Una vez él socorrió a un niño que se ahogaba en la playa Stalling, y volvió a sentir lo mismo que ese día: terror controlado, miedo de llegar demasiado tarde, la adrenalina oprimiéndole el pecho. Le pareció que se movía a paso de hombre, casi sin avanzar, cuando en realidad cubría la distancia como un ciclón; saltó del vehículo antes de que se hubiera detenido del todo, desató la pala, se hundió hasta la cintura en nieve a la luz de la linterna, luchando contra los elementos con pasión demoníaca.
– ¡Eh! -gritó, mientras sacaba paladas de nieve e introducía la mano para ver si realmente había un coche allí.
Le pareció oír un ahogado "Hola", pero pudo tratarse del viento.
– ¡Espere!!Ya llego! ¡No abra la ventanilla! -Con impaciencia se echó hacia atrás el protector facial, clavó la pala cinco veces, tocó metal, cavó un poco más.
Esta vez oyó la voz con más claridad. Llorando. Angustiada. Sollozando palabras que no distinguía.
La pala dio contra una ventanilla y él volvió a gritar.
– No abra nada todavía! -Con una mano enguantada limpió la nieve de un cuadradito de vidrio y atisbó un rostro borroso y oyó una voz femenina que exclamaba:
– ¡Oh, Dios, me encontraron!
– Muy bien, abra apenas la ventanilla para que entre un poco de aire mientras despejo el resto de la puerta -ordenó Eric.
Segundos más larde, abrió la puerta del coche, se inclinó hacia adentro y encontró a una jovencita presa de pánico, con lágrimas corriéndole por el rostro, vestida con una campera de jean, una mantita cubriéndole la cabeza, un par de medias grises puestas a modo de guantes y varios suéteres y camisas alrededor de las piernas y el cuerpo.
– ¿Estás bien? -Eric se quitó el pasamontañas para que ella pudiera verle el rostro.
La muchacha sollozaba tanto que apenas si podía hablar.
– ¡Ay, Dios mío… es… esta… estaba t… tan asustada!
– ¿Tenías calefacción?
– Hasta q… que… m… me quedé sin c… combustible.
– ¿Cómo están tus pies y tus manos? ¿Puedes mover los dedos? -Se quitó los guantes con la boca, bajó el cierre de un bolsillo de su traje de nieve y extrajo una pequeña bolsa plástica anaranjada.
La abrió con los dientes y sacó un sobrecito de papel blanco. -Toma, esto es un producto químico para calentarte las manos. -Lofrotó entre sus nudillos como si fuera una media sucia. -Hay que agitarlo para que se caliente. -Se arrodilló, buscó la mano de ella, le quitó la media y un liviano guante de lana que tenía debajo, cerró su mano entre las suyas más grandes y se las llevó a los labios para soplarle los dedos. -Mueve los dedos así veo que puedes hacerlo. -Ella obedeció y Eric sonrió dentro de sus ojos llorosos. -Bien. ¿Comienzas a sentir calor? -Ella asintió con aire triste y sorbió los mocos, como una niña, mientras las lágrimas continuaban cayendo por sus mejillas.
»Sujétalo en tu guante y muévelo. En un minuto tendrás las manos tostadas. -Buscó un sobrecito para la otra mano y preguntó: -¿Y cómo van esos pies?
– Y… ya n… no los s… siento.
– También tengo algo para calentártelos.
Se había puesto dos pares de polainas sobre los delgados zapatos sin taco. Eric se los quitó y dijo:
– ¿Y tus botas?
– Las dejé… en la… universidad.
– ¿En Wisconsin, en diciembre?
– Ha… hablas c… como mi abuela -respondió ella, haciendo un débil intento por recuperar el humor.
Eric sonrió, buscó dos sobres más grandes y los agitó para generar el calor químico.
– Bueno, a veces las abuelas saben lo que dicen. -En pocos segundos colocó los calentadores contra los pies de ella y los sujetó con un grueso par de medias de lana. Luego la obligó a beber un buen trago de café con licor, lo que la hizo escupir y toser.
– ¡Puaj, qué asco! -exclamó, secándose la boca.
– Tengo un traje de nieve de repuesto. ¿Puedes ponértelo sola?
– Sí, creo que sí. Tra… trataré.
– Muy bien.
Le trajo el equipo, botas, guantes, pasamontañas y casco, pero ella se movía con tanta lentitud que tuvo que ayudarla.
– Jovencita -la regañó mientras lo hacía-, la próxima vez que salgas a la ruta en la mitad del invierno, espero que lo hagas mejor preparada.
