– Tienes razón. Debe de estar esperándome levantada, lista para tratarme como si tuviera otra vez catorce años.

– ¡Ah, las madres! Todas se tornan un castigo a veces.

Bajaron la escalera juntos con la luz de la linterna bailando delante de ellos.

– No me imagino a la tuya siéndolo.

– No con frecuencia, pero tiene sus momentos. Se pone pesada respecto de que Nancy trabaja y no está nunca. Piensa que no es forma de llevar adelante un matrimonio. -Al llegar abajo, Eric añadió: -El problema es que yo opino lo mismo.

En la oscuridad, Maggie se detuvo. Era la primera vez que Eric había insinuado que algo podía no andar del todo bien en su matrimonio y dejó a Maggie sin saber qué decir.

– Oye, Maggie, olvida que dije eso. Lo siento.

– No, no… Está bien, Eric. Es sólo que no sabía qué decir.

– Amo a Nancy, te juro que la amo. Es que parecemos habernos alejado tanto el uno del otro desde que regresamos aquí. Viaja cinco días por semana y cuando está en casa, yo salgo en el barco. Ella odia el barco y yo odio su trabajo. Es algo que tenemos que solucionar, nada más.

– Todos los matrimonios tienen sus problemas.

– ¿El tuyo también los tenía?

– Por supuesto.

– ¿Cuáles? Si no te importa que te lo pregunte, claro.

Permanecieron donde estaban; Maggie apuntó la linterna al suelo entre ambos.

– A él le gustaba jugar y a mí me fastidiaba. Todavía me sigue fastidiando, pues es lo que finalmente lo mató. El avión en el que estaba cuando murió iba a Reno, para una escapada de juego. Iba allí una vez por año, con un grupo de la Boeing.

– ¿Y tú nunca lo acompañabas?

– Una vez fui, pero no me gustó.

– De modo que iba solo.

– Sí.

– ¿Era adicto al juego?

– No, cosa que dejaba una gran zona gris entre los dos. Sencillamente era un escape para él, algo que le gustaba y a mí no. Siempre decía que el dinero con que jugaba era suyo, dinero que había ahorrado para eso. Y decía, ¿hay algo que deseas que no tienes? No lo había, por supuesto, de modo que ¿qué podía decir yo? Pero siempre pensé que era dinero que podríamos haber utilizado juntos, para viajar, o… o…

El silencio los envolvió. Transcurrieron unos segundos en los que estuvieron lo suficientemente cerca para tocarse, pero no lo hicieron. Por fin Maggie emitió un suspiro trémulo.

– ¡Dios, cómo lo amaba! -susurró-. Y realmente teníamos todo. Viajábamos y nos permitíamos lujos, un velero, ser socios de un club exclusivo. Y todavía lo tendríamos todo, juntos, si él no se hubiera ido en ese viaje. No te imaginas la culpa que siento al seguir sintiendo furia cuando él es el que murió…

Eric le apretó el brazo.

– Lo siento, Maggie. No fue mi intención desenterrar recuerdos tristes.

Ella se movió y él supo que se había secado los ojos en la oscuridad.

– Está bien -dijo Maggie-. Aprendí con mi grupo de terapia que es perfectamente normal que sienta enojo hacia Phillip. Del mismo modo que es perfectamente normal que tú lo sientas hacia Nancy.

– Siento enojo, pero también me siento culpable, porque se que adora su trabajo y es excelente en él. Y trabaja mucho. Cuando vuela por todo el país a veces no llega al hotel hasta las nueve o diez de la noche y cuando está en casa los fines de semana tiene que hacer una cantidad increíble de papelerío. Pero eso también me molesta. Sobre todo durante el invierno cuando podríamos estar juntos los sábados. Pero tiene que hacer informes de ventas. -Suspiró y agregó con cansancio: -¡Ay, Dios… no sé!

El silencio volvió y con él llegó una peculiar intimidad.

– Maggie, jamás hablé de esto con nadie -admitió Eric.

– Yo tampoco. Salvo con el grupo de terapia.

– Elegí un pésimo momento. Perdóname. Estabas tan contenta y entusiasmada antes de que yo empezara a causar problemas.

– Eric, no seas tonto. ¿Para qué están los amigos? Además, sigo contenta y entusiasmada… por adentro.

– ¡Qué suerte!

Juntos se volvieron y siguieron el haz de luz hacia la puerta de la cocina que daba a la galería. Se detuvieron y Maggie iluminó la hábilación por última vez.

