De pie sobre un camión de seis metros de altura, en un día helado de invierno, Eric vio desaparecer la campera rosada de Maggie dentro del correo y recordó.

Una vez que ella se fue, regresó a su trabajo, distraído, vigilando con un ojo la puerta del correo. Maggie reapareció un instante, revisando la pila de cartas mientras caminaba hacia la tienda que estaba a cincuenta metros de distancia. Cuando estuvo a la altura del camión, saludó con la mano, y él levantó una mano enguantada, en silencio. Maggie desapareció dentro de la tienda y Eric terminó de colgar la campana de plástico, luego se asomó por encima del balde del elevador.

– ¿Eh, Dutch, tienes hambre?

Dutch miró su reloj.

– Cielos, ya son casi las doce. ¿Quieres parar para almorzar?

– Sí, ya estoy listo.

Mientras bajaba en el elevador, Eric mantuvo los ojos fijos en la puerta de la tienda de ramos generales.

La estás persiguiendo, Severson.

¿De qué hablas? Todo el mundo almuerza.

En la tienda había movimiento. Si se tenía en cuenta que eslaban en Fish Creek y era el mes de diciembre. Todo el pueblo sabía que la correspondencia llegaba entre las once y las doce de cada día. Y como no había reparto a domicilio más allá de los límites del pueblo, el mediodía traía una corriente diaria de personas que venían a buscarla y a hacer compras. Si es que existía una hora social en Fish Creek, ésta era la hora de llegada de la correspondencia.

Cuando Maggie entró en la tienda, casi todos los clientes estaban en la parte delantera. En el mostrador de la fiambrería no había nadie. Maggie escudriñó los manjares expuestos en la conservadora.

– ¿Qué está pasando por aquí? -bromeó.

Roy levantó la vista y sonrió.

– Esto es lo mejor que me ha sucedido en el día de hoy. ¿Cómo estás, mi ángel? -Dejó la tabla de picar y se acercó a abrazar a Maggie.

– Mmm… muy bien. -Ella le besó la mejilla. -Pensé que podría comerme uno de tus sandwiches ya que estaba aquí.

– ¿De qué lo quieres?

– De pastrami. Y hazlo grueso, estoy muerta de hambre.

– ¿Con pan blanco?

– No, de centeno. -Roy extrajo un bollo de centeno mientras ella investigaba el contenido de la vitrina de exhibición.

– ¿Qué tienes allí? Mmm, arenque. -Abrió la pesada puerta corrediza, cortó un trozo de arenque con la cuchara y se lo metió en la boca con los dedos. ¡Ahora sí que siento la llegada de Navidad! -masculló con la boca llena.

– ¿Quieres que me echen? ¿Qué haces, sirviéndote con los dedos?

– Están limpios -declaró Maggie, lamiéndose las puntas de los dedos-. Sólo me rasqué la axila una vez.

Roy lanzó una carcajada y agitó un enorme cuchillo.

– Te estás tomando libertades indebidas con mi pan de cada día, jovencita.

Maggie se acercó a él, lo besó en la frente y se apoyó con aire travieso contra el tablón de madera del mostrador.

– Nadie te despediría. Eres demasiado dulce.

Del otro lado de la vitrina, alguien comentó con ironía:

– Bueno, mi intención era pedir un poco de arenque.

Maggie se volvió al oír la voz de Eric.

– Hola, Eric -lo saludó Roy.

– Es difícil mantener las manos de una escandinava fuera del arenque ¿no?

– Le dije que me iba a hacer echar.

– Si está preparando algo, prepare dos -dijo Eric.

– Pastrami con pan de centeno.

– Perfecto.

Maggie fue hasta la conservadora de carnes, dobló un dedo y dijo en un susurro teatral.

– ¡Eh, Eric, ven aquí! -Después de echar una mirada sigilosa hacia el frente del local, robó otro trozo de arenque y se lo alcanzó por encima de la alta y antigua conservadora. -No se lo digas a nadie.

Eric lo comió con placer, echando la cabeza hacia atrás y sonriendo. Luego se lamió los dedos.

– ¡Muy bien, ustedes dos, tomen sus sandwiches y aléjense de mi arenque! -los regañó Roy suavemente justo en el momento que Elsie Childs, la bibliotecaria del pueblo, aparecía desde el frente-. Tengo clientes que atender. -Qué puedo prepararle, Elsie?

