– Si tienes herramientas, te la armaré.
– No es necesario. Yo puedo hacerlo.
Él la miró de frente por primera vez desde el comienzo del triste viaje de vuelta.
– ¡Maggie, esa maldita cabecera pesa treinta kilos! Si se cae y se parte puedes despedirte de tu antigüedad para siempre. Ve a traer una pinza y un destornillador.
Ella le consiguió las herramientas, luego se apartó y lo observó hincarse sobre una rodilla y utilizarlas para separar las partes de la cama. Trabajaba con singular intensidad; tenía el cuello de la campera levantado, la cabeza gacha, los hombros encorvados bajo la campera negra de cuero.
Aflojó un par de trabas, fue hasta el otro par y volvió a usar el destornillador.
– Sostén esto o se caerá -ordenó, sin ni siquiera mirarla.
Maggie sujetó las piezas a medida que el las sacaba de los caballetes de apoyo. Eric se puso de pie con un crujir de rodillas, guardó el destornillador en el bolsillo y se movió por la habitación, colocando las maderas laterales en su sitio y regresando luego para tomar la piecera. La transportó unos dos metros antes de volver o ponerse de rodillas para enganchar todas las piezas.
Maggie trataba de no mirarlo, de no fijarse en lo atractivo que resultaba inclinado, realizando esa tarea peculiarmente masculina. Una vez que la cama estuvo armada, Eric se puso de pie.
– Bien, ya está. ¿Y los colchones? -Echó una mirada a la cama de una plaza en un extremo de la habitación.
– Están guardados en el garaje. Papá me ayudará con ellos.
– ¿Seguro?
– Sí. No le molestará.
– Muy bien… -Sacó los guantes de los bolsillos, sin insistir. -Me voy, entonces.
– Gracias, Eric. Me fue muy útil tu camioneta y toda la ayuda que me diste.
– Hiciste buenas compras -declaró él con tono terminante mientras salían de la habitación.
– Sí.
Descendieron los escalones codo a codo, y avanzaron hacia la cocina en un incómodo vacío emocional. Eric se dirigió directamente a la puerta y Maggie se la abrió cortésmente, diciendo:
– Gracias de nuevo.
– Aja -replicó él, cortante, impersonal-. Nos vemos.
Maggie cerró la puerta con firmeza y pensó: Bien, ya terminó todo. La decisión ha sido tomada. Haste un té, Maggie. Ve arriba a admirar tus nuevos muebles. Borra el día de hoy de tu mente.
Pero la casa le resultaba sombría y de pronto, ya no sentía entusiasmo por las antigüedades que tanto placer le habían causado horas antes. Fue hasta la pileta de la cocina, abrió el agua caliente y colocó una pava bajo el chorro, encendió una hornalla y colocó el agua a calentar; bajó una tetera de un armario y miró desinteresadamente dentro de una lata de saquitos de té, sin preocuparse por qué sabor tenían.
Afuera, Eric subió los escalones al trote, cerró la puerta trasera de la camioneta con violencia, fue hasta el asiento del conductor, se sentó detrás del volante y sintió que se rasgaba el plástico del asiento. Pasó el peso a una nalga, metió una mano bajo su cuerpo y masculló:
– Mierda.
Giró la cintura para mirar. El destornillador de Maggie había hecho un agujero en forma de siete en el plástico.
– ¡Mierda! -exclamó con exasperación, golpeando las manos sobre el volante. Furioso. Atrapado por sus propias emociones.
Se quedó sentado un largo instante, con los brazos sobre el volunte, los pulgares enguantados contra los ojos, mientras admitía para sus adentros la verdadera razón por la que estaba enojado.
¡Te estás comportando como un cerdo, descargándole con ella cuando no tiene la culpa! Si vas a irte de aquí para no regresar nunca, por lo menos hazlo con elegancia.
Levantó la cabeza. El viento se había vuelto más fuerte. Agitaba la escobilla floja del limpiaparabrisas y arremolinaba la nieve de la semana pasada en el camino. Eric miraba sin ver, temiendo regresar a la puerta, y al mismo tiempo ansiando ver a Maggie por última vez.
¿Qué quieres, Severson?
¿Qué importancia tiene lo que quiero? Lo único que importa es lo que debo hacer.
Con un movimiento abrupto, encendió el motor y lo dejó en marcha; una forma de asegurarse que estaría de nuevo allí en sesenta segundos o menos, listo para dirigirse a su casa, que era el sitio donde debía estar.