– Me gusta tu casa, Maggie.

– A mí también.

– Me gustaría verla alguna vez cuando esté toda terminada.

En un esfuerzo por levantar los ánimos caídos, Maggie dijo:

– Te invitaré a tomar el té en el salón principal.

Salieron a la galería trasera y Maggie cerró la puerta con llave. Mientras se dirigían a la camioneta, Eric preguntó:

– ¿Mañana estarás aquí?

– Mañana y todos los demás días. Ya empecé a pintar la carpintería del piso superior y después de eso me toca el empapelado y las cortinas.

– Haré sonar la sirena cuando pase con el barco.

– Y yo te saludaré desde el mirador si te oigo.

– Trato hecho.

Viajaron en silencio la corta distancia hasta la casa de los padres de Maggie, conscientes de que había habido un cambio sutil durante la velada. La atracción estaba presente de nuevo. Contenida, pero presente. Se dijeron que no importaba porque esa noche era un punto aislado en el tiempo que no se repetiría. Ella se ocuparía de poner en marcha su hostería y él de seguir con su negocio y si ocasionalmente se encontraban en la calle se saludarían en forma amistosa y ninguno de los dos admitiría qué bueno había sido estar junios una noche de octubre, cuan unidos se sentían festejando juntos la victoria de Maggie afuera del tribunal. Él olvidaría que sin querer la había llamado Maggie Mía y que había admitido que no todo eran rosas en su matrimonio.

Al llegar a casa de los padres de ella, Eric estacionó junto a la acera y puso la camioneta en punto muerto. El asiento vibraba debajo de ellos. Maggie estaba sentada lo más lejos posible de él, con la cadera contra la puerta. En la sala, las cortinas estaban cerradas, pero se veía una luz encendida.

– Muchísimas gracias, Eric.

– Fue un placer -respondió él en voz baja.

Se miraron en la tenue luz del tablero, ella con un maletín contra el costado, él con las manos sobre el volante.

Maggie pensó: ¡Sería tan fácil!

Él pensó: ¡Bájate, Maggie, pronto!

– Adiós -dijo ella.

– Adiós… y mucha suerte.

Maggie bajó la mirada, encontró la manija y tiró, pero la puerta se atrancó, como siempre. Eric se inclinó por encima de las rodillas de ella y por ese brevísimo instante mientras abría la puerta, su hombro rozó el pecho de Maggie.

La puerta se abrió y Eric se enderezó.

– Listo.

– Gracias de nuevo… adiós -masculló Maggie. Bajó y cerró la puerta antes de que él pudiera responder.

La camioneta se alejó de inmediato y ella subió los escalones del porche tocándose la cara ardiente y pensando: ¡Mamá se dará cuenta! ¡mamá se dará cuenta! Estará esperando del otro lado de esta puerta.

Y estaba.

– ¿Y bien? -fue todo lo que dijo Vera.

– Te lo cuento en un minuto, mamá. Primero tengo que ir al baño.

Maggie subió corriendo la escalera, cerró la puerta del baño y se apoyó contra ella con los ojos cerrados. Fue hasta el botiquín con espejo y estudió su imagen. Su color era normal, a pesar de las emociones cargadas que habían llenado la camioneta sólo unos momentos antes.

Es casado, Maggie.

Lo sé.

Así que aquí termina todo.

Lo sé.

Te mantendrás lejos de él.

Sí, lo haré.

Pero en el preciso instante en que hacía la promesa, se dio cuenta de que no debería haber sido necesaria.

Capítulo 7

La sirena del Mary Deare sonó a la tarde siguiente: un bramido ensordecedor digno de una barcaza antediluviana.

Aun desde la distancia, hizo vibrar los pisos y vidrios de las ventanas.

Maggie levantó la cabeza. Se sentó sobre los talones, con un pincel en la mano, alerta y vibrante. Volvió a sonar y ella se puso de pie de un salto y corrió por el corredor del piso superior, cruzó el dormitorio que daba al sudoeste y salió al mirador. Pero los árboles, todavía con hojas, le obstaculizaban la vista del agua. Se quedó en la sombra, apoyada contra la baranda mientras el pulso se le calmaba y la invadía una gran desilusión.

¿Qué estás haciendo, Maggie?

Dio un paso atrás y recuperó la compostura.

¿Qué estás haciendo, corriendo ante el sonido de la sirena de su barco?

