Pensaron un rato, pasando revista a sus vidas cómo eran ahora y cómo habían sido cuando eran más jóvenes. Al cabo de unos momentos, Eric dijo:
– ¿Quieres que te diga algo, Mike?
– ¿Qué?
– A veces me pregunto si Ma no tiene razón.
Tres días más tarde, una noche de sábado luego de una cena tardía en la casa, Nancy se echó hacia atrás en su silla, jugueteando con una copa de chablis y terminando la última uva. La atmósfera era íntima, el estado de ánimo, lánguido. Afuera, el viento tironeaba las tejas y movía los cedros contra las canaletas de metal, causando un chillido ahogado que llegaba a través de las paredes. Adentro, la luz de las velas se reflejaba sobre la mesa de madera y enriquecía la textura de los individuales de hilo labrados.
Nancy miró a su marido, complacida. Se había duchado antes de cenar y había venido a la mesa sin peinarse. Con el pelo revuelto, y despeinado, era sumamente atractivo. Se había puesto jeans y un buzo nuevo que ella le había comprado en Neiman Marcus, muy suelto color peltre, con cuello alto e inmensas mangas raglán que le daban aspecto varonil y displicente mientras tomaba, inclinado hacia adelante, café a la irlandesa.
Era buen mozo, no había visto a ningún hombre que fuera más buen mozo que él. En su trabajo se topaba con hombres apuestos en todas las ciudades, en las mejores tiendas, vestidos como figurines de moda y oliendo tan bien que daban ganas de meterlos dentro de un cajón con la ropa íntima. Usaban cortes de pelo de mujer, bufandas de lana sobre las chaquetas y zapatos italianos de cuero exquisitamente fino, sin medias. Algunos eran homosexuales, pero otros eran abiertamente heterosexuales y lo dejaban bien en claro.
Ella se había acostumbrado a contener sus lances, y en las pocas ocasiones en que los aceptaba, se aseguraba de que el téte-á-téte sólo durara una noche, pues en la cama, esos hombres nunca igualaban a Eric. Sus cuerpos eran pequeños donde el de él era grande, sus manos suaves donde las de Eric eran firmes, sus pieles blancas donde la de él era tostada y con ninguno podía lograr la armonía sexual que a ambos les había tomado dieciocho años perfeccionar.
Nancy lo miró, serena y bella desde el otro lado de la mesa y odió tener que destruir la atmósfera que con tanto cuidado había creado con ayuda de las velas, los individuales y el vino. Pero la había creado con un propósito, y había llegado el momento de probar su efectividad.
Colocó un pie enfundado en media de nailon sobre la silla de él.
– ¿Amor? -murmuró, frotándole la parte interna de la rodilla.
– ¿Mmm?
– ¿Por qué no pones el barco en venta?
Él la miró impasible durante algunos instantes, luego terminó el café. Se volvió en silencio y contempló el fuego.
– ¡Por favor, mi vida! -Nancy se inclinó hacia adelante provocativamente, con los antebrazos contra el extremo de la mesa. -Si pones avisos ahora, para la primavera lo tendrás vendido y podremos mudarnos a Chicago. O a cualquier otra ciudad importante que te guste. ¿Qué te parece Minneápolis? Es una ciudad hermosa, con lagos por todas partes y además, es una meca de las artes. Te encantaría Minneápolis, Eric… por favor, ¿no podemos hablar de eso? -Vio que un músculo se tensaba en la mandíbula de él, que seguía evitando mirarla. Por fin levantó los ojos y habló con voz cuidadosamente medida.
– Dime una cosa. ¿Qué deseas de este matrimonio?
El pie de ella dejó de acariciarle la rodilla. Eso no estaba saliendo como lo había previsto.
– ¿Qué quiero?
– Sí. Qué quieres. Además de a mí… o de hacer el amor conmigo los sábados y domingos cuando no tienes tu período. ¿Qué quieres, Nancy? No quieres esta casa, no quieres este pueblo, no quieres que sea pescador. Y has dejado perfectamente en claro que no quieres una familia. Así que… ¿qué quieres?
En lugar de responder, ella preguntó con aspereza:
– ¿Cuándo vas a dejar de hacer esto, Eric?
– ¿Hacer qué?
– Ya sabes lo que quiero decir. Jugar al Viejo y el Mar. Cuando nos mudamos de Chicago, pensé que jugarías a ser pescador con tu hermano durante un par de años para sacarte el antojo, luego regresaríamos a la ciudad para poder estar más tiempo juntos.