Golpeó con fuerza a la puerta de Maggie, tan fuerte como le martillaba el corazón en el pecho. Ella abrió con un saquito de té en la mano y se quedaron como figuras de cartón, mirándose a los ojos.
– Esto es tuyo -dijo Eric por fin, entregándole el destornillador.
– Ah… -Maggie lo tomó. -Gracias.
Habló en voz tan baja que él apenas si pudo escucharla, luego se quedó con la cabeza gacha, mientras él la miraba.
– Maggie, lo siento. -En su voz había una nota de ternura, ahora.
– Está bien. Lo comprendo. -Enredó el hilo del saquito de té alrededor del destornillador, sin levantar la vista.
– No, no está bien. Te traté como si hubieras hecho algo malo y no lo hiciste. Soy yo. Es… -Sobre sus caderas, los dedos enguantados se cerraron, se abrieron. -Estoy pasando por momentos difíciles y no tengo derecho de arrastrarte a ti. Sólo quería que supieras que no volveré a molestarte.
Ella asintió desconsoladamente y bajó las manos a los lados del cuerpo.
– Sí, creo que es lo mejor.
– Voy a… -Hizo un ademán vago en dirección a la camioneta. -Voy a ir a casa y haré lo que me dijiste. Me concentraré en las
– Lo sé -susurró Maggie.
Él la observó esforzarse por ocultar sus sentimientos, pero sus mejillas se sonrojaron. A Eric se le cerraron el pecho y la garganta como una vez en que el Mary Deare quedó atrapado en una tormenta de verano y él creyó que se hundía. Abrió las manos enguantadas y las apretó contra los muslos para no tocar a Maggie.
– Bueno, quería que lo supieras. No me sentía bien, luego de haberme ido así.
Ella volvió a asentir y trató de disimular las lágrimas que comenzaban a llenarle los ojos.
– Bueno, oye… -Eric dio un paso atrás y dijo con voz ronca: -Que pases una feliz Navidad y espero que te vaya muy bien con la casa y tu nueva empresa.
Maggie levantó la cabeza y Eric vio el brillo de lágrimas en sus ojos.
– Gracias -dijo ella, obligándose a esbozar una temblorosa sonrisa-. Que tengas tú también una hermosa Navidad.
Él retrocedió hasta el primer escalón y por un desgarrador instante, sus miradas hablaron con claridad del deseo y la necesidad que sentían. Los ojos castaños de Maggie parecían agrandados por las lágrimas que le temblaban en las pestañas. Los azules de Eric, mostraban la fuerza con que se contenía para no tomarla entre sus brazos. Abrió las manos y las cerró una vez más.
– Adiós. -Movió los labios, pero no brotó ningún sonido. Luego se volvió y se alejó de su vida con paso decidido.
Durante los días que siguieron, Eric evitó andar cerca del correo al mediodía, compró las provisiones en cualquier lugar menos en el Almacén de Ramos Generales y almorzó en su casa. Durante las mañanas, sin embargo, siguió con sus visitas a la panadería y mientras bajaba la colina, con frecuencia se imaginaba que encontraría a Maggie allí, comprando algo dulce, volviéndose al oír la campanilla de la puerta y sonriendo al verlo entrar.
Pero ella prefería huevos a la hora del desayuno; ahora lo sabía.
La bahía se heló por completo y Eric sacó su vehículo para nieve para irse a pescar en el hielo todos los días. Muchas veces, sentado sobre un banquito plegable sobre el hielo, mirando por el agujero las aguas profundas, pensaba en Maggie, se preguntaba si le gustaría el pescado frito y la recordaba robando un trozo de arenque del barril de la conservadora de su padre. Pensó en llevarle una trucha fresca; después de todo, pescaba más de las que podía comer.
Pero eso sólo sería una excusa para verla, admitió, y llevó las truchas s u madre y a Barb.
Construyó un trineo para regalar a los hijos de Mike y Barb en Navidad y le dio seis capas de barniz marino. Cuando estuvo listo, se lo mostró a Nancy. Ella se bajó los anteojos por la nariz, le dedicó una breve mirada y dijo: "Mmm, muy lindo, querido" antes de volver a los papeles que estaba haciendo.
