Silbando suavemente entre dientes, esperó, contemplando la galería trasera. Un ramo de maíz atado con cinta anaranjada colgaba de una pared; una placa de bronce oval decía CASA HARDIND; cortinas blancas de encaje cubrían la banderola de una puerta antigua; una baranda nueva, pintada de amarillo y azul; piso nuevo, pintado de gris; una alfombrita trenzada; una vasija en una esquina con colas de zorro y otras hojas secas. Según los rumores, Maggie no escatimaba dinero para embellecer el lugar y, si el exterior se podía tomar como ejemplo, se veía que había estado ocupada. Hasta la pequeña galería tenía encanto.

Eric volvió a golpear, esta vez más fuerte, y una voz masculina gritó:

– ¡Sí, pase!

Entró en la cocina y la encontró vacía, luminosa y transformada. Paseó la mirada por los armarios blancos con puertas de vidrio dividido por tirantes de madera, las mesadas rosadas, los relucientes pisos de madera, una larga y angosta mesa libro de madera gastada, cubierta por una carpeta de encaje y una canasta nudosa llena de piñas con un grueso moño rosado en la manija. Desde otra habitación, una voz dijo:

– Hola, ¿busca a la señora?

Eric siguió el sonido y encontró un electricista que se parecía a Charles Bronson, colgando una araña del cielo raso del comedor vacío.

– Hola. -dijo Eric, deteniéndose en la puerta.

– Hola. -El hombre miró por encima de su hombro, con los brazos levantados.

– Si busca a la señora, está arriba, trabajando. Suba, nomás.

– Gracias. -Eric atravesó el comedor hasta el vestíbulo de entrada. A la luz del día, resultaba impresionante: los pisos restaurados todavía olían a poliuretano y las paredes recién enyesadas acentuaban los amplios espacios blancos entre las extensiones de lustrosa madera. Una baranda maciza caía desde arriba y desde algún lugar del primer piso se oía el sonido de una radio.

Eric subió, se detuvo al llegar arriba y miró por el corredor. Todas las puertas estaban abiertas. Avanzó hacia la música. En la secunda puerta a su izquierda, se detuvo.

Maggie estaba de rodillas en el suelo, pintando la ancha moldura del zócalo en el otro extremo de la habitación. Ella, la radio, y la lata de pintura eran las únicas tres cosas que había allí. Ninguna otra distracción. Sólo Maggie, en cuatro patas, con aspecto refrescantemente sencillo. Eric sonrió al ver la planta de sus pies desnudos, las manchas de pintura en los viejos vaqueros y el faldón de la enorme camisa a punto de meterse dentro de la lata de pintura.

– Hola, Maggie -dijo.

Ella se sobresaltó y gritó como si le hubiera tocado la sirena del barco en el oído.

– Ay, Dios Santo -suspiró, dejándose caer sobre los talones y llevándose una mano al corazón-. Me diste un susto terrible.

– No fue mi intención. El tipo que está abajo me dijo que subiera directamente. -Hizo un movimiento con el rollo de papeles hacia el corredor a sus espaldas.

¿Qué estaba haciendo él aquí? De rodillas, con el corazón todavía latiendo alocadamente, Maggie lo vio en la puerta, vestido con mocasines, jeans y una campera de aviador de cuero negro, con el cuello levantado contra el pelo rubio, como las usaba años atrás. Un poco demasiado atractivo y muy, pero muy bienvenido.

– Puedo volver en otro momento si…

– No, no, está bien… es que… la radio estaba tan fuerte… -Todavía de rodillas, Maggie extendió el brazo y bajó el volumen.

– Justo estaba pensando en ti y de pronto dijiste mi nombre y yo… y estabas…

Estás hablando como una cotorra, Maggie. Ten cuidado.

– Y estoy aquí -terminó él.

Maggie recuperó el control de sí misma y sonrió.

– Bienvenido a la Casa Harding. -Abrió los brazos y bajó la vista hacia su atuendo. -Como podrás ver, estoy vestida para recibir visitas.

A ojos de Eric, estaba totalmente encantadora, manchada con pintura blanca, con el pelo sujetado atrás por un viejo cordón de zapatos. No pudo evitar sonreírle.

– Como verás… -Él también abrió los brazos. -No soy una visita. Sólo vine a traerte información sobre cómo entrar en la Cámara de Comercio.

– ¡Qué bueno! -Maggie dejó el pincel encima de la lata y con un trapo que sacó del bolsillo trasero se limpió las manos al tiempo que se ponía de pie. -¿Quieres hacer una recorrida, ya que estás aquí? Ahora tengo luz.

