Eric le había dicho que se fuera; que él terminaría con lo que quedaba. Una vez que lavó el cobertizo donde se limpiaban los pescados, limpió los muelles, guardó todas las cañas y los carreteles y por fin cerró todas las construcciones con candado, Eric pasó unos pocos días inquietos en su casa, comiendo rosquillas y bebiendo café solo, ocupándose de la limpieza de la ropa acumulada y ordenando los frascos de especias en los armarios de la cocina. El invierno se cernía sobre él, largo y solitario e imaginó a Nancy en casa con él, o a los dos viajando al sur, a Florida, quizá, como hacía la mayoría de los pescadores de Door en el invierno.
Y un día, cuando la casa se volvió demasiado solitaria para él, fue al bosque a ayudar a Mike.
Lo encontró junto a la máquina cortadora de troncos, trabajando solo con el ruidoso motor naftero montado sobre un trailer de unos cincuenta centímetros de alto. Eric esperó en el ruido ensordecedor a que la poderosa pala neumática empujara el tronco contra la cuña. El tronco crujió, se partió y finalmente cayó al suelo en dos pedazos.
Cuando Mike se agachó para levantar uno, Eric gritó:
– ¡Eh, hermano!
Mike se enderezó, y arrojó el tronco a una pila.
– Eh, ¿qué haces aquí?
– Pensé que podías necesitar ayuda. -Eric se calzó bien los guantes de cuero gastado y se acercó a un extremo de la máquina. Arrojó el medio tronco a la pila y luego tomó uno entero y lo coloco en la máquina.
– No voy a decirte que no. Se necesita una montaña de madera para calentar la casa durante el invierno. -Mike accionó el motor y el ruido aumentó cuando el tronco empezó a moverse. Por encima del estruendo, Eric gritó:
– Creí que este año ibas a poner una caldera de gas.
– Yo también, pero Jerry Joe decidió ir a la universidad, de modo que habrá que esperar.
– ¿Necesitas dinero, Mike? Sabes que haría cualquier cosa por ese muchacho.
– Gracias, Eric, pero no se trata sólo de Jerry Joe. Hay otra cosa.
– ¿Sí?
Otro tronco se partió, cayó, y el motor se acalló.
Mike levantó un trozo de roble y dijo:
– Barbara está embarazada de nuevo. -Dio un tremendo tirón a la madera y se quedó mirándola.
Eric permaneció inmóvil, dejando que la información se registrara en su mente, sintiendo una punzada de celos en su pecho. Otro más para Mike y Barb, que ya tenían cinco desparramados entre los seis y los dieciocho años, mientras que él y Nancy no tenían ninguno. Así como vino, la sensación de envidia desapareció. Levantó su mitad del tronco de roble y la arrojó sobre la pila, sonriendo.
– Bueno, hombre, sonríe.
– ¡Sonreír! ¿Sonreirías tú si te acabaras de enterar que espesperas tu sexto hijo?
– Claro que sí, sobre todo si fuera como Jerry Joe.
– Por si no lo sabes, no vienen así, criados y calzando el número cuarenta y tres. Primero hay que vacunarlos y tienen otitis, cólicos y varicela y luego usan como dos mil pañales carísimos. Además, Barb ya tiene cuarenta y dos años. -Contempló sombríamente los árboles desnudos y masculló: -¡Caray!
Entre los dos, el motor ronroneaba, olvidado.
– Somos demasiado viejos -dijo Mike por fin-. Si ya nos parecía que éramos demasiado viejos la última vez, cuando nació Lisa.
Eric se inclinó y apagó el motor, luego se acercó para tomar a Mike del hombro.
– Oye, no te preocupes. En todos lados lees sobre cómo la gente es más joven a los cuarenta ahora que antes, las mujeres tienen bebés cada vez más tarde en la vida y todo sale bien. Recuerdo que hace un par de años leí acerca de una mujer en Sudáfrica que tuvo un bebé a los cincuenta y cinco años.
Mike rió con pesar y se dejó caer sobre un tronco. Suspiró y murmuró:
– ¡Ay, mierda…! -Contempló el vacío largo rato, luego miró a Eric con horror. -¿Sabes qué edad tendré cuando ese chico termine la secundaria? Edad de jubilarme. Barb y yo contábamos con tener un poco de tiempo para nosotros antes de eso.
Eric se puso en cuclillas y preguntó:
– Si no lo deseaban, ¿cómo sucedió, entonces?
– Cielos, no lo sé. Supongo que somos una de esas estadísticas. ¿Cómo es? ¿Diez en mil, a los que les falla el control de la natalidad?