Ella se había recuperado lo suficiente como para ponerse a la defensiva.
– ¿Cómo iba a saber que se iba a poner así? He vivido en Seattle toda mi vida.
– ¿Seattle? -repitió él, mientras le colocaba el pasamontañas y el casco-. ¿Te viniste en coche desde Seattle?
– No, sólo desde Chicago. Voy a la Northwestern. Vengo a pasar la Navidad a mi casa.
– ¿Adonde?
– A Fish Creek. Mi madre tiene una hostería allí.
¿Seattle, Chicago, Fish Creek? De pie junto al automóvil enterrado, con el viento arremolinando la nieve alrededor de ellos, escudriñó lo que quedaba visible del rostro de la joven.
– No lo puedo creer -dijo.
– ¿Qué cosa?
– ¿Por casualidad no eres Katy Stearn?
La sorpresa de ella resultó evidente aun detrás de las antiparras. Sus ojos se abrieron como platos y se quedó mirándolo.
– ¿Me conoces?
– Conozco a tu madre. A propósito, me llamo Eric.
– ¿Eric? ¿Eres Eric Severson?
Fue su turno de sorprenderse al ver que la hija de Maggie sabía su apellido.
– ¡Mamá fue a la fiesta de graduación contigo!
Eric rió.
– Sí, así es.
– Oh… -dijo Katy, abrumada por la coincidencia.
Él volvió a reír y dijo:
– Bien, Katy, es hora de ir a casa.
Cerró la puerta del automóvil de ella, y la guió hacia el vehículo de nieve, marcándole la huella para que pisara con facilidad. Antes de subir, preguntó:
– ¿Alguna vez anduviste en una de estas cosas?
– No.
– Bueno, es un poco más divertido cuando la sensación térmica no es de veinte grados bajo cero, pero llegaremos lo más pronto y lo menos helados que podamos. ¿Tienes hambre?
– Estoy famélica.
– ¿Manzana o barra de chocolate? -preguntó Eric, hurgando dentro de su bolsa de provisiones.
– Chocolate -respondió ella.
Eric sacó la golosina y puso en marcha el motor mientras ella se la comía, luego montó a horcajadas sobre el asiento y ordenó:
– Sube detrás de mí y sujétate de mi cintura. Lo único que debes hacer es inclinarle hacia adentro cuando giramos. De esa forma nos mantendremos sobre los esquís. ¿De acuerdo?
– Sí. -Katy subió y pasó los brazos alrededor de la cintura de Eric.
– i Y no te duermas!
– De acuerdo.
– ¿Lista? -dijo Eric por encima del hombro.
– Lista. ¿Eric?
– ¿Qué?
– Gracias. Muchas gracias. Creo que nunca tuve tanto miedo en mi vida.
Eric le palmeó las manos enguantadas como respuesta.
– ¡Sujétate! -ordenó, al tiempo que se ponía en movimiento y tomaba hacia la casa de Maggie.
El nombre le martillaba en la mente… Maggie. Maggie. Maggie… Mientras aferraba el acelerador, sintió las manos de la hija de ella alrededor de la cintura. Quizá, si no hubieran tenido tanta suerte en el huerto de Easley, la joven que estaba detrás de él podría haber sido hija de ambos.
Imaginó a Maggie en la cocina de su casa, descorriendo la cortina de encaje de la puerta y mirando la tormenta. Caminando de un lado a otro por la habitación, con un suéter sobre los hombros. Volviendo a mirar por la ventana. Llamando a Chicago para preguntar a qué hora había salido Katy. Preparando té que probablemente quedaría intacto. Llamando a la oficina de patrullas camineras estatales para enterarse de que habían quitado las máquinas de los caminos y tratando de no dejarse vencer por el pánico. Caminando otra vez de un lado a otro sin nadie con quien compartir la carga de preocupación.
Maggie, mi vida, ella está bien. Te la estoy llevando hacia allí, así que ten fe.
El viento era un enemigo que les golpeaba el rostro. Eric se agazapó detrás del parabrisas, atravesando la tormenta con los músculos de las piernas en llamas. Pero no le importaba: iba hacia la casa de Maggie.
La nieve caía cada vez con más fuerza, desorientándolo. Pero él siguió la línea de postes de teléfono, apretó con fuerza el acelerador y s upo que encontraría el camino. Iba hacia la casa de Maggie.