Eric cortó dos pinos de la propiedad de Mike, puso uno en una maceta para Ma y se llevó el otro a su casa. Cuando lo tuvo en un rincón de la sala, aromático y punzante, se paró delante de él con las manos en los bolsillos y deseó tener a alguien con quien compartirlo. El fin de semana, cuando regresó Nancy, adornaron el árbol con lucecitas transparentes, bolas transparentes y colgantes transparentes: la misma decoración que utilizaban año tras año. La vez que Nancy las trajo -compradas en una tienda elegante de Kansas City- Eric contuvo su desilusión mientras decoraban el árbol. Una vez que estuvo listo, lo miró con horror y dijo:
– ¿Le falta un poco de color, no crees?
– No seas anticuado, tesoro -le había dicho Nancy-. Es elegante.
No quería un árbol elegante. Quería uno como el de Ma, adornado con enormes luces multicolores y guirnaldas que él y sus hermanos habían hecho en la escuela primaria, adornos que habían estado en el árbol de Ma cuando era niña y otros que los amigos les habían regalado con el correr de los años. En cambio, tenía un árbol que lo dejaba tan frío como la fruta de madera que Nancy tenía sobre la mesa de la cocina. De modo que, con frecuencia, las noches de la semana se iba a casa de Ma o de Mike y disfrutaba de sus árboles, comía pochoclo y pescado ahumado y bromeaba con los pequeños; se los sentaba en el regazo con sus pijamas largos, observaba sus rostros iluminados de todos colores por las luces del árbol y los escuchaba hablar con reverencia de Papá Noel.
Al mirar las luces del árbol, Eric pensaba en Maggie y se preguntaba cómo habría sido su Navidad si se hubiera casado con ella en lugar de con Nancy. ¿Tendría hijos propios? ¿Estarían todos juntos ahora alrededor del árbol de Navidad? Imaginó a Maggie en la gran casa con las ventanas salientes, los pisos brillosos y la cocina con la vieja mesa rayada; recordó el día en que él y Deitz tomaron café con ella y la echó de menos terriblemente.
Durante esos mismos días y noches, ella también pensó en él y soportó esa sensación de pérdida, inexplicable como era, pues ¿cómo podía uno perder algo que jamás había tenido? No había perdido nada, salvo la añoranza diaria de Phillip, desaparecido como por arte de magia desde su regreso a Fish Creek. Impactada, Maggie comprendió que era cierto: la sensación de autocompasión y carencia se habían suavizado hasta convertirse en recuerdos aterciopelados de los momentos felices que habían pasado juntos. Sí, la pérdida de Phillip cada vez le dolía menos, pero al que extrañaba ahora era a Eric.
A medida que se acercaban las fiestas, pasó muchas noches agridulces recordando las ocasiones recientes que habían compartido: la primera noche en la oscuridad, recorriendo la casa a la luz de una linterna; el día en que él la encontró pintando en la Habitación del Mirador y comenzó a nevar; el día que habían almorzado sobre el banco de la calle principal; el viaje a Bahía Sturgeon ¿Cuándo había comenzado esta insidiosa colección de recuerdos? ¿Estaría recordando él también? No tenía más que pensar en los últimos momentos que habían pasado juntos para saber con certeza que sí.
Pero Eric Severson no era un hombre libre y Maggie trató de tener eso siempre presente mientras llenaba sus días y se preparaba para Navidad.
Llamó a su padre y Roy vino a ayudarla a entrar los colchones del garaje, a transportar la cama de una plaza a la habitación de servicio, a regocijarse con ella con los muebles nuevos de la Habitación del Mirador y a ponderar sus esfuerzos con el empapelado.
Maggie tendió por primera vez la gran cama tallada a mano con sábanas con puntillas y un espumoso acolchado de plumas, luego se arrojó sobre ella para mirar el cielo raso y extrañar al hombre al que no tenía derecho de extrañar.
Llamó Mark Brodie y la invitó a su club a cenar y ella volvió a rechazar la invitación. El insistió y finalmente, Maggie aceptó.
Mark hizo todo lo que estaba a su alcance para impresionarla. Un compartimiento muy privado en un rincón, camareros discretos y gentiles, mantel de hilo, luz de vela, cristal, champagne, caracoles, ensalada César mezclada junto a la mesa, orejas marinas traídas especialmente para la ocasión, puesto que no figuraban en el menú habitual, y luego Bananas Foster, flambeadas junto a la mesa y servidas en copas altas.
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