– Hola, Elsie -dijeron Maggie y Eric al unísono, al tiempo que tomaban los sandwiches y huían a toda velocidad. Maggie tomó un cartón de leche, pagaron en la parte delantera del negocio y salieron juntos. Una vez afuera, Eric preguntó:

– ¿Dónde tenías pensado comer?

Ella miró el largo banco de madera contra la pared del local, donde, en verano, los turistas se sentaban a tomar helados.

– ¿Qué te parece aquí mismo?

– ¿Puedo acompañarte?

– Por supuesto.

Se sentaron sobre el banco helado, con la espalda contra la pared blanca de madera, mirando al sur, calentándose con el sol radiante que les iluminaba el rostro. Con dedos enfundados en gruesos guantes, desenvolvieron los enormes sandwiches y dieron la primera mordida, tratando de que les entrara en la boca.

– ¡Mmmmm! -dijo Maggie, con la boca llena.

– ¡Mmmmm! -asintió Eric. Ella tragó y preguntó:

– ¿Dónde está Dutch?

– Se fue a su casa a comer con su mujer.

Siguieron comiendo, conversando entre bocados.

– ¿Y? ¿Aclaraste las cosas con tu hija?

– Sí. Le encanta la casa y quiere venir a trabajar conmigo este verano.

– Qué bien.

Maggie buscó dentro de la bolsa de papel el cartón de leche, lo abrió y bebió un trago.

– ¿Quieres un poco? -le ofreció, alcanzándole el envase.

– Gracias. -Eric echó la cabeza atrás y Maggie vio cómo se movía su nuez de Adán mientras bebía. El bajó el cartón y se secó laboca con la mano enguantada. -Está muy rica. -Se sonrieron y Maggie se corrió un poco para que él pudiera colocar el cartón de leche sobre el banco entre ambos.

Con las piernas extendidas, y las botas cruzadas siguieron comiendo, apoyados cómodamente contra la pared. Elsie Childs salió de la tienda y Eric quitó sus pies del camino cuando ella pasó junto a ellos.

– Hola de nuevo -dijo él.

– Se los ve muy cómodos -comentó ella.

Maggie y Eric respondieron al mismo tiempo.

– Sí.

– El sol está muy lindo.

– Que lo pasen bien. -Elsie siguió camino hacia el correo.

Terminaron los sandwiches mientras la gente del pueblo iba y venía delante de ellos. Bebieron los últimos sorbos de leche y Maggie puso el cartón medio lleno dentro de la bolsa.

– Bueno, tendría que ir para casa.

– Sí, Dutch volverá en cualquier momento. Todavía nos falta colgar seis guirnaldas.

Pero ninguno se movió. Se quedaron con la cabeza apoyada contra la pared, disfrutando del sol como un par de lagartijas sobre una piedra tibia. En un árbol desnudo del otro lado de la calle, cantaban unos pájaros. De tanto en tanto, pasaba un automóvil y los neumáticos susurraban contra la nieve derretida de la calle. El banco de madera debajo de ellos se entibió, al igual que sus rostros bajo el sol.

– ¡Oye, Maggie! -murmuró Eric, sumido en sus pensamientos-. ¿Te puedo decir algo?

– Claro que sí.

Él permaneció en silencio tanto tiempo que Maggie lo miró para ver si se había quedado dormido. Pero sus ojos entrecerrados estaban fijos en algo del otro lado de la calle y tenía las manos cruzabas sobre el estómago.

– Nunca hice nada así con Nancy -dijo Eric por fin, ladeando la cabeza para mirarla-. Jamás se sentaría en un banco helado a comer un sandwich, del mismo modo que no se pondría zapatillas sin medias. Sencillamente, no es su estilo.

Durante varios instantes se miraron; el sol caía con tanta fuerza sobre sus rostros que les blanqueaba las pestañas.

– ¿Hacías esta clase de cosas con tu marido? -preguntó Eric.

– Todo el tiempo. Cosas tontas, espontáneas.

– Te envidio -dijo él, mirando otra vez el sol y cerrando los ojos-. Creo que Ma y el viejo solían escaparse y hacer cosas así, también. Recuerdo cuando a veces salían en el barco por la noche y nunca nos dejaban ir con ellos. -Abrió los ojos y miró los pájaros que cantaban en el árbol. -Cuando volvían a casa, ella tenía el pelo mojado y Mike y yo nos reíamos porque sabíamos que nunca llevaba traje de baño. Ahora creo que es así con Mike y Barb, también. ¿Por qué algunas personas encuentran el secreto y otras no?

Ella se tomó un momento para responder.

– ¿Sabes qué pienso?

– ¿Qué? -Él volvió a mirarla.