Alejó el frío de su mente, concentrándose en cambio en una cocina cálida con una mesa vieja y rayada, y en una mujer con pelo castaño que esperaba detrás de una cortina de encaje para abrir la puerta y los brazos al verlos llegar. Había jurado mantenerse alejado de Maggie, pero el destino decidió otra cosa, y el corazón de Eric se llenó de un dulce júbilo ante la idea de que volvería a verla.
Maggie creyó que Katy llegaría a eso de las cinco o seis de la tarde, como máximo, a las siete. A las nueve llamó a Chicago. A las diez, a la patrulla caminera. Para cuando llegaron las once, llamó a su padre, que poco pudo hacer para calmar su ansiedad. A medianoche, sola y caminando de un lado a otro, estaba al borde de las lágrimas.
A la una de la madrugada se dio por vencida y se acostó en la habitación de servicio, la que estaba más cerca de la puerta de la cocina. El intento de dormir fue un fracaso y se levantó antes de que transcurriera una hora, se puso una bata acolchada, preparó té y se sentó a la mesa con la cortina levantada. Apoyó los pies sobre una silla y contempló el remolino blanco alrededor de la luz de la galería.
Por favor, que esté bien. No puedo perderla también a ella.
Después de un tiempo, se durmió, con la cabeza apoyada sobre un brazo. Se despertó a la una y veinte al oír un ruido en la lejanía, un zumbido apagado que se acercaba por el camino. ¡Un vehículo para nieve! Pegó la nariz contra la ventana, protegiéndose los ojos con la mano al oír que el sonido se acercaba. La luz de un faro iluminó las siemprevivas, luego el cielo, como un reflector, cuando la máquina pareció trepar al otro lado del camino. De pronto, la luz fue real. Apareció una máquina sobre la nube de nieve, luego descendió en picada directamente hacia la puerta de la cocina.
Maggie estaba de pie y corriendo hacia la puerta antes de que se apagara el motor.
Abrió la puerta en el momento en que alguien bajó del asiento de atrás y una voz ahogada gritó:
– ¡Mamá!
– ¿Katy? -Maggie salió y se hundió hasta las rodillas en nieve. La persona que avanzaba por la nieve hacia ella estaba enfundada en plateado y negro de la cabeza a los pies y tenía el rostro oculto tras un protector plástico, pero la voz era inconfundible.
– ¡Ay, mami, me salvé!
– Katy, tesoro, estaba tan preocupada. -Lágrimas de alivio inundaron los ojos de Maggie cuando las dos se abrazaron torpemente, obstaculizadas por la ropa de Katy.
– El auto se me salió del camino… tenía tanto miedo… peroEric me encontró.
– ¿Eric?
Maggie dio un paso atrás y miró al conductor que había apagado el motor y estaba bajando del vehículo. Estaba enfundado en un enterizo plateado y las antiparras le ocultaban el rostro. Avanzó hacia ellas. Al llegar, se las quitó, dejando al descubierto un pasamontañas negro con tres orificios. Pero los ojos eran inconfundible, esos hermosos ojos azules, y la boca que hacía poco tiempo ella había observado de cerca, bebiendo de un cartón de leche.
– Ella está bien, Maggie. Será mejor que entren.
Maggie contempló la fantasmagórica criatura y sintió que el corazón se le detenía.
– ¿Eric… tú? ¿Pero… por qué… cómo…?
– Vamos, Maggie, entra. Te estás congelando.
Todos entraron y Eric cerró la puerta. Se quitó el casco y el pasamontañas mientras Katy hablaba sin parar.
– La tormenta se puso horrible, no se veía nada y el auto se me fue y caí en la zanja; me quedé allí sentada y sólo me quedaban unas gotas de nafta y… -Mientras hablaba, Katy trató de quitarse el casco, todavía con los gruesos guantes puestos. Por fin se interrumpió y exclamó: -¡Caray! ¿Alguien puede ayudarme a quitarme esto? -Eric se adelantó para ayudar, dejando su propio casco sobre la mesa antes de desabrochar el de ella y quitárselo de la cabeza, junto con el pasamontañas.
El rostro de Katy apareció bajo una mata de pelo aplastado. Tenía los labios llagados por el frío, la nariz enrojecida, los ojos encendidos, ahora que el peligro había pasado. Se arrojó a los brazos de su madre.
– ¡Ay, mamá, le juro que nunca me alegró tanto llegar a casa!
– Katy… -Maggie cerró los ojos y abrazó a su hija con fuerza. -Fue la noche más larga de mi vida. -Abrazadas, se mecieron hasta que Katy dijo:
– ¿Mami?
– ¿Qué?
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