Los más pequeños repitieron:

– Amén.

Nancy echó una mirada a Eric.

Los demás miraron a Mike y Barbara.

Nicholas por fin recuperó el habla.

– ¿Otro más?

– Sí -respondió Mike, tomando el cuchillo de trinchar-. Para mayo. Justo a tiempo para tu graduación.

Mientras Mike trinchaba el pavo, todos los ojos se fijaron en Anna. Ella ayudó a su nieto más cercano a aplastar con el tenedor una batata almibarada y comentó:

– Me parece reconfortante haber completado la docena de nietos. Me gustan los números pares. Barbara, ¿vas a comenzar a pasar las papas y la salsa o nos vamos a quedar todos mirando la comida hasta que se enfríe?

La tensión de todos se aflojó en forma visible.

Ese día dejó a Eric callado y melancólico. Estar otra vez con sus hermanos le trajo recuerdos alegres y coloridos de su infancia en una familia de seis: el ruido, las risas, el alboroto. Toda su vida había dado por sentado que recrearía la misma escena con sus hijos. El hecho de aceptar que eso nunca sucedería era un trago amargo que costaba deglutir. Y le quitaba parte de la alegría a la festividad de ese año.

Rodeado de ruido y festejos, Eric cayó en períodos de frecuente silencio. A veces se quedaba mirando la pantalla de televisión sin registrar las imágenes de los partidos de fútbol. Los otros gritaban y festejaban los tantos, sacudiéndolo de su ensimismamiento y acusándolo de dormitar. Pero no dormitaba, sino que cavilaba. En ocaciones miraba por la ventana la nieve y recordaba a Maggie volviéndose para decir por encima del hombro: "El Día de Acción de Gracias tiene que haber nieve, ¿no te parece?" La imaginó en casa de sus padres cenando y se preguntó si habría hecho las paces con su hija. Recordó la hora pasada en la casa de ella y tomó conciencia de que había sentido más feliz allí ese día que ahora, rodeado de personas a las que quería.

Descubrió a Nancy observándolo desde el otro extremo de la habitación y se recordó el verdadero significado de esa mirada. Siguió el ejemplo de Mike y fijó firmemente los pensamientos en las cosas por las que debía sentirse agradecido: la familia que lo rodeaba, la buena salud de todos, su alegría de vivir, el barco, la casa, una mujer hermosa y trabajadora.

Al llegar a su casa esa noche a las ocho, hizo el propósito de dejar de pensar en Maggie Stearn y de mantenerse alejado de su casa. Mientras Nancy abría la puerta del guardarropa, él se acercó desde atrás y la encerró entre sus brazos, ocultando la cara contra la nuca de ella. El cuello del abrigo de Nancy olía como un jardín florido. La piel de su cuello era suave y tibia. Nancy ladeó la cabeza y cubrió los brazos de Eric con los suyos.

– Te amo -murmuró el, dándole verdadero sentido a sus palabras.

– Y yo a ti.

– Y te pido perdón.

– ¿Por qué?

– Por negarme la última vez que quisiste hacer el amor. Por dejarte afuera estas últimas dos semanas. No debí hacerlo.

– Ay, Eric. -Ella se volvió y se apretó contra él, entrelazando los brazos alrededor de su cuello. -Por favor, no dejes que este asunto del bebé se interponga entre nosotros.

Eso ya sucedió.

Eric la besó y trató de alejar el pensamiento de su cabeza. Pero permaneció allí, y el beso -para Eric- se tornó agrio. Hundió el rostro contra ella, sintiéndose despojado y muy asustado.

– Siento tanta envidia de Mike y Barb.

– Lo sé -dijo Nancy-. Lo vi en tu rostro. -Lo abrazó y le acarició la nuca. -Por favor, no te pongas así. Tengo cuatro días para estar en casa. Hagamos que sean días felices.

Eric se prometió que lo intentaría. Pero reconoció que llevaba algo muy adentro de él, algo nuevo, inquietante y destructivo. Ese algo era la primera semilla de amargura.


Katy Stearn partió de Chicago luego de su clase de la una la víspera de Acción de Gracias. Iba sola, tomándose tiempo para juntar rencor contra su madre y compasión hacia sí misma.

Tendría que estar volando a Seattle con Smitty. Tendría que ir a encontrarme con todos los del grupo en El Faro y ver quién está engordando a fuerza de comer mal en las cafeterías de la universidad, quién se ha enamorado de quién y quién sigue siendo un posma. Tendría que estar pavoneándome con mi buzo de Northwestern y mi nuevo corte de cabello y viendo en qué anda Lenny, averiguar si ya está saliendo con alguien en la Universidad de California o si lo dejé prendado de mí para siempre. Debería estar conduciendo por calles conocidas, esperando la visita de amigos y durmiendo en mi vieja habitación.

