– Sí, ésta es la casa. Ésta fue la primera habitación que renové. Ésa es una vieja mesa del abuelo, los armarios son nuevos, pero el piso es original. ¿Te gustaría ver el resto de la casa?
– Y bueno…
– Bien, vamos; quítate la campera y te mostraré todo.
Mientras recorrían las habitaciones vacías, Katy preguntó:
– ¿Dónde están todos nuestros muebles?
– Guardados en el garaje. Cuando llegaron, no tenía todavía los pisos listos.
Para Katy se hizo evidente, mientras seguía a su madre por la casa, que ella no tenía intención de desenterrar las reliquias del pasado, que amoblaría su nuevo hogar con otras cosas. Volvió a sentir rencor, aunque se vio obligada a admitir que los muebles tradicionales quedarían fuera de lugar en esta casa con cielos rasos altísimos y habitaciones enormes. La estructura exigía piezas grandes, con personalidad y una larga historia.
Llegaron a la Habitación del Mirador y allí, por fin, estaba la familiaridad que tanto había ansiado Katy: su propia cama y su cómoda, diminutas en la habitación inmensa. La cama estaba cubierta con la colcha de margaritas azules de siempre, que parecía gastada y fuera de lugar. Maggie había desenterrado varios muñecos rellenos para poner junto a la cama. Sobre la cómoda había un alhajero que Katy había recibido como regalo de Navidad a los nueve años y una canastita con recuerdos de años recientes: cuentas y frascos de perfume y los pompones de sus patines.
Katy miró alrededor y sintió un nudo en la garganta. ¡Qué infantil parecía todo de pronto!
A sus espaldas, Maggie habló con suavidad.
– No sabía qué te gustaría que pusiera.
Las margaritas azules se tornaron borrosas y el abrumador peso del cambio cayó sobre Katy. Sintió que se le cerraba la garganta.
Quería tener doce años otra vez, estar con su papá y no tener que acostumbrarse a los cambios. Al mismo tiempo, le gustaba estar en la universidad, dar sus primeros pasos en el mundo y verse libre de presiones paternas. En forma abrupta, giró en redondo y se arrojó en brazos de Maggie.
– ¡Ay, mamá… es tan difícil cr… crecer!
El corazón de Maggie se hinchó de amor y comprensión.
– Lo sé, mi tesoro, lo sé. Para mí también.
– Perdóname.
– Tú también a mí.
– Pero es que extraño tanto nuestra casa y Seattle…
– Te comprendo. -Maggie le masajeó la espalda. -Pero eso, y lodos los recuerdos asociados con eso, son parte del pasado. Tuve que dejarlos y hacer lugar para algo nuevo en mi vida, de otro modo me hubiera marchitado ¿me entiendes?
– Sí, te entiendo.
– Marcharme de allí no significa que haya olvidado a tu padre, ni lo que fue para nosotras dos. Lo amaba, Katy, y tuvimos la mejor vida que pude imaginar, la clase de vida que desearía que tuvieras con tu marido algún día. Pero descubrí que, cuando él murió, yo también me quedé como muerta. Me encerré en mí misma y lo lloré y dejé de preocuparme por cosas que es malsano descuidar. Desde que estoy aquí me he sentido tan… ¡tan viva otra vez! Tengo objetivos ¿comprendes? Tengo la casa en que trabajar, la primavera que esperar y ni negocio que encaminar.
Katy lo vio todo, esa faceta nueva de su madre, una mujer de tremenda fortaleza, que podía dejar a un lado los corsés de la viudez y florecer otra vez, sumergida en intereses nuevos. Una mujer de gustos eclécticos, que podía guardar un cargamento de muebles tradicionales y, con gran entusiasmo, lanzarse a la búsqueda de antigüedades. Una empresaria que recibía los desafíos con sorprendente confianza. Una madre que se enfrentaba con una catarsis tan importante como la que la propia Katy sentía. Aceptar esa faceta nueva de Maggie significaba despedirse de la anterior, pero Katy comprendió era necesario hacerlo.
Se apartó, todavía llorosa.
– Me encanta la casa, mamá. No quería que me gustara, pero no puedo impedirlo.
Maggie sonrió.
– ¿No querías que te gustara?
Secándose los ojos, Katy se quejó:
– Bueno, caramba, ¡odio las antigüedades! ¡Siempre las detesté! Y tú empiezas a escribirme sobre roperos antiguos y camas de bronce, comienza a picarme la curiosidad y ahora aquí estoy, ¡imaginándolo todo y sintiendo entusiasmo!
Riendo, Maggie volvió a abrazarla y las dos se mecieron.
– Eso se llama crecer, mi querida, aprender a aceptar cosas nuevas.
Katy se apartó.
