que residentes locales te apoyen y se presenten ante la junta.

– ¿Tú lo harías?

– ¿Haría qué cosa?

– Apoyarme ante ellos.

– ¿Yo?

– Fuiste miembro de la junta. Te conocen, te respetan. Si consigo que creas que alteraré el ambiente lo menos posible con mi negocio, que no llenaré Cottage Row de automóviles ¿te presentarías conmigo ante la junta y les recomendarías que me otorgaran el permiso?

– Bueno, no veo por qué no. Me vendría bien también a mí cerciorarme de lo que piensas hacer con la casa.

– Desde luego. En cuanto tenga planos y presupuestos, serás el primero en verlos.

– Otra cosa.

– ¿Qué?

– No estoy tratando de entrometerme y no necesitas contestarme si no quieres, pero ¿tienes dinero para hacer todo eso? Cuando la Northridge solicitó el permiso, lo que convenció a la junta fue la cantidad de dinero que destinó al proyecto.

– El dinero alcanza y sobra, Eric. Cuando cae un avión de esas dimensiones, a los sobrevivientes se les paga bien.

– Bien. Ahora cuéntame a quién conseguiste para que te pasara presupuestos de la obra.

La conversación pasó a ingenieros, obreros, arquitectura, nada más personal que eso. Maggie le dijo que se pondría en contacto con él cuando llegara el momento en que necesitaría su ayuda, le agradeció y se despidieron con un muy recatado apretón de manos.