Eric avanzó un paso dentro de la habitación y le echó un vistazo, admirado.

– Me encantaría ver toda la casa.

– Es decir, creo que tengo luz. Espera un minuto. -Maggie salió corriendo al pasillo y gritó: -¿Puedo encender las luces, señor Deitz?

– ¡Un momento, ya termino de colgar esto! -respondió este.

Maggie se volvió hacia Eric.

– Tendremos luz en unos instantes. Bien, esta es una habitación de huéspedes… -Hizo un movimiento con los brazos. -Una de las cuatro. Como verás, estoy usando las instalaciones originales porque son de bronce sólido. Descubrí, luego de examinarlas bien, que originariamente eran para luces de gas. ¿Sabías que la electricidad no llegó a este pueblo hasta la década del 30?

– ¿De veras?

– De modo que convertí todo. Me encanta poder usar las instalaciones auténticas. Cuando el señor Deitz conecte la electricidad verás qué bien quedan, aun con luz de día.

Permanecieron debajo del farol, mirando hacia arriba, lo suficientemente cerca el uno del otro como para sentir sus aromas. Él olía a aire fresco y a cuero. Ella, a aguarrás.

– ¿Qué te parece cómo me quedaron los pisos? Espera a que te muestre el de la sala principal.

Eric bajó la vista. Se encontró con los pies descalzos de Maggie bajo los jeans amplios, enrollados hasta la pantorrilla; pies familiares que había visto tantas veces a bordo del Mary Deare aquel verano en que prácticamente vivían en traje de baño.

– Parecen nuevos -dijo, refiriéndose a los pisos, luego echó un vistazo a la habitación vacía. -La decoración me parece un poco austera, te diré.

Maggie rió y hundió las manos en los bolsillos del pantalón.

– Todo a su tiempo.

– Me enteré de que ya estás instalada aquí. ¿Se vendió tu casa de Seattle?

– Sí.

– ¿Dónde están tus cosas?

– En el garaje. Por ahora, sólo saqué los enseres de cocina y una cama para mí.

– La cocina quedó sensacional. Veo que tienes talento.

– Gracias. No veo la hora de terminar con toda la carpintería para poder entrar el resto de los muebles. -Levantó la vista hacia la moldura del cielo raso y Eric se descubrió contemplándole la curva del cuello. -Decidí pintar de blanco todos los zócalos y molduras del piso de arriba y dejar los de abajo color madera. En cuanto los termine, podré comenzar con el empapelado, pero tardo tanto en conseguir las cosas. Tres semanas para que me llegue el papel de Bahía Sturgeon. Cuando termine con la pintura, decidí tomarme un recreo e ir a Chicago. Allí puedo conseguir todo el papel en un día.

– ¿Vas a empapelar las habitaciones tú?

– Sí.

– ¿Quién le enseñó a hacerlo? -preguntó Eric, siguiéndola dentro de otro dormitorio.

– ¿Enseñarme? -Maggie miró hacia atrás y se encogió de hombros. -Aprendí probando y equivocándome, creo. Soy profesora de economía doméstica. ¿Es necesario que le diga cuan poco económico es contratar empapeladores? Además, me divierte y tengo todo el invierno por delante, así que ¿por qué no hacerlo yo misma?

Eric pensó en venir algún día del largo y triste invierno y ayudarla. ¡Qué idea tonta!

– ¿Sabes qué he decidido? -preguntó Maggie.

– ¿Qué?

– Dar a cada dormitorio el nombre de uno de los hijos de Thaddeus Harding. Ésta será la habitación Franklin, aquélla, la Sarah, y aquella otra, la habitación Victoria. Pondré una placa de bronce en cada puerta. Por suerte para mí, Thaddeus sólo tuvo tres hijos, de modo que esta habitación tendrá el nombre que se merece. -Guió a Eric dentro del cuarto dormitorio. -La Habitación del Mirador. ¿Cómo podría llamarse de otra manera? -Él se detuvo junto a ella y observó la habitación a la luz del día. Luminosa, blanca, amoblada solamente con la cama de Maggie en el centro. No había sido arreglada esa mañana ni demasiado revuelta la noche anterior.

Maggie dormía -notó Eric- mirando hacia la ventana y el agua. En una esquina de la habitación, un par de zapatos abotonados antiguos adornaban el piso con aspecto remilgado.

Eric sonrió, pasó la mirada de los pies descalzos de Maggie a los zapatos y comentó:

– Así que aquí fue donde los perdiste.