Acababa de cumplir dieciocho años, era una muchacha común y no se consideraba egoísta, sino traicionada por la decisión repentina de su madre de mudarse a Door County.

Con toda deliberación había evitado preguntar dónde quedaba la casa nueva de su madre y fue directamente a lo de sus abuelos. Llegó poco antes de las siete.

Vera abrió la puerta.

– ¡Katy, hola!

– Hola, abuela.

Vera aceptó el abrazo mientras echaba una mirada al pórtico vacío.

– ¿Dónde está tu madre?

– Todavía no fui a su casa. Decidí pasar primero por aquí.

Vera se apartó y exclamó:

– ¡Por Dios, hija!, ¿dónde están tus botas de goma? ¿Vas a decirme que te viniste desde Chicago sin botas de goma en el auto? ¡Te pescarías una pulmonía si se te descompusiera el coche y tuvieras que caminar!

– Tengo un coche nuevo, abuela.

– Eso no es excusa. Los coches nuevos también se descomponen. ¡Roy, mira quién está aquí, y sin botas de goma!

– Hola, abuelo.

– ¡Mi pequeña Katy! -Él salió de la cocina y le dio un abrazo de oso. -No puedo creer que ya estés tan grande como para venirte manejando sola desde Chicago. ¿Qué tal la universidad?

Conversaron mientras se dirigían a la cocina. Vera le preguntó había cenado y cuando Katy respondió que no, abrió la heladera y dijo:

– Bueno, tengo un resto de sopa para calentarte. Roy, quita tus cosas de aquí. Las has desparramado por toda la mesa. -Se puso a calentar la sopa mientras Katy y Roy se sentaban a la mesa y él le hacía preguntas sobre Chicago y los estudios.

Cuando Katy hacía sus planes para ir a la universidad, ésa era la escena que había imaginado con su madre cuando regresara a casa. Si hubiera ido primero a lo de Maggie, estaría sucediendo allí. Pero esa casa desconocida en ese pueblito desconocido!¿Cómo podía su madre haberle hecho una cosa así? ¿Cómo? Su madre la acusaba a ella, Katy, de ser egoísta, cuando Katy veía la acción de Maggie como un arrebato de egoísmo.

Vera se acercó con la sopa, gállelas, queso y carne fría y se unió a ellos mientras Katy comía. Luego comenzó a limpiar la mesa y Roy puso su trabajo de nuevo en el centro.

– ¿Qué estás haciendo, abuelo?

– Una aldea victoriana. Todos los años hago un par de edificios. El primer año hice la iglesia, y desde entonces he hecho nueve cosas.

– ¿Y este año, qué haces?

– Una casa. Una replica de la de tu madre, en realidad. -Al verlo unir dos trozos delicados de madera, Katy sintió una mezcla de deseos que no comprendía. Deseos de estar con su madre; de verse libre de ella. De ver la casa; de no verla nunca. De que le encantara; de despreciarla. -Se ha comprado una casa hermosa, sabes.

Vera habló desde la pileta.

– Le dije que era una locura comprar algo tan grande. ¡Y tan viejo, por Dios!, pero no quiso escucharme. Qué puede querer una mujer sola con una casa de ese tamaño es algo que no…

Vera siguió y siguió. Katy contempló la réplica y trató de descifrar sus complejas emociones. Roy desparramó cola sobre un marco de ventana en miniatura y lo aplicó a la casa. ¿Cómo quedaría la casa terminada? ¿La planta superior, el techo?

– …no tiene ni un mueble en la casa, así que no sé dónde vas a dormir si vas allí -terminó Vera, por fin.

El olor de la cola llenaba la habitación. En la pileta, Vera lustraba las canillas. Sin levantar la mirada de su trabajo, Roy dijo a su nieta:

– No me sorprendería que tu madre estuviera esperándote en este mismo momento para mostrártela.

Katy sintió la picazón de lágrimas en los ojos. Las lágrimas nublaron las manos de Roy mientras lo miraba encolar otra pieza y ponerla en su sitio. Katy pensó en Seattle y en la casa que conocía tan bien. Pensó en una casa en el otro extremo del pueblo donde no moraba ni un solo recuerdo. Tenía que ir a ese sitio que le inspiraba rencor, a ver a esa madre con la que se había peleado, a la que extrañaba tanto que se le oprimía el pecho.