– Cuando nos mudamos de Chicago, pensé que querrías dejar tu trabajo en Orlane y quedarte aquí conmigo para tener una familia.
– Gano mucho dinero. Me encanta mi trabajo.
– A mí también.
– Y estás desperdiciando un título universitario, Eric. ¿Qué hay de tu carrera de administración de empresas, no piensas volver a usarla?
– La uso todos los días.
– No te empecines.
– ¿Qué va a cambiar si vivimos en Chicago o en Minneápolis? Dime.
– Tendríamos una ciudad, galerías de arte, conciertos, teatros, tiendas, nuevos…
– ¡Tiendas, já! Pasas cinco días a la semana en tiendas. ¿Cómo diablos puedes querer pasar más tiempo allí?
– ¡No se trata sólo de las tiendas, y lo sabes! ¡Se trata de civilización! ¡Quiero vivir donde suceden las cosas!
El la miró durante largo rato, con expresión glacial y remota.
– Muy bien, Nancy. Haré un trato contigo. -Apartó su taza, cruzó los brazos sobre la mesa y la miró con ojos implacables. -Si tienes un bebé nos mudaremos a la ciudad que elijas.
Ella dio un respingo como si le hubieran pegado. Se puso pálida, luego enrojeció, mientras se debatía con algo en lo que no podía ceder.
– ¡Eres injusto! -Enojada, golpeó un puño contra la mesa. -¡No quiero un maldito bebé y lo sabes!
– Y yo no quiero irme de Door County y tú también lo sabes. Si vas a viajar cinco días a la semana, al menos quiero estar cerca de mi familia.
– ¡Yo soy tu familia!
– No, eres mi esposa. Una familia incluye hijos.
– Otra vez estamos en lo mismo.
– Parece que sí; he pensado tanto en ello desde nuestra última discusión, que finalmente le hablé a Mike al respecto.
– ¡A Mike!
– Sí.
– Nuestros problemas personales no son asunto de Mike y no me gusta que los ventiles.
– Salió el tema, sencillamente. Estábamos hablando de hijos, están esperando otro.
Nancy adoptó una expresión de disgusto.
– Cielos, eso ya es obsceno.
– ¿Sí? -replicó Eric con aspereza.
– ¿No te parece? ¡Esos dos se reproducen como salmones! Por Dios, ya tienen edad para ser abuelos. ¿Para qué podrían querer otro bebé a su edad?
Eric arrojó la servilleta sobre la mesa y se puso de pie.
– ¡Nancy, a veces te aseguro que me pones furioso!
– ¿Y tú vas corriendo a contárselo a tu hermano, no? Entonces claro, el mejor padre del mundo tiene varias cositas que decir sobre una esposa que elige no tener hijos.
– Mike jamás ha dicho una cosa negativa sobre ti. -Señaló con el dedo la nariz de Nancy. -¡Ni una!
– ¿Entonces qué dijo cuando se enteró de la razón por la que no tenemos hijos?
– Recomendó que viéramos a un consejero matrimonial.
Nancy se quedó mirándolo como si no hubiera oído.
– ¿Lo harías? -preguntó Eric, sin quitarle los ojos de encima.
– Seguro -replicó Nancy con sarcasmo, echándose hacia atrás en la silla y apoyando las manos cruzadas sobre el pecho. -Los martes por la noche generalmente no tengo nada que hacer cuando estoy en St. Louis. -Cambió de tono, y habló con exigencia. -¿Qué está pasando aquí, Eric? ¿Qué es todo esto de consejeros matrimoniales y desconformidad? ¿Qué sucede? ¿Qué ha cambiado?
El levantó su tacita de café, la cucharita y la servilleta y las llevó a la cocina. Nancy lo siguió y se quedó detrás de él mientras Eric dejaba los platos en la pileta y se quedaba mirándolos, temiendo responder a la pregunta de ella y comenzar el tumulto que sabía que debía desencadenar si quería llegar a ser más feliz.
– Eric -suplicó ella, tocándole la espalda.
Eric respiró hondo y temblando por dentro, dijo lo que lo había estado carcomiendo durante meses.
– Necesito más de este matrimonio, Nancy.
– Eric, por favor… no… Eric, te amo. -Ella se abrazó a él y apoyó la cara contra su espalda. Eric permaneció tenso, sin volverse.
– Yo también te quiero -le dijo en voz baja-. Es por eso que esto me duele tanto.
Permanecieron así unos instantes, preguntándose qué hacer o qué decir. Ninguno de los dos estaba preparado para el dolor que comenzaba a desgarrarles el corazón.
