Maggie dio un paso atrás y se quedó esperando. La sala estaba tan silenciosa que se podría haber oído crecer un pelo en la oreja del presidente de la junta. Se oyó una risita en el fondo del salón. El presidente de la junta parpadeó y pareció emerger de un trance.

– ¿Hace cuánto tiempo que está de regreso en Door County?

– Menos de tres semanas.

El hombre dirigió una sonrisa irónica a sus acompañantes, sentados a su derecha y a su izquierda y comentó con un brillo de humor en los ojos.

– Imagino que a esta altura ya sabe si alguno de los miembros de esta junta ha tenido alguna multa por mal estacionamiento en el último año.

Maggie sonrió.

– No, señor, lo ignoro. Pero sé cuánto ganan por formar parte de la junta. Puesto que ahora soy contribuyente aquí, me pareció prudente averiguarlo.

Se oyeron risas por toda la sala, hasta de los mismos miembros de la junta.

– ¿Puedo preguntarle, señora Stearn, a qué se dedicaba en Seattle?

– Era profesora de economía doméstica, cosa que considero una ventaja adicional. Sé cocinar, coser y decorar -todos requisitos para manejar una hostería- y pienso que no me costará aprender a encargarme de la parte administrativa.

– De eso no tengo ninguna duda. -Echó una mirada a la solicitud, luego volvió a fijar los ojos en Maggie. -Imagino que allí hay cuestiones de zona.

– Yo también lo creí, señor, hasta que recibí el reglamento de los Servicios Sociales y de Salud para establecimientos de hospedaje y desayuno que indica claramente que si tuviera cinco habitaciones o más, se me consideraría un hotel, por lo que sólo podría operar en zonas comerciales. Pero mientras me mantenga en cuatro habitaciones para huéspedes o menos, se me considerará hostería y éstas están permitidas en zonas residenciales. Puse una copia del folleto para usted, en algún sitio. Encontrará el reglamento en el párrafo tres, bajo HSS 197.03; es la sección llamada Definiciones.

El presidente de la junta parecía haber sido apaleado. Las cejas arqueadas casi le tocaban la línea del pelo y la mandíbula le colgaba.

– Casi tengo miedo de preguntar… ¿Hay algo más que quisiera agregar?

– Sólo que tengo un ex miembro de la junta, Eric Severson, aquí conmigo, para dar referencias sobre mi persona.

– Sí, lo vi sentado junto a usted. Hola, Eric.

Eric lo saludó con la mano.

Por fin habló Loretta McConnell.

– Quisiera hacer unas preguntas a la señora Stearn.

– Sí, señora. -Por primera vez Maggie miró a la mujer de ojos astutos y aire intimidador.

– ¿Dónde haría publicidad?

– Principalmente en las publicaciones de la Cámara de Comercio y pienso pedirle a Norman Simsons, autor de Hosterías y Rutas Campestres que, si es posible, incluya mi hostería en la próxima edición de su libro. Y, por supuesto, tendré un discreto letrero delante de la casa.

– ¿No pondrá carteles callejeros?

– ¿Que afeen todo Door County? ¡De ninguna manera! Soy de aquí, señorita McConnell. Quiero que la zona se arruine lo menos posible. Puedo arreglármelas muy bien sin letreros.

– ¿Y en el exterior de la casa, tiene planeado cambios?

– Una única escalera, que mencioné, para cumplir con los requisitos del código de incendios. Y una galería trasera nueva, porque la original se estaba cayendo a pedazos, pero que será idéntica a la que estaba. Ya se ha comenzado con la pintura de la parte exterior y la casa quedará con los colores originales, cosa que, como sabe, exige la ley en ciertas partes del país. La casa tendrá los colores elegidos por Thaddeus Harding: amarillo azafrán con rebordes de ventanas en dorado viejo, cornisas azul prusiano y tirantes del techo de un azul más pálido. Las barandas y balcones serán blancos. Ésos son los únicos cambios que planeé. Cuando cuelgue el letrero que diga Casa Harding, la gente que la ha conocido durante todos estos años, la verá tal cual como la recuerdan en sus primeros tiempos. Loretta McConnell mordió el sutil anzuelo.

– ¿Casa Harding?

– Pienso conservar el nombre, sí. Es tan tradicional como este mismo tribunal. Los sitios tradicionales deben conservar su nombre, ¿no cree?