– ¿Y cómo se llama esto? -tiró de la manga de la camisa de Maggie. -¿Mi madre de cuarenta años vestida como una joven a la última moda? ¿Esto también se llama crecer?
Maggie hundió las manos en los bolsillos del overol, enrollado en las pantorrillas y se miró la ropa.
– ¿Te gusta?
– No. Sí. -Katy levantó los brazos. -¡Caray, no lo sé! Ya no te pareces a mi mamá. Pareces una de las chicas de la universidad. ¡Me asusta!
– Sólo porque sea madre no significa que tenga que vestirme como una vieja, ¿no crees? Y, ya que estamos, te aclaro que me gusta tener cuarenta años.
– Ay, mamá… -Katy sonrió y, tomando a Maggie del brazo, la hizo girar hacia la escalera. -Me alegro por ti, de veras. Dudo de que pueda llegar a sentir que esto es mi hogar, pero si te sientes feliz, pienso que debo alegrarme por ti.
Más tarde, cuando estaban instalando a Katy en la Habitación del Mirador, ella comentó:
– La abuela no está muy contenta con que hayas comprado esta casa ¿no?
– ¿Con qué estuvo contenta la abuela alguna vez?
– Con nada que pueda recordar. ¿Cómo saliste tan distinta de ella?
– Haciendo un gran esfuerzo -respondió Maggie-. A veces me da lástima, pero otras veces me pone frenética. Desde que me mudé de allí a esta casa, sólo he ido una vez por semana, y es la única forma de poder llevarnos bien.
– El abuelo es dulce.
– Sí, y lamento no verlo más seguido. Pero viene aquí con frecuencia. A él también le encanta la casa.
– ¿Y a la abuela?
– Todavía no la vio.
– ¿No la invitaste?
– Sí, la invité, pero siempre encuentra una excusa para no venir. Te dije que me ponía frenética ¿no?
– ¿Pero por qué? No entiendo.
– Yo tampoco. Nunca nos llevamos bien. He estado tratando de entenderlo últimamente y es como si no quisiera que los demás fueran felices… no lo sé. Sea lo que fuere que alguien menciona, si lo hace feliz, ella tiene que despreciarlo o retarlo por algo que no tiene nada que ver.
– Me retó no bien entré en la casa porque no tenía puestas las botas.
– Eso es lo que quiero decir. ¿Por qué lo hace? ¿Siente celos? Suena ridículo, pero a veces se comporta como si los tuviera, aunque no sé de qué. En mi caso, quizá sea de mi relación con papá: siempre nos llevamos estupendamente bien. Quizá por el hecho de que puedo ser feliz, a pesar de la muerte de tu padre. Ciertamente, hay algo que le molesta en la compra de esta casa.
– ¿Entonces vamos pasar la cena de Acción de Gracias en su casa?
– Sí.
– ¿Te sientes desilusionada?
Maggie sonrió con optimismo.
– El año que viene cenaremos aquí. ¿Qué te parece?
– Trato hecho. Sin rencores de mi parte.
Maggie apartó a Vera de sus pensamientos.
– Y cuando llegue el verano, si quieres, puedes venir a trabajar aquí limpiando las habitaciones. Tendrías la playa aquí cerca y conozco gente joven que te puedo presentar. ¿Te gustaría la idea?
Katy sonrió.
– Puede ser.
– Bien. ¿Qué te parece si comemos un poco de tarta de manzana?
Katy sonrió de nuevo.
– Me pareció sentir el aroma cuando entré.
Maggie pasó un brazo alrededor de la cintura de su hija. Habían sido tres meses de antagonismo entre ambas. Quitarse ese peso de los hombros era todo lo que Maggie necesitaba para que su fiesta de Acción de Gracias fuera feliz. Juntas, se dirigieron a la cocina.
Capítulo 9
Soportaron el Día de Acción de Gracias con Vera. Katy se quedó cuatro días y prometió regresar a pasar al menos la mitad de las vacaciones de invierno con su madre; luego planeaba volar a Seattle y quedarse en casa de Smitty.
Llegó diciembre, trayendo más nieve y casi ningún turista hasta después de las fiestas, cuando los esquiadores de fondo y los aficionados a los vehículos de nieve invadirían Door County otra vez. El paisaje cambió de colores: sombras azules sobre tierra blanca; abetos casi negros y aquí y allá las bayas rojas como plumas de fuego sobre la nieve. Los pájaros de otoño se quedaron; el lago comenzó a helarse.
Maggie fue al pueblo un día antes del mediodía para buscar la correspondencia. En las calles ahora había mucho lugar para estacionar, de modo que se detuvo entre el correo y la tienda de Ramos Generales. Estaba subiendo a la acera cuando alguien gritó:
– ¡Maggie! ¡Eh, Maggie!
Ella miró alrededor, pero no vio a nadie.
