Regresó a Door County al día siguiente para encontrarse con la noticia de que se había vendido su casa de Seattle. Había un mensaje para que llamara a Elliot Tipton de inmediato. Mientras marcaba, supuso que le diría que habría un nuevo retraso mientras los compradores esperaban a que les autorizaran el préstamo. En cambio, Tipton le informó que los compradores tenían dinero en efectivo y que estaban viviendo temporariamente en un hotel, puesto que la compañía los había transferido desde Omaha. Querían cerrar el tra-lo lo antes posible.
Maggie voló a Seattle esa misma semana.
Abandonar la casa le resultó tan poco emotivo como había predicho, en gran medida porque sucedió todo tan rápido. En cuanto llegó, se puso a trabajar en la casa durante dos frenéticos días, arrojando frascos medio llenos de la heladera, deshaciéndose del solvente y los demás combustibles que los mudadores no podían transportar, quitando tierra y plantas secas de las macetas, regalando varios muebles y separando artículos descartados para el Ejército de Salvación. Al tercer día, llegó la empresa mudadora y empezó a empaquetar. El cuarto día, Maggie estampó su firma veinticuatro veces y entregó las llaves de la casa a los nuevos dueños. El quinto día voló de regreso a Door County para descubrir que una notable transformación se había llevado a cabo en la Casa Harding.
Habían terminado de pintar el exterior, y los andamios habían desaparecido. Con su nueva capa de colores Victorianos, la Casa Harding estaba deslumbrante. Maggie dejó la maleta en la acera trasera y dio la vuelta a la casa, sonriendo, a veces tocándose la boca, deseando que alguien estuviera con ella para compartir su entusiasmo y su emoción. Levantó la vista hacia el mirador, contempló los marcos de las ventanas, volvió a levantarla para estudiar los tirantes y a bajarla para admirar el porche delantero. Los pintores se habían visto obligados a cortar los arbustos de corona de novia para llegar a los cimientos, dejando al descubierto el enrejado que envolvía la base del porche. Maggie imaginó un gato deslizándose allí debajo para dormir sobre la tierra fresca en un caluroso día de verano. Retrocedió hasta la orilla del lago para ver la casa por entre los arces semidesnudos, cuyas brillantes hojas rojizas formaban una alfombra crujiente en el suelo. Completó el círculo y entró por la cocina. Los trabajos de albañilería estaban terminados y las paredes, lisas, blancas y vacías aguardaban la llegada de los armarios.
Dejó la maleta en el suelo y escuchó. Desde algún sitio en las profundidades de la casa llegaba el sonido de una radio tocando una canción de George Strait, acompañada por el raspado rítmico de una lija contra la pared. Maggie siguió el sonido por el vestíbulo del frente donde el sol, enriquecido por el paso a través de los vidrios de colores, iluminaba los pisos de la entrada y de la sala de música.
Maggie ladeó la cabeza y gritó por la escalera:
– ¿Hay alguien?
– ¡Aquí! -se oyó una voz de hombre desde arriba-. ¡Estoy aquí arriba!
Maggie lo encontró en uno de los dormitorios más pequeños, cubierto de polvo blanco, de pie sobre un tablón sostenido por dos escaleras, lijando una pared cuyo yeso había sido hecho a nuevo.
– Hola -repitió desde la puerta, sorprendida-. ¿Dónde están los hermanos Lavitsky?
– Fueron a hacer un trabajo corto en otro sitio. Soy Nordvik, el yesero.
– Soy Maggie Stearn, la propietaria.
Él hizo un gesto con la lija.
– La casa está quedando muy bien.
– Sí, tiene razón. Cuando me fui no había calefacción aquí, ni existían las paredes de la cocina. ¡Cielos, ya pusieron el baño y la escalera de incendios!
– Sí, va todo muy bien. El plomero colocó la caldera a principios de la semana. Ah, esta mañana llegó un envío desde Chicago. Les dijimos que dejaran las cosas en la sala. Espero que no le moleste.
– No, está muy bien, gracias.
Maggie corrió abajo para encontrar sus muebles antiguos en la sala principal y experimentó uno de esos instantes en los que todo parece tan perfecto, el futuro se vislumbra tan rosado, que es necesario estar con alguien.
Llamó a Brookie.
– Brookie, tienes que venir a ver mi casa. Ya está toda pintada por fuera y casi lista para pintar por dentro; acabo de regresar de Seattle y se vendió la casa de allí y me llegaron mis primeros muebles antiguos de Chicago y… -Hizo una pausa para respirar. -¿Quieres venir, Brookie?