– No sé si te sirve de algo, pero creo que tú y Barb son los mejores padres que he conocido. La forma en que criaron a sus hijos, lo valiosos que son esos muchachos… caramba, el mundo debería alegrarse de tener otro más.
El comentario hizo sonreír a medias a Mike.
– Gracias.
Los dos hermanos permanecieron en silencio durante algún tiempo. Luego Eric volvió a hablar.
– ¿Quieres saber algo irónico?
– ¿Qué?
– Mientras estás allí, alterado por tener otro bebé, aquí estoy yo, muerto de envidia por eso. Se cuan viejo estás porque estoy nada más que dos años detrás de ti y se me acaba el tiempo.
– Y bueno, ¿qué te detiene?
– Nancy.
– Me parecía.
– No quiere hijos.
Al cabo de unos segundos de silencio, Mike admitió:
– Todos en la familia lo suponíamos. No quiere abandonar su trabajo, ¿no es así?
– No. -Eric dejó asentar la afirmación antes de añadir: -Me parece que tampoco le gusta la idea de arruinar su figura. Eso siempre fue muy importante para ella.
– ¿Le hablaste sobre tu deseo de tener una familia?
– Sí desde hace unos seis años, más o menos. Esperé y esperé, creyendo que uno de estos días diría que sí, pero no va a suceder. Ahora lo sé y hemos llegado al punto en que nos peleamos por ello.
De nuevo los dos quedaron pensativos mientras una ruidosa banda de gorriones se posó sobre un arbusto cercano.
– ¡Ay, qué diablos!, es más que eso. Es Fish Creek. Detesta vivir aquí. Se siente más feliz viajando que cuando está en casa.
– Pueden ser ideas tuyas.
– Sí, pero no lo creo. Nunca quiso mudarse aquí.
– Puede ser, pero eso no significa que deteste regresar a casa.
– Siempre decía que odiaba partir los lunes, pero hace tiempo que ya no oigo eso. -Eric contempló los gorriones durante unos minutos. Picoteaban la tierra bajo el arbusto, piando suavemente. Había crecido con muchos pájaros alrededor, pájaros de tierra y de agua. La primera Navidad después que se casaron, Nancy le regalo un hermoso libro de aves y en la primera hoja le escribió porque los extrañas. Antes de mudarse de regreso a Door, metió el libro en una caja junto con otros y los regaló a una institución de beneficencia sin que él lo supiera. Al observar los gorriones en el frío día otoñal, Eric sintió dolor no por la pérdida del libro sino por la pérdida de cariño que representaba.
– ¿Sabes qué creo que sucedió?
– ¿Qué?
Eric se volvió para mirar a su hermano.
– Creo que dejamos de dar. -Luego de un profundo silencio prosiguió: -Creo que empezó cuando nos mudamos aquí. Ella no quería por nada del mundo y yo estaba decidido a hacerlo contra viento y marea. Yo deseaba una familia y ella, una carrera, y así se desató la guerra fría entre ambos. En la superficie, todo parece funcionar bien, pero por debajo, el sabor es agrio.
Los gorriones salieron volando. En la distancia, se oyó el chillido de un par de cuervos. En el claro, el silencio bajo el cielo acerado parecía reflejar el estado de ánimo sombrío de Eric.
– Eh, Mike -dijo, al cabo de unos minutos de silencio-, ¿crees que la gente sin hijos se torna egoísta al cabo de un tiempo?
– Bueno, es una generalización un poco amplia.
– Sin embargo, creo que sucede. Cuando tienes niños, te ves obligado a pensar primero en ellos, y a veces, aun a pesar de que estás exhausto, te levantas y vas a relevar al otro. Me refiero a cuando los hijos están enfermos, o lloran o te necesitan para tal o cual cosa. Pero cuando sólo son ustedes dos… bueno, no sé cómo decirlo. -Eric tomó un trozo de corteza y empezó a descascararla con la uña. Al cabo de unos momentos, olvidó su preocupación y miró haría la distancia.