– ¡Aquí arriba!
Maggie levantó la cabeza y se protegió los ojos contra el fuerte sol del mediodía. Un hombre saludaba con la mano desde el brazo mecánico de un camión muy alto.
– ¡Hola, Maggie!
Tenía puesta una campera y sujetaba una gigantesca campana navideña roja en una mano. El sol se reflejaba sobre los adornos verdes que se descolgaban del camión, enredándose en un poste de luz del otro lado de la calle.
– ¿Eric, eres tú?
– Hola, ¿cómo estás?
– ¡Muy bien! ¿Qué haces allí arriba?
– Coloco decoraciones navideñas. Me ofrezco como voluntario todos los años.
Ella sonrió, encandilada por el sol e inadecuadamente contenta de verlo otra vez.
– Están quedando muy bien. -Echó una mirada a la calle principal, donde gran cantidad de guirnaldas creaban el efecto de un toldo y campanas rojas decoraban los postes hasta llegar a la curva el extremo este de la calle. -¡Cielos! -bromeó-.Tu orgullo cívico me impresiona.
– Tengo tiempo de sobra. Además, me divierte. Me pone de humor festivo.
– ¡A mí también!
Se sonrieron durante varios segundos. Luego Eric dijo:
– ¿Cómo pasaste el día de Acción de Gracias?
– Muy bien, ¿y tú?
– Bien. ¿Vino tu hija?
– Sí.
Desde la acera, junto al camión, un hombre gritó.
– Eh, Severson, ¿vas a colgar esa campana o me tomo la hora para almorzar mientras te decides?
– Uy, lo siento. Oye, Dutch, ¿conoces a Maggie?
El hombre miró a Maggie desde la acera de enfrente.
– Creo que no.
– Ella es Maggie Stearn. Es la que compró la Casa Harding. Maggie, te presento a Dutch Winkler. Es pescador.
– ¡Hola, Dutch! -dijo Maggie y lo saludó con la mano. Dutch hizo lo mismo. En ese momento, un Ford rojo pasó junto a ellos, virando para esquivar el camión que bloqueaba un carril de la calle. El conductor del Ford saludó a Dutch con la mano y tocó la bocina.
Una vez que el vehículo pasó, Maggie estiró el cuello para volver a mirar a Eric.
– ¿No sientes vértigo allí arriba?
– ¿Quién, yo? ¿Un pescador que se pasa el día meciéndose sobre la cubierta?
– Ah, claro. Bueno, me alegra que pongas el pueblo de fiesta para el resto de nosotros.
– Desde aquí arriba ves a todas las chicas lindas y no se dan cuenta de que las observas -bromeó él.
Si él no hubiera estado gritando de manera que todo el que pasara pudiera oírlo, Maggie hubiera dicho que flirteaba. Sintió que se ruborizaba y decidió que había conversado lo suficiente.
– Bueno, fue un gusto verte. Será mejor que me vaya a buscar la correspondencia y la leche. ¡Adiós!
– ¡Adiós! -Él la observó desde arriba, siguiendo con los ojos su cabeza morena y su chaqueta rosada.
¡Chaqueta rosada!
En ese momento le vino a la mente el hecho de que a ella siempre le había gustado el color rosado. Recordó de pronto cuántas veces le había regalado cosas rosadas. Una vez un osito rosado ganado en una kermés. Una flor rosada de uno de los arbustos de su madre, que le insertó en los agujeros de ventilación de su armario en la escuela. En otra oportunidad, borlas rosadas para los patines de hielo. Pero lo que más recordaba era aquella primavera del último año de la secundaria. Los huertos estaban en flor y él le pidió prestado el coche a Mike para llevarla a un autocine. En el camino, se detuvo en el campo a recoger flores rosadas de manzanos, cantidades y cantidades, y las puso detrás de los visores y en las manijas de las ventanillas, detrás de los ganchos para colgar ropa y hasta en el cenicero. Cuando fue a buscar a Maggie, estacionó a varios metros de distancia de su casa, temiendo que la madre lo viera y lo creyera loco; Vera siempre espiaba por la ventana cuando él pasaba a buscar a Maggie. Cuando Maggie vio las flores, se cubrió la boca con ambas manos y se emocionó. Eric recordó que la había abrazado -o ella a él- en el coche antes de encender el motor, recordó el aroma embriagador de las flores alrededor de ellos, la luz pálida del anochecer de primavera, y la sensación maravillosa de estar enamorado por primera vez en la vida. Esa noche nunca llegaron al autocine. Estacionaron en el huerto de Easley, debajo de los árboles, abrieron las puertas del coche para que el aroma de las flores de adentro se mezclara con el de las ramas que cubrían el techo del automóvil y allí, por primera vez, hicieron el amor.
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