Esperó hasta que Vera subió al baño.

En la cocina silenciosa, Roy continuaba armando su maqueta.

– ¿Abuelo? -preguntó Katy en voz baja.

– ¿Hmm? -respondió él, dando la impresión de que su única preocupación era completar otra casa de su aldea victoriana.

– Necesito que me indiques cómo llegar allí.

El levantó la vista, sonrió como un cansado Papá Noel y extendió el brazo para apretar la mano de Katy.

– Bien hecho -dijo.


El camino era curvo y empinado. Ella lo recordaba vagamente de años anteriores cuando en forma ocasional iban a pasar unas vacaciones de verano y subían a la colina para ver las casas veraniegas de "los ricos". El risco, a la izquierda y los árboles, a la derecha, encerraban el camino. No había iluminación, sólo la luz aislada de una galería trasera, y en algunos sitios, hasta éstas se veían oscurecidas por espesos cercos de siemprevivas. Los faros del automóvil iluminaban paredes de piedra cubiertas de nieve y los empinados techos a la inglesa de los garajes, que parecían tener más personalidad que muchas casas modernas.

Divisó con facilidad el automóvil de su madre y estacionó frente a él, junto a una alta pared de siemprevivas. Puso el motor en punto muerto y contempló el coche de su madre cubierto de nieve, el garaje desconocido, la chata superficie blanca de la cancha de tenis y la destartalada glorieta de la que su madre tanto le había hablado en las cartas. Se sentía extrañamente distante, enfrentándose por primera vez con estas cosas que ya significaban algo para su madre. Nuevamente la invadió la tristeza del abandono, pues ella, Katy, no formaba parte de nada de lo que estaba alrededor de ella.

Un vistazo a la derecha reveló el espeso cerco que le impedía ver la casa. De mala gana, Katy apagó los faros y el motor y descendió del automóvil.

Se quedó unos instantes en la cima del sendero entre los arbustos fragantes, mirando la parte trasera de una casa donde la luz de una pequeña galería brillaba en señal de bienvenida. Había una puerta con banderola, y junto a la puerta, otra ventana, larga y estrecha, arrojando una flecha de luz dorada sobre la nieve. Levantó la vista hacia el gran tejado, pero sólo pudo ver la enorme sombra, sin detalle alguno en la oscuridad.

Por fin comenzó a bajar los escalones.

En la galería se detuvo, las manos hundidas en los bolsillos, contemplando el encaje de la ventana y las imágenes borrosas del otro lado. Sentía como si sus propias necesidades, igual que la imagen vista a través del grueso encaje, se hubieran oscurecido. No necesitaba a su madre y, sin embargo, su ausencia le dolía. No necesitaba venir aquí para pasar la fiesta y sin embargo, ir a Seattle sin familia era impensable. Echó una mirada al maíz y a la placa de bronce, dispuesta a repudiar la casa, pero captó en cambio su encanto y calidez.

Golpeó a la puerta y esperó. El corazón se le aceleró de expectativa y temor cuando vio, a través de la cortina, una figura moviéndose en la habitación. La puerta se abrió y allí estaba Maggie, sonriente, vestida con un moderno overol y una camisa rosada diseñada como ropa interior.

– ¡Katy, llegaste!

– Hola, mamá -respondió Katy con displicencia.

– Bueno, pasa. -Al abrazar a Katy, que más o menos se lo permitió, Maggie pensó: ¡Ay, Katy, no seas como mi madre! Por favor, no te pongas como ella. Cuando la soltó, Katy se quedó con las manos en los bolsillos, detrás de una barrera palpable como un muro de acero, dejando a Maggie la tarea de buscar trivialidades que alcanzaran para las dos.

– ¿Cómo estuvo el viaje?

– Bien.

– Pensé que llegarías más temprano.

– Me detuve en casa de los abuelos. Cené con ellos.

– Ah. -Maggie disimuló su desilusión. Había preparado espaguetis con albóndigas, pan de queso y tarta de manzana, todos platos favoritos de Katy. -Bueno, seguro que les diste una gran alegría. Han estado deseando que vinieras.

Katy se quitó la bufanda y comentó:

– Así que ésta es la casa. -Una habitación cálida y llena de hospitalidad, pero tan diferente de la casa en la que se había criado. ¿Dónde estaba la mesa de cocina de siempre? ¿De dónde había salido esa otra mesa? ¿Desde cuándo su madre se vestía como una veinteañera? Tantos cambios. Daban a Katy la impresión de que había estado lejos años en lugar de semanas, que su madre había sido completamente feliz sin ella.