Maggie dejó pasar unos segundos antes de dar su opinión.

– Creo que estás permitiendo que algo que no te conforma magnifique todo lo demás. Todos lo hacemos a veces. Estamos molestos con alguien por algo específico y nos hace detenernos a considerar todas las otras cosas insignificantes o molestas que hace la otra persona. Las agrandamos cada vez más. Lo que tienes que hacer cuando algo te tiene mal, es recordar todas las cosas buenas. Nancy tiene montones de virtudes que en este momento te estás permitiendo olvidar. Sé que las tiene.

Él suspiró, se echó hacia adelante, apoyó los codos sobre las rodillas y estudió el suelo entre sus botas.

– Supongo que tienes razón -decidió luego de unos minutos.

– ¿Te puedo hacer una sugerencia?

Todavía echado hacia adelante, él la miró por encima del hombro.

– Por supuesto.

– Invítala. -La mirada de Maggie y su voz se tornaron vehementes. Se echó hacia adelante y quedó hombro con hombro junio a Eric. -Hazle saber que es el tipo de cosa que te encantaría hacer con ella. Toma su abrigo más calentito, envuélvela en él y pídele dos sandwiches a papá, luego llévala a tu lugar preferido y hazle saber que disfrutas tanto por estar allí con ella como por la novedad de hacer un picnic en la nieve.

Durante varios segundos de silencio, él observó su rostro, ese rostro que comenzaba a gustarle demasiado. Con frecuencia durante la noche, entre que apagaba la luz y se dormía, ese rostro lo visitaba en la oscuridad. Por fin, preguntó:

– ¿Y cómo aprendiste todo esto?

– Leo mucho. Tuve un marido maravilloso que siempre estaba dispuesto a probar cosas conmigo y enseñé una unidad de Vida Familiar en economía doméstica, lo que significa tomar muchas lecciones de psicología.

– Mi madre no leía mucho ni tomaba clases de psicología.

– No. Pero te apuesto a que pasaba por alto muchas pequeñas carencias de tu papá y se esforzaba por llevar su matrimonio adelante.

Él desvió la mirada y su voz se tornó áspera.

– Decir que no quieres hijos es más que una pequeña carencia, Maggie. Es una deficiencia monumental.

– ¿Lo hablaron antes de casarse?

– No.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Sencillamente supuse que tendríamos hijos.

– ¿Pero si no lo hablaron, de quién es la culpa de que ahora haya surgido el malentendido?

– Lo sé, lo sé. -Eric se puso de pie de un salto y fue hasta el cordón de la acera, donde se quedó parado sobre los talones, contemplando el terreno vacío del otro lado de la calle. Maggie había puesto el dedo en la llaga que lo había molestado infinidades de vices.

Maggie le miró la espalda, recogió su bolsa con la leche y se puso de pie para quedar detrás de él.

– Creo que necesitas una terapia matrimonial, Eric.

– Lo sugerí. Ella no quiso.

Qué triste se lo veía, aun desde atrás. Maggie nunca se había dado cuenta de lo triste que puede parecer la inmovilidad.

– ¿Tienen algunos amigos con quienes podrían hablar y que los pudieran ayudar? A veces, un intermediario sirve.

– Eso es otra cosa de la que me he dado cuenta últimamente. No tenemos amigos, es decir, no como pareja. ¿Cómo vamos a hacernos de amigos si no tenemos tiempo para nosotros? Yo tengo amigos y puedo hablar con Mike; es más, ya lo hice. Pero Nancy jamás le haría confidencias a él ni a nadie de mi familia. No los conoce lo suficiente, y es probable que ni siquiera le agraden lo suficiente.

– Entonces no sé qué más sugerir.

Él se volvió y la miró.

– ¡Qué mala compañía soy! Cada vez que estamos juntos me las arreglo para deprimirte.

– No seas tonto. Soy muy resistente. Pero… ¿y tú?

– Me las arreglaré. No te preocupes por mí.

– Creo que me preocuparé. Lo mismo me pasaba con mis alumnos cuando me venían a contar algún problema que tenían en su casa.

Caminaron hacia el coche de Maggie.

– Apuesto a que eras una profesora excelente ¿no es así, Maggie?

Ella pensó antes de responder.

– Me interesaba mucho por mis alumnos. Y ellos reaccionaban bien ante eso.

A Eric le gustó la modestia de su respuesta, pero sospechaba que había adivinado. Maggie era inteligente, perceptiva y abierta. Las personas como ella enseñaban a otros sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacían.