¿La estaba invitando a salir o no? Qué astuto de su parte ponerlo de forma tal que ella no pudiera estar segura. Decidió ganar tiempo.
– Un paseo en trineo… ¿quiere decir que hay suficiente nieve como para pasear en trineo?
– Apenas. Si no alcanza, Art Swenson quitará los patines a su aparato y le pondrá los neumáticos. Comienza a las siete y durará unas dos horas. ¿Qué le parece?
Maggie sopesó las posibilidades y decidió que Mark Brodie no era su estilo, tuviera intención de salir con ella o no.
– Lo lamento, pero tengo un compromiso para el domingo a la noche.
– Oh, bueno, quizás entonces en alguna otra oportunidad -respondió él alegremente, sin alterarse en absoluto.
– Quizá.
– Bueno, si puedo ayudarla en algo, no deje de decírmelo.
– Gracias, señor Brodie.
Maggie cortó y se quedó junto al teléfono, recordando el perfume dulzón y sus atenciones cargosas y pensó: No, gracias, señor Brodie.
Volvió a llamarla a la mañana siguiente. Su voz sonó demasiado alegre y resonante a oídos de Maggie.
– Señora Stearn, soy Mark Brodie. ¿Cómo está? -Parecía un vendedor de autos demasiado entusiasta de un comercial de televisión.
– Muy bien -respondió ella en forma automática.
– ¿Tiene algo que hacer el lunes por la noche?
Tomada por sorpresa, Maggie respondió con la verdad.
– No.
– Hay un cine en Bahía Sturgeon. ¿Puedo invitarla a ver una película?
Ella buscó desesperadamente una respuesta.
– Tenía entendido que era dueño de un restaurante. ¿Cómo hace para tener tantas noches libres?
– Está cerrado los domingos y los lunes.
– ¡Ah!
Sin amilanarse por las evasiones de Maggie, él repitió:
– Bien, ¿qué me dice de la película?
– Eh… ¿el lunes? -Ninguna excusa le venía a la mente. ¡Ninguna!
– Podría pasar a buscarla a las seis y media.
– Bueno… -Se sentía avergonzada por la falta de excusas, pero su mente seguía en blanco.
– A las seis y media. Diga que sí.
Maggie soltó una risita nerviosa.
– Si no lo hace, volveré a llamar.
– Señor Brodie, no salgo.
– Muy bien. Apareceré en su puerta con la cena en una bolsa de papel una de estas noches. Eso no será una salida.
– Señor Brod…
– Mark.
– Mark. Dije que no acepto invitaciones.
– Muy bien, páguese su propio boleto de cine, entonces.
– Qué insistente es.
– ¡Sí, señora mía, lo soy! ¿Qué le parece el lunes?
– Gracias, pero no -respondió Maggie con firmeza.
– Muy bien, pero no se sorprenda si vuelve a tener noticias mías.
El hombre tenía suficiente arrogancia como para llenar un granero, pensó Maggie, mientras colgaba.
El teléfono volvió a sonar el miércoles por la tarde y Maggie respondió con una excusa ya lista. Pero, en lugar de Mark Brodie fue Eric el que abrió la conversación sin identificarse.
– ¿Hola, cómo estás?
Maggie sonrió ampliamente.
– Ah, Eric, eres tú.
– ¿A quién esperabas?
– A Mark Brodie. Ya me llamó dos veces.
– Te dije que no perdía el tiempo.
– Es un pesado.
– Es de esperarse eso en un pueblo del tamaño de este que no tiene muchas mujeres solas, y ni hablar si además son ricas y bonitas.
– Señor Severson, me abochorna.
Eric rió y Maggie se sintió completamente a sus anchas.
– ¿Puedes esperar un minuto mientras me lavo las manos?
– Claro.
Maggie regresó enseguida y dijo:
– Listo, ya está. Estaba un poco pegajosa.
– ¿Estás empapelando?
– Sí.
– ¿Cómo está quedando?
– Fantástico. Espera a ver la Habitación del Mirador, está… -Se interrumpió, tomando conciencia de las inferencias de tanta familiaridad.
– ¿Está…? -la instó Eric.
Está de un color rosa viejo y nunca la verás. Ambos debemos asegurarnos de eso.
– Está casi terminada y el papel queda sensacional.
– ¡Qué bien! ¿Y qué decidiste sobre la camioneta?
La camioneta. La camioneta. No había vuelto a pensar en eso, pero no tenía otra forma de transportar muebles.