Cinco minutos más tarde, Maggie y Eric abandonaban el tribunal con el Permiso Condicional de Uso en la mano.

Contuvieron los gritos de triunfo mientras salían por los pasillos, pero una vez que estuvieron afuera, ambos aullaron a la vez. Maggie rió mientras Eric emitía un alarido de guerra y la levantaba por el aire.

– ¡Caramba, mujer, los dejaste muertos! ¿Dónde demonios conseguiste toda esa información tan rápido?

Maggie volvió a reír, todavía incrédula y exclamó:

– ¡Bueno, tú me dijiste que les presentara hechos!

Eric la dejó en el suelo y le sonrió.

– Hechos… sí. ¡Pero ni ellos ni yo esperábamos el Almanaque Mundial! ¡Maggie, estuviste magnífica!

– ¿Te parece? -Ella rió y sintió que las rodillas comenzaban a temblarle. -¡Ay, Eric, estaba tan asustada!

– Pues nadie lo hubiera dicho. Parecías Donald Trump a punto de levantar otro edificio en Nueva York o Lee Iacocca anunciando un nuevo modelo.

– ¿De veras? -preguntó Maggie, azorada.

– Deberías haberte visto.

– Creo que tengo que sentarme. Estoy temblando. -Se dejó caer sobre el extremo del macetero de piedra junto a la puerta y se llevó una mano al estómago.

Eric se sentó a su lado.

– No tuviste ningún inconveniente desde el principio. Yo estuve en esa junta, Maggie. Sabes cuánta gente viene a pedir permisos para construir esto o aquello y no tiene la menor idea de cuánto les costará abrirlo, administrarlo, ¡nada! Los dejaste totalmente anonadados, Maggie. Caray, no me necesitabas en absoluto.

– Pero me hace tan feliz saber que estabas allí. Cuando me volví y te vi sonreír… -Se interrumpió y terminó diciendo: -Estoy muy contenta de que estés aquí para festejar conmigo.

– Yo también. -Le tendió una mano. -Felicitaciones, Maggie Mía.

Ella le dio la mano y él se la estrechó. Y se la sostuvo un poco más de lo necesario o prudente. El apodo había salido de no se sabe dónde, un eco de un tiempo pasado. Sus miradas se encontraron en la noche de octubre que los envolvía; junto a ellos, la luz caía por la ventana de la gran puerta del tribunal. La sensación de la mano delgada de ella en la más fuerte de él era demasiado placentera.

Maggie, actuando con sensatez, la retiró.

– Así que ahora eres posadera -comentó Eric.

– Todavía no lo puedo creer.

– Pues créelo.

Maggie se puso de pie, juntó las manos y las colocó sobre su cabeza. Luego giró en un círculo lento, contemplando las estrellas.

– ¡Oh! -suspiró.

– ¿Viste la cara de Loretta McConnell cuando ponías todos esos papeles sobre la mesa?

– ¡Cielos, no! Tenía miedo de mirarla.

– Bueno, pero yo la miré y pude contar los dientes que le fallaban, de tan abierta que tenía la boca. Y luego, cuando le dijiste lo de los colores de la casa… ¿Maggie, cómo diablos averiguaste de qué color había sido?

– Leí un artículo en el New York Times sobre restauración y análisis de pinturas. Daba el nombre de fabricantes de pintura que se especializan en analizar la pintura antigua de edificios y producir auténticos colores Victorianos. Me puse en contacto con uno de Bahía Green. Lo que no le dije a Loretta McConnell es que no hice lodo esto en las últimas tres semanas. Comencé no bien llegué a Seattle. Gasté en llamadas de larga distancia sumas que te harían descomponer.

Él rió por lo bajo y sonrió a las estrellas.

– Casa Harding, hostería -musitó-. Ya lo veo.

– ¿Quieres verla? -La pregunta brotó sola, obediente al entusiasmo de Maggie.

– ¿Ahora?

– Ahora. ¡Necesito verla ahora que sé que realmente va a suceder! ¿Quieres venir conmigo?

– Por supuesto. Estaba esperando que me invitaras.

Eric tuvo que apurar el paso para mantenerse a la par de Maggie mientras se dirigían a la camioneta.

– ¡Voy a tener la hostería más elegante que jamás hayas visto! -proclamó Maggie mientras avanzaban a paso rápido-. Scons de crema, sábanas con puntilla y antigüedades por todas partes. ¡Espera y verás, Eric Severson!

Él rió.

