Toda la comida, sin embargo, parecía tener el sabor de su agua de Colonia.
Era atento hasta la exageración, buen conversador, pero le gustaba hablar sobre su propio éxito. Conducía un Buick Park Avenue cuyo interior tenía el mismo aroma que él: dulzón y sofocante. Cuando la llevó a su casa, Maggie se bajó con alivio y tragó bocanadas de aire fresco como una persona que ha estado bajo el agua.
En la puerta, la tomó de los hombros y la besó. Con la boca abierta. El beso duró unos odiosos treinta segundos en los que Maggie se puso a prueba, resistiendo el impulso de apartarlo de un empujón, escupir y limpiarse la boca. No era un aprovechador. No era feo, desprolijo, insoportable ni grosero.
Pero no era Eric.
Cuando el beso terminó, Mark dijo:
– Quiero volver a verte.
– Lo siento, Mark, pero creo que no.
– ¿Por qué? -Parecía fastidiado.
– No estoy lista para esto.
– ¿Cuándo lo estarás? Esperaré.
– Mark, por favor… -Maggie se apartó y él la soltó, sin presionarla.
– Si me permites la chabacanería, no soy un cazador de fortunas, Maggie.
– Nunca pensé que lo fueras.
– ¿Entonces por qué no pasar buenos momentos juntos? Estás sola. Yo también. En este pueblo no hay muchos como nosotros.
– Mark, debo entrar. Fue una hermosa cena, tienes un fantástico
– Te voy a convencer, Maggie. No me daré por vencido.
– Buenas noches, Mark. Gracias por la cena.
Llamó a Brookie al día siguiente e hicieron una excursión a Bahía Green para comprar cortinas de encaje, regalos de Navidad y almorzar juntas.
Maggie confesó:
– Me siento sola, Brookie. ¿Conoces hombres solteros?
Brookie dijo:
– ¿Y Mark Brodie?
Maggie respondió:
– Anoche permití que me besara.
– ¿Y?
– ¿Alguna vez te comiste un bocado de geranios?
Brookie se atragantó con la sopa y se dobló en dos sobre el platlo, ahogándose de risa, lágrimas y arvejas.
Maggie también terminó por reír. Cuando por fin pudo hablar, Brookie dijo:
– ¿Y bien, entraste después a hacer albóndigas?
– No.
– Entonces quizá deberías pedirle que cambie de agua de Colonia.
Maggie pensó en eso la siguiente vez que la llamó y lo rechazó.
Y la siguiente… y la siguiente.
Katy llamó y dijo que viajaría hacia allí el 20 de diciembre, enseguida después de las clases de la mañana. Maggie puso el árbol en la sala y preparó masitas de fantasía y una torta de frutas con ron, envolvió regalos y se dijo que no importaba que no tuviera un hombre a quien regalarle algo esa Navidad. Estaban su padre y su madre, Katy y Brookie. Cuatro personas que la querían. Debía sentirse agradecida.
Las advertencias climáticas comenzaron el martes, pero los escépticos, al encontrarse en la calle, sonreían y se recordaban unos a otros:
– Dijeron que las dos últimas tormentas de nieve venían hacia
La nieve comenzó a caer al mediodía, llegando desde Canadá por la Bahía Green, en finas esquirlas que saltaban como insectos vivos sobre los caminos helados y se convirtió en una fuerza salvaje alimentada por temibles vientos de cincuenta kilómetros por hora. Al las dos de la tarde cerraron las escuelas. A las cuatro, las empresas hicieron lo mismo. A las siete, los equipos de mantenimiento abandonaron las calles.
Eric se fue a acostar a las diez de la noche, pero una hora mas tarde despertó al oír el teléfono junto a la cama.
– ¿Hola? -masculló, medio dormido.
– ¿Eric?
– ¿Sí?
– Habla Bruce Thorson, desde la oficina del alguacil de Bahía Sturgeon. Tenemos una situación crítica entre manos, con viajeros atrapados en los caminos de todo el distrito y tuvimos que sacar los equipos. Nos vendrían bien todos los vehículos para nieve y los conductores expertos disponibles.
Eric miró el reloj, se sentó en la cama y se pasó una mano por el pelo en la oscuridad.
– Comprendo. ¿Adonde me necesitan?
– Despacharemos a los voluntarios de Fish Creek desde la Estación de Bomberos Gibraltar. Trae todo el equipo de emergencias que tengas.