– Si estás seguro de que no es molestia, la usaré.
– ¿Te vendría bien un chofer?
Ella había pensado sencillamente en pedirla prestada y conducir ella misma. Permaneció de pie en la cocina, indecisa, pensando qué debía responder, mirando la manija de la heladera y viendo el rostro de Eric. Al ver que no respondía, él añadió:
– Pensé que, si comprabas algo grande, necesitarías ayuda para descargarlo.
Qué dilema. Objetar por razones de prudencia ponía motivos en la mente de Eric de los que quizá no era culpable y, sin embargo, aceptar podría darle motivos para creer que algo así tenía posibilidades. Decidió hacer lo honorable, por más torpe que sonara.
– ¿Eric, te parece prudente?
– Tengo el día libre y, si no te molesta, pasaré por Bead & Ricker para recoger algo que encargué para Nancy para Navidad. Me llamaron para decir que ya llegó.
La sola mención de Nancy los absolvió a ambos.
– Oh… bueno, muy bien, entonces.
– ¿A qué hora quieres que esté allí?
– Temprano, así no me pierdo nada bueno.
– ¿Tomas desayunos suculentos?
– Sí, pero…
– Pasaré a buscarte a las siete y comeremos por el camino. Ah, Maggie…
– ¿Sí?
– Ponte botas. La calefacción de la vieja puta no es de lo mejor.
– Muy bien.
– Te veo mañana.
Ella colgó y apoyó la frente en las manos, con los codos sobre las rodillas y se quedó allí sentada, contemplando el piso de la cocina. Durante dos minutos estuvo así, esperando a que volviera la sensatez, pensando estupideces sobre viudas que se comportaban como tontas.
Se puso de pie de un salto, maldijo por lo bajo y tomó el teléfono para llamarlo y cancelar la cita.
Dejó el teléfono con violencia y volvió a sentarse.
Eres consciente de lo que estás haciendo.
No estoy haciendo nada. Ésta es la última vez que lo veo. De veras.
Se despertó a la mañana siguiente con la idea cantándole en la mente: ¡Hoy lo veré, lo veré! Rodó hacia un costado, hundió la mandíbula en la almohada de plumas y se preguntó cuánto contacto con un hombre casado constituía una relación amistosa. Se quedó pensando en él -el pelo, los ojos, la boca- y rodó hasta quedar de espaldas con los ojos cerrados y los brazos cruzados con fuerza sobre el estómago.
Se vistió con la ropa menos atractiva que encontró: vaqueros y un grotesco buzo dorado que le quedaba ridículo, luego lo arruinó todo demorándose con el maquillaje y poniéndose gel en el pelo.
La camioneta de Eric estacionó junto a la casa puntualmente a las siete y ella se encontró con él en la mitad del sendero, enfundada en la campera rosada y un par de botas; llevaba cuatro mantas dobladas entre los brazos.
– Buen día -dijo Eric.
– Buen día. Traje mantas para proteger los muebles en caso de que compre algunos.
– Dame, te las llevo.
Tomó las frazadas y caminaron lado a lado hacia la camioneta.
– ¿Estás lista para hacer buenos negocios?
– Espero encontrar algo.
Todo tan platónico por fuera, mientras que una llama prohibida se encendía con la sola presencia de él.
Eric guardó las mantas en la caja de la camioneta y se pusieron en camino. El sol todavía no había salido. Adentro de la cabina, las luces del tablero creaban una tenue iluminación y por la radio Barbra Streisand cantaba Que tengas una Feliz Navidad.
– ¿Recuerdas la vez que…?
Hablaron -¿había habido alguna vez una persona con la que podía hablar con tanta comodidad?-de las Navidades favoritas del pasado y una en particular, en sexto grado, cuando ambos tomaron parte en una representación y tuvieron que cantar un villancico en noruego; de los fuertes de nieve que construían en la niñez; de cómo se fabricaban las velas; de cuántas variedades de queso se hacían en Wisconsin; de cómo regalar queso en Navidad se había vuelto una tradición. Cuando se cansaron de hablar, se sintieron igualmente cómodos en silencio. Escucharon la música y el informe meteorológico -nublado con sesenta por ciento de probabilidades de nieve- y rieron ante una broma del locutor. Siguieron el viaje en amistoso silencio y una nueva canción comenzó a sonar en la radio. Sentían ocasionales trozos de hielo bajo las ruedas y observaban las luces traseras rojas de otros vehículos en la carretera, contemplando al mismo tiempo la llegada del amanecer: un amanecer gris y sombrío que hacía que el interior de la camioneta pareciera aislado y acogedor. Un letrero de neón rojo y verde apareció a la derecha anunciando: EL HUECO DE LAS ROSQUILLAS. Eric aminoró la marcha y encendió la luz de giro.