– Vayamos a la cama, Eric -susurró Nancy.
Él cerró los ojos y sintió un vacío que lo dejó aterrorizado.
– ¿No entiendes, verdad, Nancy?
– ¿Entender qué? Esa parte siempre ha sido buena. Por favor… ven arriba.
Eric suspiró, y por primera vez en su vida, no aceptó la invitación.
Capítulo 8
Nancy salió de viaje otra vez el lunes. El beso de despedida fue incierto y Eric la miró alejarse en el coche con una sensación de desolación. Durante los viajes de ella, él pasaba los días dedicado al trabajo de invierno, a calcular la cantidad de línea utilizada durante la temporada, la cantidad de anzuelos perdidos, a revisar los cientos de catálogos de proveedores en busca de los mejores precios para reponerlos. Envió las tarifas de reserva para que se anunciaran en las Exposiciones Deportivas de Minneápolis, Chicago y Milwaukee y encargó folletos para que se distribuyeran allí. Verificó la cantidad de conservadoras que habían vendido en la oficina y arregló para que les suministraran un nuevo cargamento para la próxima temporada.
Entre cosa y cosa, se preguntaba qué hacer respecto de su matrimonio.
Comía solo, dormía solo, trabajaba solo y se preguntaba cuántos años más pasaría así. ¿Cuántos años más podría tolerar esta vida de soledad?
Fue al poblado a cortarse el pelo antes de que fuera necesario, porque la casa estaba muy silenciosa y siempre había buena compañía en la peluquería masculina.
Llamaba a Ma todos los días y fue a controlarle el tanque de combustible mucho antes de saber que estaba vacío porque sabía que ella lo invitaría a cenar.
Cambió el aceite de la camioneta y trató de arreglar la puerta del lado del pasajero que se atascaba, pero no pudo. Le hizo recordar a Maggie, a él mismo inclinándose sobre las piernas de ella la noche que la había dejado en casa de sus padres. Pensaba en ella con frecuencia. Cómo estaría, cómo iría la casa, si habría encontrado todas esas antigüedades de las que había hablado. Los rumores decían que la pintura de afuera estaba terminada y que la casa estaba estupenda. Fue así que un día decidió pasar por allí con la camioneta, para echar un vistazo.
Solamente para echar un vistazo.
Las hojas se habían caído todas, y se amontonaban a lo largo de Cottage Row mientras subía la colina en la camioneta. Los pinos parecían peludos y negros contra el sol del final de la tarde. Se había puesto frío, el cielo había tomado un color que indicaba que el día siguiente sería más frío aún. La mayoría de las casas de Cottage Row permanecían cerradas; sus adinerados dueños estaban de regreso en las ciudades sureñas donde pasaban el invierno. Al acercarse a la casa de Maggie, vio un Lincoln Town Continental con patente de Washington estacionado junto al garaje. De ella, sin duda. Los cedros del límite de la propiedad no habían sido podados y tapaban gran parte de la casa; Eric condujo lentamente, espiando por entre los árboles hasta obtener un vistazo de la casa de colores alegres. Los rumores tenían razón. Estaba fantástica.
Esa noche, en su casa, encendió el televisor y se quedó delante del aparato durante casi una hora, antes de darse cuenta de que no había oído una sola palabra. Estaba inmóvil, contemplando las figuras en la pantalla, pensando en Maggie.
La segunda vez que pasó delante de la casa de ella, iba provisto de un formulario de solicitud de la Cámara de Comercio y una copia del folleto editado por la Cámara para el turismo de verano. El coche de Maggie estaba estacionado en el mismo sitio y Eric se detuvo junto a los cedros, apagó el motor y contempló el folleto sobre el asiento. Pasó así un minuto, luego encendió el motor y salió como una flecha colina abajo, sin mirar atrás.
La siguiente vez que fue hasta allí, había un camión verde estacionado junto al sendero de entrada, con las puertas traseras abiertas y una escalera de aluminio colgando del costado. De no haber estado allí el camión, habría seguido de largo, pero si había un obrero en la casa, no quedaría mal entrar.
Caía la tarde otra vez, fría, con un viento cortante que hizo revolotear los papeles que llevaba cuando cerró la puerta de la camioneta. Enrollándolos en un cilindro, pasó junto al camión y miró adentro: caños, rollos de alambre, herramientas… que bien, había estado en lo cierto. Bajó los anchos escalones y golpeó a la puerta trasera.
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