Brookie vino a compartir su entusiasmo, trayendo -por necesidad- a Chrissy y a Justin, que se dedicaron a explorar las grandes habitaciones vacías y a jugar a las escondidas mientras Maggie llevaba a su madre por la casa.
Nordvik se retiró hasta el día siguiente. La casa quedó silenllosa, invadida por el olor cartonoso del yeso nuevo y el más punzante del adhesivo de los azulejos del baño nuevo. Maggie y Brookie recorrieron las habitaciones de la planta superior, deteniéndose por fin en la Habitación del Mirador donde se quedaron en un tibio cuadrado de sol mientras las voces de los niños les llegaban desde el corredor.
– Es una casa estupenda, Maggie.
– Sí, ¿no es cierto? Me va a encantar vivir aquí. ¡Estoy tan contenta de que me hayas obligado a venir a verla!
Brookie fue hasta la ventana, se volvió y se sentó sobre el antepecho.
– Me enteré de que viste a Eric hace un par de semanas.
– Ah, no, Brookie, no vas a empezar tú también con eso.
– ¿Qué dices?
– Mi madre casi tuvo un ataque porque fuimos juntos a Bahía Sturgeon para la reunión con la junta.
– Ah, eso no lo sabía. ¿Pasó algo? -preguntó Brookie con sonrisa pícara.
– ¡Brookie, por favor! Fuiste tú la que me dijo que no me comportara como una chiquilina.
Brookie se encogió de hombros.
– Fue una pregunta, nada más.
– Sí, pasó algo. Me dieron el permiso para abrir una hostería.
– De eso ya me enteré, a pesar de que mi mejor amiga no me llamó para contármelo.
– Lo siento. Fueron unos días enloquecedores: el viaje a Chicago, luego a Seattle. No sabes lo feliz que estoy de volver a tener mis propias cosas. En cuanto me llegue aunque sólo sea una sartén y un balde para cargar agua del lago, me mudaré de la casa de mis padres.
– Fueron días difíciles, ¿no?
– No nos llevamos mejor que cuando estaba en la escuela. ¿Sabes que ni siquiera ha venido a ver la casa?
– ¡Ay, Maggie, qué pena!
– ¿Qué nos pasa a mi madre y a mí? Soy su única hija. Se supone que debemos querernos, pero hay veces en que, te juro, Brookie, se comporta como si tuviera celos de mí.
– ¡¿Celos? ¿Por qué?
– No lo sé. Por mi relación con papá. Por el dinero, por esta casa. Porque soy más joven que ella. ¿Quién puede saberlo? Es difícil comprenderla.
– ¡Estoy segura de que pronto vendrá a ver la casa. ¡Todo el mundo vino! En Fish Creek no se habla de otra cosa. Loretta McConnell ha estado proclamando por todas partes que piensas dejarle el nombre de sus antepasados, y que le has devuelto los colores originales. No se puede hablar con nadie que no haya pasado a echarle un vistazo. Realmente, está hermosa, Maggie.
– Gracias. -Maggie fue hasta la ancha ventana y se sentó junto aBrookie. -¿Pero sabes una cosa, Brookie? -Maggie contempló el yeso nuevo mientras el sonido de las voces de los niños hacía eco desde la distancia. -Cuando la veo cambiar, quedar nueva, terminada, como hoy cuando llegué… siento este… -Maggie se oprimió un puño bajo el pecho-…este nudo de vacío porque no tengo con quien compartirla. Si Phillip viviera… -Dejó caer la mano y suspiró. -Pero no vive ¿verdad?
– No. -Brookie se puso de pie. -Y vas a hacerlo todo tú sola y todos en el pueblo te admirarán por eso, hasta tu madre. -Tomó a Maggie del brazo y la hizo levantarse.
Maggie esbozó una sonrisa agradecida.
– Te agradezco tanto que hayas venido. No sé qué haría sin ti.
Tomadas del brazo, pasaron a la habitación adyacente para buscar alos niños.
En los días siguientes, mientras Maggie veía cómo la casa tomaba forma, la sensación de vacío apareció esporádicamente, sobre todo al final del día, cuando los obreros se marchaban y ella paseaba por las habitaciones sola, deseando que alguien compartiera con ella su triunfo. No podía llamar a Brookie todos los días; Brookie tenía sus propias responsabilidades familiares que la mantenían ocupada. Roy venía seguido, pero su entusiasmo siempre se veía contrapuesto al hecho de que Vera jamás lo acompañaba.