Como si alguien la hubiera retado en voz alta, se volvió con dignidad y entró otra vez en la casa.

Después de eso, una vez por día, la sirena saludaba, siempre sobresaltándola, haciéndola dejar lo que estaba haciendo y mirar hacia el frente de la casa. Pero nunca más volvió a correr como ese primer día. Se dijo a sí misma que su fijación con Eric era sencillamente una reacción por estar otra vez en terreno familiar. Él era parte de su pasado, Door County era parte de su pasado, los dos iban junios. Se dijo que no tenía derecho de pensar en él, de sentir un escalofrío ante la idea de que él estuviera pensando en ella. Se recordó la poca estima que ella siempre les había tenido a las mujeres que perseguían a hombres casados.

Busconas, las llamaba su madre.

– Esa Sally Bruer es una buscona -decía Vera años atrás de una mujer joven a la que Maggie recordaba como pelirroja y llamativa, conversadora, que trabajaba detrás del mostrador de la heladería en la esquina. Siempre era buena con los niños, sin embargo, pues les servía porciones bien cargadas.

Cuando Maggie tenía siete años, oyó a su madre hablar con unas señoras del grupo de costura sobre Sally Bruer.

– Eso es lo que consigues cuando buscas -decía Vera -. Que dar E-Eme-Be-etcétera. Y no se sabe de quién es el bebé porque anda con Fulano, Mengano y Zutano. Pero se dice que es de Curva Rooney. -Curva Rooney era el pitcher del equipo de béisbol local, cuyo sobrenombre se debía a la endemoniada pelota curva que lanzaba. Su bonita esposa asistía a cada partido que se hacía en el pueblo con sus tres hijitos de mejillas rosadas y Maggie los había visto muchas veces cuando iba a los partidos con su padre. A veces jugaba con el mayor de los Rooney bajo las gradas. No fue hasta los doce años que Maggie comprendió lo que significaba E-Eme-Be-etcélera -embarazada- y después de eso siempre sintió pena por los hijos de Curva Rooney y por su bonita esposa.

No, Maggie no quería ser una buscona. Pero la sirena del barco la llamaba todos los días y ella se sentía culpable al verse reaccionar ante el sonido.

A mediados de octubre, hizo una escapada de dos días. Fue en coche hasta Chicago a comprar cosas para la casa. En la tienda Old House compró un lavabo con pedestal, una bañadera con patas en forma de garras y grifería de bronce para el baño nuevo. En Antigüedades Herencia encontró una magnífica cama de roble tallada a mano para uno de los dormitorios y en Bell, Book y Candle, una mesa de caoba con tapa de mármol y un par de botines abotonados, nuevos como el día en que habían sido hechos. Los compró por capricho; un toque de época para uno de los dormitorios de huéspedes, pensó, imaginándolos en el suelo junto a un espejo de pie.

Esa noche invitó a Katy a cenar. Katy eligió el sitio -un pequeño pub en Asbury, frecuentado por la muchachada de la universidad- y se mostró distante durante todo el trayecto hasta allí. Cuando estuvieron sentadas frente a frente ante una mesa, se sumergió de inmediato en el menú.

Maggie dijo:

– ¿Podríamos hablar, Katy?

Katy levantó la vista, arqueando las cejas.

– ¿Hablar de qué?

– De mi mudanza de Seattle. Calculo que eso es lo que te ha mantenido callada desde que te pasé a buscar.

– Preferiría no hacerlo, mamá.

– Sigues enojada.

– ¿Tú no lo estarías?

La conversación comenzó con Katy en posición antagónica y no resolvió nada. Cuando terminó la cena, Maggie sentía una mezcla de culpa y fastidio contenido, ante la negativa de Katy de aprobar su mudanza a Door County. Cuando se despidieron frente al edificio de dormitorios de Katy, Maggie dijo:

– ¿Vendrás a casa para Acción de Gracias, no es así?

– ¿A casa? -repitió Katy con sarcasmo.

– Sí. A casa.

Katy apartó la mirada.

– Supongo que sí. ¿A dónde iría si no?

– Me aseguraré de tenerte un cuarto listo para entonces.

– Gracias. -No había calidez en la palabra. Katy buscó el picaporte.

– ¿No me abrazas?

Fue un abrazo formal, hasta renuente, y cuando se despidieron, Maggie se alejó sintiendo de nuevo una oscura culpa que sabía perfectamente bien que no debía estar experimentando.