Maggie rió y bajó la mirada, al tiempo que pasaba un pie por sobre los tablones de madera reluciente.

– Estos pisos parecen de raso. Me encanta sentirlos contra los pies.

Sus ojos se encontraron y los recuerdos volvieron -para ambos, esta vez- de días de verano a bordo del Mary Deare, descalzos y enamorados.

Maggie fue la primera en apartar la vista. Miró hacia la ventana y exclamó:

– ¡Mira… está nevando!

Afuera habían comenzado a caer grandes copos esponjosos que adornaban las ramas de los árboles y desaparecían al tocar el agua. El cielo estaba incoloro, una enorme extensión de blanco sobre blanco.

– Extrañaba esto -dijo Maggie, dirigiéndose a la ventana-.En Seattle nevaba arriba en las montañas, por supuesto, pero extrañaba ver la nieve cambiando el aspecto del jardín, como ahora, o despertar esa primera mañana en que el dormitorio está tan luminoso que hasta brilla el cielo raso y saber que ha nevado durante la noche.

Eric la siguió y se paró a sus espaldas, contemplando la nieve, deseando poder disfrutar así de la nieve con Nancy. Para Nancy la nieve siempre significaba el comienzo de la temporada de viajes difíciles, de modo que encontraba poco para disfrutar. Ni siquiera apreciaba lo estético del paisaje. Cuando estaba en casa, nunca parecían tomarse tiempo para las cosas serenas como ésa.

¿Qué estás haciendo aquí, Severson, comparando a Maggie con tu mujer? ¡Dale los malditos papeles y vete!

Pero se quedó en la ventana junto a Maggie, viendo cómo los colores oscuros del invierno desaparecían bajo un manto blanco.

– ¿Sabes en qué me hace pensar? -preguntó Maggie.

– No.

– En un mantel blanco de hilo que el mundo se pone para el Día de Acción de Gracias. Ese día tiene que haber nieve, ¿no te parece?

Levantó la vista y lo encontró muy cerca, mirando no la nieve, sino a ella.

– Absolutamente -terció Eric y por un instante olvidaron la vista, la presencia del electricista en el piso de abajo y las razones por las que no debían estar tan cerca el uno del otro.

Maggie se recuperó primero y se apartó discretamente.

– ¿Quieres que bajemos?

Mientras descendían, explicó:

– Encontré esos zapatos antiguos en una tienda de Chicago y no pude resistir. Quedarán pintorescos en uno de los dormitorios ¿no crees?

Su charla sensata acabó con la amenaza que habían sentido arriba y si por un momento se sintieron tentados, y si en ese mismo momento reconocieron que la tentación era mutua, siguieron recorriendo la casa fingiendo que no había sucedido. Ella mantuvo una conversación animada mientras lo guiaba por las habitaciones, mostrándole las paredes y las ventanas y los pisos, en especial los de la sala.

– Descubrí este magnífico trabajo artesanal debajo de una vieja alfombra apolillada. -Se arrodilló y pasó una mano por la estupenda madera. -Es parquet de arce. Mira el diseño. ¿No te parece hermoso cómo está trazado?

Él también se agazapó, con un crujido de rodillas, y tocó la madera.

– Es bellísimo. ¿Ésta es la sala donde piensas poner el bol con caramelos y los licores?

– Sí. Podríamos servirnos algo ahora -respondió Maggie alegremente- si tuviera caramelos o licores en la casa. Por desgracia, todavía no los cuento entre mis provisiones. ¿Te conformarías con una taza de café?

Caminando delante de él hacia la cocina, Maggie se desvió por el comedor, donde el electricista trabajaba con un destornillador en un interruptor en la pared. Con la electricidad desconectada y la caída de la noche, la habitación estaba en penumbras.

– ¿Conoces a Patrick Deitz?

– Creo que no.

– Patrick Deitz, él es Eric Severson. Tiene un barco de excursiones de pesca en Gills Rock. Vamos a tomar café. ¿Quiere una taza?

– No me vendría mal, señora Stearn. -Patrick se metió el destornillador en el bolsillo y estrechó la mano de Eric. -Pero espere aquí mientras conecto la luz.

Desapareció momentáneamente, dejando a Maggie y Eric de pie en la tenue luz, mirando una gran ventana saliente. No había peligro esta vez: Deitz estaba cerca y habían superado el momento de arrobamiento. Contemplaron la nieve, unidos por el vacío de la casa y el cambio de estación que sucedía ante sus ojos y por la llegada del crepúsculo.