Colocaron los muebles de la cocina, las mesadas de fórmica, la grifería antigua en el baño nuevo y por fin conectaron el agua. Los muebles de Maggie llegaron desde Seattle y ella abandonó la casa de sus padres con gran alivio. En su primera noche en la Casa Hardingdurmió en la Habitación del Mirador, amoblada sólo con la cama de Katy, una mesa y una lámpara. El resto de las cosas estaba apilado en el garaje y en el departamentito encima de éste, hasta que estuvieran terminados los pisos de la casa. Consiguió una puerta antigua para la nueva salida de emergencia; Maggie la despintó y la barnizó, vigiló a Joe Lavitsky mientras la colocaba y al ver por primera vez
Octubre, visto desde la cubierta del Mary Deare, era una estación de belleza inigualable: el agua azul reflejaba los cambios de colores que se intensificaban día a día a medida que los árboles variaban de tonos en secuencia familiar: primero los nogales blancosluego los nogales comunes, los fresnos, los tilos americanos, los plátanos y, por último, los arces de Noruega. Con el correr de los días Eric contemplaba el espectáculo que quitaba el aliento con una veneración que regresaba año tras año. Por más veces que lo viera, el
Ese año, Eric contempló los cambios de la estación con renovado interés, pues cada hoja que caía dejaba al descubierto otro trocito de la casa de Maggie. Esa preocupación por una mujer que no fuera su esposa se convirtió en anatema. No obstante, pasaba a diario por la Casa Harding, viéndola emerger sección por sección entre los árboles y hacía sonar la sirena, preguntándose si Maggie se acercaría alguna vez a una ventana para verlo pasar o si saldría al mirador una vez que él había pasado.
Con frecuencia pensaba en la noche que habían recorrido la casa con solamente un cono de luz entre ellos. Había sido una locura, el tipo de cosa que, si se supiera, haría hablar a los chismosos del pueblo. Sin embargo, había sido algo totalmente inocente. ¿O no? Había habido una sensación nostálgica durante toda la velada, en el hecho de pasar a buscarla por la casa igual que cuando estaban en la secundaria, en el abrazo sobre los escalones del tribunal, en el viaje de regreso a Fish Creek y en las confidencias intercambiadas en la oscuridad de la casa.
En momentos de mayor lucidez, reconocía el peligro de acercarse a ella, pero en otros, se preguntaba qué podía tener de malo hacer sonar una sirena en la bahía.
Para la última semana de octubre, las ramas de los arces quedaron casi desnudas y a Eric le pareció verla una vez en una ventana de la habitación del mirador, pero no supo si era Maggie realmente o un reflejo despedido por los cristales de la ventana.
Llegó noviembre, las aguas de la Bahía Green se volvieron frías y desnudas; las flotillas de hojas de otoño se hundieron como tesoros de naufragios. Luego llegó ese día temido y esperado en que el último pescador vino y se fue y hubo que sacar al Mary Deare del agua para pasar el invierno. Todos los años sucedía lo mismo, esperaban ese tiempo de descanso y sin embargo sentían tristeza cuando llegaba. Hedgehog Harbor, también, parecía triste y silencioso con la inactividad: no había trailers de los que se descargaban barcos, no había pescadores con gorritas ridículas posando para que los fotografiasen, no había ruidos de motores, de sirenas ni gritos. Hasta las gaviotas -aves veleidosas- desaparecían ahora que la provisión de alimentos se había acabado. Jerry Joe y Nicholas habían vuelto a sus estudios y Ma desconectó la radio hasta la primavera. Pasaba sus días viendo telenovelas y haciendo mariposas con trozos de espuma de goma a las que luego colocaba un imán para aplicarlas en las puertas de la heladera. En esos días fríos y silenciosos que presagiaban la llegada de la nieve, Eric limpió por última vez el Mary Deare, preparó el motor para soportar el invierno, cubrió la embarcación con lona, la sacó del agua y la trabó sobre un soporte de madera. Mike hizo lo mismo con el The Dove y luego desapareció dentro de su propiedad para cortar la leña necesaria para el invierno. El sonido de la motosierra a veces llegaba a través del silencio desde media milla de distancia, reviviendo y ahogándose, reviviendo y ahogándose con monótona regularidad, añadiéndose a la melancolía reinante.
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