– ¡Maggie, no corras así, te vas a matar con esos tacos altos!

– Esta noche no. ¡Esta noche estoy hechizada!

Conversó animadamente durante todo el trayecto hasta Fish Creek, trazando planes, desde los más básicos como dónde instalaría la lavandería hasta los más detallistas, como el de poner un plato de caramelos siempre a disposición de los huéspedes en la sala y servirles un licor antes de que se acostaran. Amaretto, quizás o crema de cacao con crema flotando encima. Siempre le había gustado la crema de cacao con crema, le dijo, y le encantaba ver cómo los dos colores se mezclaban después del primer sorbo.

En la casa, Eric estacionó junto a la hilera de árboles y la siguió por unos anchos escalones hasta la galería trasera recién reparada. Maggie destrabó la puerta y lo guió adentro.

– Quédate aquí mientras busco el interruptor de luz.

Eric oyó un clic, pero todo quedó a oscuras. Maggie volvió a accionar el interruptor, cuatro veces.

– ¡Ay, diablos!, deben de haber desconectado algo. Los Lavitsky estaban usando las herramientas eléctricas cuando estuve aquí hoy, pero… espera, iré a probar con otra luz. -Un instante más tarde, él oyó un ruido sordo y el ruido de madera contra madera.

– ¡ Ay!

– ¿Maggie, te lastimaste?

– No, me golpeé un poco, nada más. -Más clics. -Caray, no funciona nada.

– Tengo una linterna en la camioneta. Espera, la traeré.

Regresó al cabo de un instante, iluminando la cocina, capturando a Maggie dentro del haz de luz. Se la veía incongruente con su ropa elegante y zapatos de taco alto, de pie junto a una mesa de carpintería con una pila de yeso roto a sus pies.

Se quedaron en la habitación oscura, con las facciones iluminadas por la tenue luz de la linterna, igual que lo habían estado años atrás por las luces del tablero cuando se quedaban hasta altas horas de la noche dentro del coche estacionado.

Eric pensó: No deberías estar aquí, Severson.

Y ella: Será mejor que te muevas. Rápido.

– Ven, vamos a ver la casa.

Él le entregó la linterna.

– Te sigo.

Maggie le mostró la cocina, donde pronto habría armarios blancos con puertas de vidrio; la habitación de servicio cuya pared exterior ya había sido cambiada; el pequeño baño que sería para su uso privado, oculto bajo una escalera junto a la cocina, con techo inclinado y revestimiento de madera de la mitad de la pared hacia abajo; la sala principal con el hermoso piso de arce que utilizaría para los huéspedes, y la sala de música que se convertiría en su propio saloncito; las puertas corredizas que los dividirían; el comedor donde serviría scons calientes y café para el desayuno; la escalera principal con su baranda llamativa; los tres dormitorios para huéspedes en la Planta superior y un cuarto dormitorio, que se dividiría para construir la escalera nueva y el baño adicional.

– Dejé lo mejor para lo último -dijo Maggie, guiando a Eric por una última puerta- Ésta… -Entró. -… es la Habitación del Mirador. -Paseó la luz de la linterna por las paredes y cruzó hasta una puerta en la pared de enfrente. -Mira. -La abrió y salió a la fresca brisa de la noche. -Éste es el mirador. -¿No es hermoso? Durante el día se puede ver la bahía, los barcos y la isla Chambers desde aquí.

– He visto esto desde el agua muchas veces y siempre me imaginé que debería de tener una vista espectacular.

– Será mi mejor habitación. Me encantaría guardarla para mí, pero me doy cuenta de que no tendría sentido. Sobre todo porque puedo utilizar la habitación de servicio y tener mi propio baño con acceso a la cocina y a la salita. De modo que he decidido convertir la Habitación del Mirador en la Suite Nupcial. -Lo guió de nuevo adentro. -Voy a ponerle una gran cama de bronce y llenarla de almohadones con encaje. Quizás un ropero antiguo contra esa pared y allí un espejo de pie, y encaje blanco en las ventanas para que no se pierda la vista. Por supuesto, va a haber que reparar toda la carpintería y los pisos. Y bien, ¿qué opinas?

– Creo que vas a tener un invierno muy ocupado.

Maggie rió.

– No me importa. No veo la hora de comenzar.

– Y… -Eric miró la esfera iluminada de su reloj. -Creo que es hora de que te lleve de regreso a tu casa o a tu madre le dará un ataque.