– ¿Te gustan las rosquillas? -preguntó.
– ¿A esta hora de la mañana? -Maggie fingió repulsión.
Él le sonrió de costado al tiempo que giraba a la derecha y la camioneta entraba en una playa de estacionamiento sin pavimentar.
– Es el mejor momento, cuando acaban de salir de la grasa. -Una rueda cayó en un pozo y Maggie se aferró al asiento para no caer.
– Espero que la comida sea mejor que el estacionamiento -dijo, riendo.
– Confía en mí.
Adentro, Papás Noel de plástico y coronas también de plástico decoraban paredes de imitación ladrillo; flores plásticas en floreros plásticos adornaban cada una de las mesas cubiertas de plástico.
Eric guió a Maggie hasta un compartimiento contra la pared derecha, luego se sentó frente a ella y se desabotonó la campera, todo con un solo movimiento, igual que se desabotonaba su vieja campera de la escuela cientos de veces en el pasado.
Una camarera regordeta con pelo negro como el carbón se acercó y depositó sobre la mesa dos gruesos jarros blancos, luego los llenó de café.
– Hace frío hoy allí afuera -dijo, dejando la cafetera térmica-. Esto les va a venir bien.
Se marchó antes de que el café dejara de moverse en los jarros. Maggie sonrió, miró la bebida y comentó:
– Creo que pedimos café, ¿no?
– Parece que sí. -Eric levantó el jarro para tomar un primer sorbo y dijo:
– No es un sitio elegante, pero la comida es buena y casera. -Los menús estaban entre la azucarera y el servilletero. Entregó uno a Maggie y sugirió: -Fíjale en la Omelette de Todo Lo Que Hay En El Mundo; es suficiente para dos, si quieres compartir.
A Maggie le llevó treinta segundos leer la lista de ingredientes de la omelette y cuando terminó, quedó anonadada.
– ¿Es en serio? ¿Ponen todo eso en una omelette?
– Sí, señora. Y cuando te lo traen, rebalsa por los costados del plato.
– Muy bien, me lo vendiste. Compartiremos una.
Mientras esperaban, recordaron los Bailes de la Nieve de la esencia secundaria y la vez que el director se disfrazó de Papá Noel y Brookie apostó a que se atrevía a sostener una rama de muérdago sobre su cabeza y besarlo. Volvieron a llenar los jarros de café y rieron al ver que ninguno de los cubiertos que había en la mesa pertenecía al mismo juego. Cuando llegó la omelette, rieron de nuevo, al ver el tamaño. Eric la cortó y Maggie la sirvió: una deliciosa creación con tres clases de carne, dos clases de queso, papas, cebollas, hongos, pimientos verdes, tomates, brócoli y coliflor. Eric comió su parte con dos enormes rosquillas caseras y ella con tostadas y ninguno de los dos reparó en el hecho de que otra vez construían recuerdos.
De nuevo en la camioneta, Maggie gimió y se sujetó el estómago cuando salieron a los tumbos del estacionamiento.
– ¡Ay, despacio, por favor!
– Es que necesitas que se te asiente -bromeó Eric y cambiando de velocidad, apretó el acelerador y avanzó en zigzag por el estacionamiento, haciendo que ambos saltaran como pochoclo en una sartén. Maggie golpeó la cabeza contra el techo y gritó, riendo. Eric forzó el motor, viró en dirección opuesta y ella voló de la puerta contra su hombro y de nuevo hacia la puerta hasta que por fin él se detuvo al acercarse a la carretera.
– ¡S… Severson, estás completamente loco! -Maggie reía tanto que apenas si pudo pronunciar las palabras.
Él también reía.
– A la vieja puta todavía le quedan fuerzas. Tendremos que sacarla algún día a hacer rosquillas sobre el hielo.
En los días de la adolescencia, todos los muchachos hacían "rosquillas" por docenas: sacaban los coches al lago congelado y se deslizaban en círculos controlados, dejando "rosquillas" en la nieve. En aquel entonces, igual que ahora, las muchachas chillaban y disfrutaban de la emoción.
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