– Me va a encantar vivir aquí -dijo Maggie.

– Ya veo por qué.

Deitz regresó, hizo pruebas con un interruptor con variador de luminosidad y preguntó:

– ¿Qué le parece así, señora Stearn?

Maggie sonrió hacia la araña que relucía, recién lustrada.

– Perfecto, señor Deitz. Tenía razón respecto de las bombitas que había que usar. Estas con forma de vela le dan el toque justo. Es una araña magnífica. ¿No te parece, Eric?

En realidad, era un pedazo de metal bastante feo, pero cuanto más lo miraba Eric, más le gustaba su encanto antiguo. Primero la nieve, luego el piso, ahora la araña. A pesar de que se había advertido acerca de no hacer comparaciones, era imposible evitarlas, porque descubrió mientras recorría la casa, qué poco tiempo se tomaba Nancy para apreciar las cosas; las cosas pequeñas, sencillas. Maggie, por otra parte, lograba convertir la simple llegada del crepúsculo en una ocasión.

– ¿Bien, qué les parece un café? -dijo Maggie.

Los tres se sentaron a la mesa. Maggie sirvió el café en grandes jarros, se preparó un té para ella y tuvo que llenar dos veces el plato de masitas de canela. Hablaron sobre la temporada de los Empaquetadores de Bahía Green, de cómo ya no se podía conseguir duraznos con pelusa porque la hibridación los había dejado lisos; de cuál era la mejor forma de preparar el salmón; y de la mesa de cocina de Maggie, que ella había encontrado bajo las herramientas en el garaje de su padre. Discutieron animadamente sobre cuáles eran las mejores tiendas de antigüedades de la zona y Maggie oyó numerosas anécdotas sobre sus dueños.

Al cabo de media hora, Patrick Deitz miró su reloj, se palmeó las rodillas y dijo que era hora de empezar a recoger las herramientas pues ya se habían hecho las cinco y media.

En cuanto él se levantó, Eric hizo lo mismo.

– Será mejor que yo también me vaya -dijo, mientras Deitz se dirigía al comedor.

– ¿No vas a mostrarme lo que me trajiste? -preguntó Maggie, señalando los papeles que Eric había dejado sobre una silla.

– ¡Uy, casi me olvido! -Se los alcanzó por encima de la mesa. -Es sólo información sobre cómo registrarte en la Cámara de Comercio. Soy miembro y tratamos de llegar a todas las nuevas empresas lo antes posible. Creo que puedes considerar esto como una invitación formal para unirte a la Cámara.

– ¡Pero muchas gracias! -Maggie echó un vistazo a la revista. La Llave de la Península Door. En la portada había una fotografía del lago en verano. Adentro había información turística de todo tipo, avisos de restaurantes, hoteles y tiendas de toda la zona de Door County.

– Es una copia de la revista del verano pasado y la hoja adicional contiene la información de lo que cuesta registrarse. Sería imposible tener una hostería y no hacerlo. Casi todos tus clientes buscarán referencias en la Cámara, de modo que es el mejor dinero que puedes gastar en publicidad.

– Gracias. Lo miraré hoy mismo.

– Calculo que probablemente iremos a imprenta en febrero o marzo con el ejemplar del verano que viene, de modo que tendrás mucho tiempo para planear un aviso. Yo hago el mío en Barker's, en Bahía Sturgeon. Tienen un departamento de artes gráficas muy bueno.

– Lo recordaré, gracias.

Fueron hasta la puerta y se detuvieron.

– Los miembros de la Cámara se reúnen una vez por mes para a desayunar en diferentes restaurantes de la zona. Nada formal, sólo una forma de estar en contacto con los diferentes empresarios. El mes que viene, el día 4, creo, nos reuniremos en The Cookery. Serás bienvenida.

– Es posible que vaya.

Deitz apareció en la cocina con su caja de herramientas.

– Bueno, me voy, señora Stearn. Gracias por el café y las masitas. Estaban deliciosas.

– De nada.

– Fue un gusto conocerlo, Eric. -Deitz hizo un movimiento de cabeza.

– Lo mismo digo.

Deitz pasó entre ellos y Maggie abrió la puerta para que saliera. Una vez que se marchó, ella se quedó afuera en el aire frío, con la puerta todavía abierta.

– Bien, piensa lo del desayuno -la alentó Eric.

– Lo haré.

– Y gracias por la recorrida.

– De nada.

– Me encanta la casa, de veras.

– A mí también. -El aire frío seguía entrando. Maggie cruzó los brazos.

– Bueno… -Eric buscó en un bolsillo los guantes y se los puso, despacio. Hasta luego, entonces.

Ninguno de los dos se movió; sólo lo hicieron sus ojos, para encontrarse. Maggie no quiso decir las palabras, pero éstas brotaron de la nada.

– Deja que busque mi abrigo y te acompañaré hasta la calle.

Eric cerró la puerta y esperó mientras ella desaparecía dentro de la habitación de servicio y regresaba con un par de zapatillas, sin medias y con una gruesa campera rosada. Se arrodilló, se desenrolló los pantalones, luego se irguió para subirse el cierre de la campera.

– ¿Lista?

Ella lo miró y sonrió.

– Aja.

Eric abrió la puerta, la dejó pasar primero a la penumbra de las cinco y media. La nieve que caía suavemente creaba una aureola alrededor de la luz de la galena trasera. El aire olía a fresco, a invierno recién llegado. Avanzaron lado a lado por las huellas de Deitz. -Ten cuidado -le advirtió Eric-. Está muy resbaladizo. -En lugar de tomarla del codo, dejó que su brazo rozara el de ella, un contacto leve entre ropa de abrigo, y sin embargo, a través de dos mangas gruesas, sintieron tanto la presencia del otro como si hubieran estado piel contra piel. En algún sitio colina arriba, Deitz cerró la puerta del camión, puso el motor en marcha y se alejó. Ellos aminoraron el paso, al trepar los escalones que subían al camino.

La nieve caía en grandes copos livianos, verticalmente, en un aire tan silencioso que el contacto del cielo con la tierra podía oírse como el suave golpeteo de miles de escarabajos en una noche de verano. Al llegar al segundo escalón, Maggíe se detuvo.

– Shhh… escucha… -Echó la cabeza hacia atrás.

Eric levantó el rostro hacia el cielo lechoso y escuchó… y escuchó.

– ¿Oyes? -susurró Maggie -. Se oye el ruido de la nieve al caer.

Eric cerró los ojos y escuchó y sintió los copos sobre los párpados y las mejillas, derritiéndose.

Vete ya, Severson, y olvida que estuviste de pie bajo la nieve con Maggie Pearson. Nunca pensaba en ella como Maggie Stearn.

Abrió los ojos y sintió un repentino mareo al ver el movimiento perpetuo encima de él. Un copo le cayó sobre el labio superior. Lo lamió y se obligó a avanzar.

Maggie lo siguió, codo a codo.

– ¿Que vas a hacer el día de Acción de Gracias? -preguntó Eric, sintiendo de pronto con certeza que pensaría en ella ese día.

– Viene Katy. Lo pasaremos en casa de mis padres. ¿Y tú?

– Nos reuniremos todos en casa de Mike y Barb. Pero Ma hará el relleno. Tiene pánico de que Barb pueda poner algo de pan comprado y envenenarnos a todos.

Rieron y llegaron a la camioneta. Se detuvieron y se miraron, con nieve entre los pies.

– Será la primera vez que Katy vea la casa.

– Pues será un placer para ella.

– No estoy tan segura. Katy y yo tuvimos una pelea por la venta de la casa de Seattle. -Maggie se encogió de hombros y prosiguió, como fastidiada consigo misma: -La verdad es que desde entonces no ha sido muy cordial conmigo. Me da un poco de temor su llegada. Ella cree que es deber de la madre mantener ardiendo los fuegos del hogar, siempre y cuando sea el hogar donde se criaron los hijos. Fui a Chicago hace un par de semanas y la invité a cenar afuera, pero la atmósfera estuvo un poco fría. -Suspiró. -¡Ay, los hijos…!

– Mi madre siempre decía que todos los hijos pasan por una racha de egoísmo en algún momento entre la pubertad y el sentido común, en la que piensan que sus padres son unos idiotas que no se saben vestir ni saben hablar ni saben pensar. Recuerdo haber pasado por esa etapa.

Maggie agrandó los ojos con aire inocente.

– ¿Yo también la habré pasado?

Él rió.

– No lo sé. ¿Tú qué crees?

– Supongo que sí. No podía esperar a alejarme de mi madre.

– Bueno… ahí tienes.

– ¡Eric Severson, no me compadeces en absoluto! -lo retó con fingida irritación.

Él volvió a reír y luego se puso serio.

– Disfruta de lo que tienes, Maggie -comentó, con voz grave-. Tienes una hija que viene a casa para Acción de Gracias. Daría cualquier cosa por tenerla yo también.

Su confesión provocó un sacudón de sorpresa en Maggie, seguido de la sensación inquietante de haber sido depositaría de una confidencia que no sabía si quería recibir. Algo cambiaba, al saber que había una rajadura en su matrimonio.

– Sabes, Eric, no puedes hacer un comentario así sin dejar una pregunta obvia en la cabeza de la otra persona. No te la voy a hacer, sin embargo, porque no son asuntos que me incumban.

– ¿Te importa si te la respondo directamente? -Al ver que ella no respondía, dijo: -Nancy nunca quiso tener hijos. -Se quedó mirando la distancia luego de hablar.

Después de unos instantes de silencio, Maggie susurró:

– Lo lamento.

Él se movió, inquieto, revolviendo la nieve con el pie.

– Ahh… bueno… No tendría que haber dicho nada. Es mi problema y lamento haberte puesto incómoda sacándolo a la luz.

– No… no… no lo hiciste.

– Sí, fue así y te pido disculpas.

Ella levantó la mirada y contuvo el impulso de tocarle la manga y decirle: Yo soy la que lo siente, recuerdo cuánto deseabas tener hijos. Hacerlo hubiera sido imperdonable, porque a pesar de las diferencias entre Eric y su mujer, el hecho era que él estaba casado. Por unos momentos, sólo habló la nieve, golpeando la tierra alrededor de ellos. Maggie recordó haberlo besado mucho tiempo atrás, en una noche como ésa, en su vehículo para nieve, en la hondonada bajo el risco, saboreando su piel, la nieve y el invierno en su boca. Él había detenido el motor y estaban sentados en el repentino silencio, con los rostros levantados hacia el cielo oscuro de la noche. Luego él se volvió, pasó la pierna por encima del asiento y dijo en voz baja:

Maggie…

– Me voy -dijo Eric en ese momento, abriendo la puerta de la camioneta.

– Me alegra que hayas venido.

Él miró hacia la casa.

– Me gustaría verla algún día con los muebles.

– Por supuesto -respondió ella.

Pero ambos sabían que lo prudente era que jamás volviera a pasar por allí.

– Que tengas un lindo día de Acción de Gracias -le deseó él, al tiempo que subía a la camioneta.

– Igualmente. Dale saludos a tu familia.

– Gracias. -Pero comprendió que no podría pasar el mensaje, porque ¿qué motivo podría dar para haber estado en casa de Maggie?

La puerta de la camioneta se cerró de un golpe y Maggie dio un paso atrás. El arranque tosió… tosió… y tosió. Adentro de la cabina oyó un golpe sordo; Eric le estaba dando aliento, probablemente golpeando el puño contra el tablero. Más toses y luego el ruido de la ventanilla al bajar.

– ¡Esta vieja puta del demonio! -dijo Eric afectuosamente.

Mientras Maggie reía, el motor arrancó y rugió. Eric lo aceleró, encendió los limpiaparabrisas y gritó por encima del ruido:

– ¡Adiós, Maggie!

– Adiós. ¡Maneja con cuidado!

Un instante más tarde las huellas de los neumáticos se perdieron en la oscuridad. Maggie se quedó largo rato contemplándolas, sintiéndose turbada e inquieta.


El día de Acción de Gracias, veinte personas se reunieron al rededor de la mesa de los Severson; once de ellas eran nietos de Anna. Mike y Barb estaban presentes con sus cinco hijos. Ruth, la beba de la familia, había venido desde Duluth con su marido Dan y los tres niños. Larry, el penúltimo, y su mujer, Fran, arribaron desde Milwaukee con tres más, uno de los cuales todavía era tan pequeño que necesitaba una silla alta.

Una vez que se afiló el cuchillo de trinchar y el pavo asado estuvo delante de Mike, en la cabecera de la mesa, él hizo callar a todos y dijo:

– Tomémonos de la mano, ahora. -Cuando la ronda de manos estuvo firmemente cerrada, comenzó la plegaria. -Señor Nuestro, te agradecemos por otro año de buena salud y prosperidad. Te agradecemos por esta comida y por permitimos estar todos de nuevo alrededor de la mesa para disfrutarla. Te agradecemos especialmente por tener a Ma, que una vez más, se ha encargado de que ninguno sufra por comer pan comprado. Y por tener a las familias de Ruth y Larry aquí este año, aunque te pedimos que recuerdes a la pequeña Trish cuando ha comido suficiente tarta de zapallo con crema, considerando lo que sucedió el año pasado después de su tercera porción. Y por supuesto, te agradecemos por toda esta banda de niños que después de cenar van a ayudar a sus madres, lavando los platos. Y una cosa más, Señor, de parte de Barb y mía. Lamentamos haber tardado tanto para agradecerle como es debido, pero por fin vimos la luz y comprendimos que quieres lo mejor para nosotros al darnos otro hijo más que cuidar. El año que viene, cuando nos tomemos las manos alrededor de esta mesa otra vez y seamos veintiuno, permítenos estar sanos y felices como hoy. Amén.