– ¿Recuerdas cómo era con Ma y el viejo? ¿Cómo al final de un día ocupado, después de manejar la oficina y lavar la ropa en ese viejo lavarropas y colgarla en la soga cuando tenía un momento libre entre clientes, y darnos de comer y probablemente hacer de arbitro en una docena de peleas, ella salía y se ponía a ayudarlo a limpiar el cobertizo de los pescados? Y un minuto después los oías reír allá afuera. Me gustaba quedarme en la cama y pensar qué encontraban de gracioso en el cobertizo de los pescados a las diez y media de la noche. Los grillos cantaban y las olas suaves lamían los barcos y yo escuchaba y esa risa me hacía sentir tan bien. Creo que me daba seguridad. Y una vez… lo recuerdo muy bien, como si hubiera sucedido ayer… entré en la cocina tarde a la noche cuando se suponía que todos nosotros estábamos durmiendo y sabes qué estaba haciendo él?
– ¿Qué?
– Le estaba lavando los pies.
Los dos hermanos intercambiaron una mirada larga y silenciosa antes de que Eric siguiera hablando.
– Ma estaba sentada sobre una silla de la cocina y él estaba de rodillas ante ella lavándole los pies. Ma tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados y ninguno decía una palabra. El le sostenía el pie enjabonado sobre el fuentón y se lo masajeaba muy despacio. -Eric se detuvo para pensar. -Jamás lo olvidaré. Esos pies calllosos que siempre le dolían tanto y cómo el viejo se los lavaba con cariño.
Una vez más quedaron en silencio, unidos por los recuerdos. Al cabo de unos momentos, Eric siguió diciendo:
– Ése es el tipo de matrimonio que quiero, y no lo tengo.
Mike apoyó los codos sobre las rodillas.
– Quizás eres demasiado idealista.
– Es posible.
– Los diferentes matrimonios funcionan de distintas maneras.
– Pues el nuestro no funciona para nada, desde que la obligué a mudarse de regreso a Fish Creek. Ahora me doy cuenta de que fue cuando comenzaron nuestros problemas.
– ¿Y qué vas a hacer al respecto?
– No lo sé.
– ¿Vas a dejar la pesca?
– No puedo. Me gusta demasiado.
– ¿Ella va a dejar su empleo?
Eric sacudió la cabeza con desconsuelo. Mike tomó dos ramitas y se puso a cortarlas en palitos.
– ¿Tienes miedo?
– Sí. -Eric miró por encima de su hombro. -Te aterra la primera vez que lo sacas a la luz. -Rió con pesar. -Mientras no admitas que tu matrimonio se está viniendo abajo, crees que no sucede… ¿verdad?
– ¿La quieres?
– Debería quererla. Todavía tiene un montón de cualidades por las que me casé con ella. Es bella, inteligente y trabajadora. Se ha abierto camino ella sola en Orlane.
– ¿Pero la amas?
– Ya no lo sé.
– ¿Las cosas en la cama van bien?
Eric maldijo en voz baja y arrojó el trozo de corteza. Apoyó los codos sobre las rodillas y sacudió la cabeza, mirando el suelo.
– Caray, no lo sé.
– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Ella sale con otros?
– No, no creo.
– ¿Y tú?
– No.
– ¿Qué pasa, entonces?
– Todo gira alrededor del mismo y viejo problema. Cuando hacemos el amor… -Era difícil decirlo.
Mike esperó.
»Cuando hacemos el amor, todo va bien hasta que ella se levanta de la cama para ponerse esa maldita espuma anticonceptiva, y yo siento… -Eric frunció los labios y tensó la mandíbula. -Siento deseos de tomar el frasco y arrojarlo contra la pared. Y cuando ella vuelve, me dan ganas de apartarla de mí.
Mike suspiró. Caviló unos momentos antes de aconsejar:
– Tendrían que hablar con alguien… con un médico o un consejero matrimonial.
– ¿Cuándo? Viaja cinco días por semana. Además, ella no sabe cómo me siento respecto de la parte sexual.
– ¿No te parece que deberías decírselo?
– Se moriría.
– Pues a ti también te está matando.
– Sí… -respondió Eric con pesar, contemplando el cielo manchado por entre los esqueletos de los árboles. Se quedó largo rato así, agazapado como un vaquero delante de una fogata. Por fin suspiró, estiró las piernas y se miró las rodillas gastadas de los jeans.
– ¿Qué cosa, no? Tú con más hijos de los que deseas y yo sin ninguno.
– Sí. Qué cosa.
– ¿Ma ya lo sabe? -Eric miró a Mike.
– ¿Que Barb está embarazada? No. Tendrá algo que decir al respecto, no lo dudo.
– Nunca dijo nada acerca de que nosotros no tuviéramos ninguno. Pero habla bastante sobre los viajes de Nancy, de modo que calculo que es lo mismo.
– Bueno, fue criada a la antigua, y puesto que trabajó junto al viejo toda su vida, cree que así debería ser.
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