– Muy bien. Estaré allí en quince minutos.
Se movió a toda velocidad. Mientras bajaba la escalera, se abotonó la camisa y los pantalones. Puso agua en el microondas para prepararse un café instantáneo, buscó una bolsa grande para residuos y adentro echó velas, fósforos, una linterna, periódicos, una gorra de abrigo, el equipo de nieve de Nancy (que había usado sólo una vez), una bolsita con dos rosquillas, barras de chocolate y una manzana. Se colocó su equipo de nieve plateado, botas, guantes, pasa-montañas y casco. Llenó el termo, le añadió dos chorritos de licor y salió, con el aspecto de un astronauta listo para la caminata lunar.
Al abrigo de la casa, la tormenta parecía haber sido exagerada. Luego bajó los escalones y se hundió en nieve hasta las caderas. A mitad de camino hacia el garaje, el viento lo embistió con todas sus fuerzas y perdió el equilibrio, cayendo hacia el costado mientras luchaba por seguir avanzando. Se estremeció y llegó hasta la puerta del garaje, donde se vio obligado a escarbar con los pies y las manos para encontrar los picaportes. Adentro hacía un frío polar; siempre hacía más frío en el cemento que en la nieve. El sonido de las botas forradas con piel sobre el piso helado le retumbaba en los oídos protegidos. Llenó el tanque de gasolina del vehículo para nieve, ató una pala y la bolsa de provisiones al asiento del pasajero, encendió el motor y salió. Fue un alivio ponerse de espaldas al viento al cerrar la puerta del garaje. Tiritando, enfrentó el viento una vez más, se subió a la máquina y se protegió el rostro con las antiparras del casco, pensando que pasaría mucho tiempo hasta que volviera a meterse en su cama calentita.
El viento era casi huracanado y barría la nieve en cortinas que ocultaban todo de la vista. Ni desde cien metros de distancia, se veían las luces rojas y azules de la calle principal. No fue hasta que estuvo directamente debajo de ellas que Eric vio los fantasmagóricos círculos de luz en el remolino de nieve sobre su cabeza. Condujo por el medio de la desaparecida calle principal, utilizando las luces navideñas como guía. De tanto en tanto, a los costados, una luz blanca atravesaba la bruma: el letrero de una tienda o una luz callejera. A mitad de camino hacia la Estación de Bomberos, oyó el rugir
Había otros dos vehículos para nieve estacionados adelante. Eric dejó el motor en marcha. Pasó una pierna por encima del asiento, se levantó el visor del protector y gritó:
– ¿Linda hora para salir de la cama, no, Dutch?
– ¡Qué te parece! -La voz de Dutch sonó ahogada hasta que se levantó el visor. -Vaya tormentita, ¿eh? -Dutch avanzó por la nieve hacia Eric y luego se abrieron paso juntos hasta el edificio de ladrillos.
Adentro, Einer Seaquist repartía provisiones de emergencia a otros dos conductores. A uno de ellos, ordenó:
– Ve hasta lo de Doc Braith lo más rápido posible. Tiene insulina para que le lleves a Walt McClusky en la Carretera Zonal A. Y tú, Brian -dijo al segundo-, toma la Carretera Zonal F hasta la Ruta Cincuenta y Siete. La cerraron en el otro extremo, pero calculamos que hay tres automóviles allí que nunca llegaron a destino. Dutch, Eric, me alegro de que pudieran venir, muchachos. Pueden elegir, Carretera EE o Ruta Cuarenta y dos. Los malditos automovilistas no saben cuándo meterse en un motel. Si encuentran a alguien, hagan todo lo que puedan. Llévenlos a cualquier parte, a un motel, a una casa de familia o tráiganlos aquí. ¿Necesitan provisiones?
– No, tengo todo lo que preciso -afirmó Eric.
– Yo también -acotó Dutch-. Tomaré la Carretera EE.
– Yo la Cuarenta y dos -dijo Eric.
Salieron juntos del edificio, hundiéndose en la nieve. El viento ya había borrado las huellas que habían hecho al entrar. Al sentarse en su vehículo, Eric sintió las tranquilizadoras vibraciones del motor y pensó en la confianza que ponían los hombres en sus máquinas. Dutch también se trepó, se colocó las antiparras y gritó:
– ¡Ten cuidado con los alambres de púas, Severson!
– ¡Tú también, Winkler! -gritó Eric, al tiempo que se bajaba el visor.
Pusieron las máquinas en movimiento y condujeron juntos hacia el oeste, por la calle principal, bajo las tenues luces navideñas, luego por la abertura en el risco donde la Ruta Cuarenta y dos salía del pueblo. Arriba, en terreno abierto, siguieron los postes de teléfono y en ocasiones la parte superior de las cercas. Las luces de los faros iluminaban sólo una corta distancia delante de ellos. De tanto en tanto obtenían un atisbo de la ruta, azotada por el viento implacable; en otras ocasiones, no habrían sabido que estaba el asfalto debajo de ellos de no haber sido por los postes que lo marcaban. En una oportunidad, los faros iluminaron un montículo que creyeron que era un automóvil. Eric lo vio primero y señaló. Pero cuando se detuvieron y empezaron a cavar, vieron que se trataba de la roca apodada Roca del Señor, donde el mensaje "Jesús salva" había creado un mojón en la ruta Cuarenta y dos desde que Eric tenía memoria.
Subieron a las máquinas de nuevo y continuaron juntos hasta que llegaron al punto en que la Ruta Cuarenta y dos hacía intersección con la Carretera Zonal EE. Allí, con un saludo de despedida, Dutch viró a la izquierda y desapareció en la tormenta.
Después de la partida de Dutch, la temperatura pareció más fría, el viento más fuerte, la nieve más dura contra el pasamontañas de Eric. Su solitario reflector, iluminando hacia lo alto y luego hacia abajo, como el de una locomotora, parecía estar buscando al compañero que estaba junto a él hasta ese momento. El vehículo se mecía, golpeaba, a veces volaba y Eric sujetó el volante más fuerte, gozando del movimiento que trepaba por sus brazos y vibraba bajo sus muslos, la única señal de vida en la noche oscura y violenta.
Después de un tiempo sus brazos y piernas se cansaron del movimiento. El dedo pulgar de la mano izquierda comenzó a congelársele. Los ojos le dolían y comenzó marearse de tanto mirar el caleidoscópico movimiento delante de él. La monotonía le aturdía los sentidos y temió haber pasado junto a un auto enterrado sin darse cuenta. Una extensión de asfalto pasó junto a su flanco izquierdo; viró hacia allí, realineándose con el centro de la ruta. En su mente oía la advertencia de Dutch. "¡Cuidado con los alambres de púas!" Conductores inexpertos habían sido decapitados al chocar con alambrados. Otros que habían sobrevivido lucían un collar rojo de cicatrices por el resto de sus vidas.
Se preguntó dónde estaría Nancy. No había llamado esa noche. En Fargo, si mal no recordaba. ¿Habría llegado la tormenta hasta allí?
Esperaba que Ma estuviera bien, que su tanque de combustible estuviera lleno. "La muy testaruda no quería que Mike y él le pulieran una nueva caldera. La estufa de gas oil calienta tan bien como siempre" insistía con obstinación. Pues bien, cuando eso terminara, iba a comprarle una caldera le gustara o no. Se estaba poniendo vieja para vivir en una habitación caliente y cinco heladas.
Deseaba que el bebé que esperaba Barb estuviera bien. Ese sería un momento maldito para tener problemas de ese tipo, con un solo hospital en el condado y encima, en Bahía Sturgeon.
Y Maggie… sola en esa casona con el viento aullando desde el lago y las viejas vigas crujiendo bajo el peso de la nieve. ¿Estaría durmiendo en esa cama que habían entrado juntos? ¿Seguiría echando de menos a su marido en noches como ésa?
Eric habría pasado de largo junto al automóvil si el conductor no hubiera tenido la precaución de atar una bufanda roja a un esquí y clavarlo en un montículo de nieve. El viento hacía llamear la bufanda en ángulo recto con el suelo y ésta y el esquí eran la única pista visible de que un automóvil estaba sumergido por allí. Eric aceleró en esa dirección y se irguió sobre una rodilla, nervioso. La gente moría asfixiada en los coches enterrados por la nieve. O de frío cuando se dejaban ganar por el pánico y los abandonaban. Era imposible distinguir el capó del baúl: solo se veía un montículo parejo. No se oía el motor, ni se veía una puerta abierta por entre la nieve. Nadie había limpiado la nieve alrededor del caño de escape.
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