– Será mejor que me vaya -dijo Katy en voz baja-. Le dije a Smitty que pasaría a buscarla a las cinco y media en punto.

– Sí, tienes que irte.

Sus ojos se encontraron; nublados por la despedida y el dolor abrió un abismo entre ambas.

– Ay, mamá… -Katy se arrojó en brazos de su madre, abrazándose a ella con fuerza. Sus vaqueros se perdieron entre los pliegues de la bata de Maggie. -Te voy a extrañar.

– Yo también, mi vida. -Apretadas pecho contra pecho, con el aroma de las llores en el aire y gotas de humedad cayendo del techo a los canteros, intercambiaron un adiós desgarrador.

– Gracias por dejarme ir y por todo lo que me compraste.

Maggie respondió con un movimiento de la cabeza. La garganta cerrada no le permitía emitir sonido.

– Odio tener que dejarle aquí sola.

– Lo sé. -Maggie abrazó a su hija, sintiendo correr las lágrimas (¿suyas?, ¿de Katy?) por su cuello. Katy la sujetaba con fuerza y la mecía.

– Te quiero, ma.

– Y yo a ti.

– Estaré de regreso para Acción de Gracias.

– Cuento con eso. Cuídale y llámame seguido.

– Lo haré. Te lo prometo.

Caminaron despacio hasta el automóvil, abrazadas.

– Sabes, me cuesta creer que eres la misma chiquilla que hizo un berrinche fenomenal cuando la dejé el primer día de clases en el jardín de infantes. -Maggie acarició el brazo de Katy.

Katy respondió con una risita y se introdujo en el automóvil.

– Pero voy a ser una psicóloga infantil sensacional porque entiendo los días como esos. -Miró a su madre. -Y como éstos.

Los ojos de ambas intercambiaron una despedida final.

Katy puso el motor en marcha, Maggie cerró la puerta y se apoyó sobre ella con ambas manos. Se encendieron los faros, iluminando con un cono dorado la densa niebla del jardín boscoso. Por la ventanilla abierta, Maggie besó a su hija.

– Cuídale -dijo Katy.

Maggie levantó un pulgar.

– Adiós -susurró Katy.

– Adiós -trató de responder Maggie, pero sólo se le movieron los labios.

El motor del coche ronroneó con tristeza mientras el vehículo retrocedía por el camino, giraba, se detenía, cambiaba de marcha. Y se fue, con un siseo de neumáticos sobre pavimento mojado, dejando un último recuerdo de una mano joven saludando por la ventanilla.

Sola en el silencio, Maggie cruzó los brazos con fuerza, echó la cabeza hacia atrás y buscó algún indicio de que la madrugada estaba por llegar. Las puntas de los pinos seguían invisibles contra el cielo negro. Las gotas de humedad caían sobre el cantero de caléndulas. Experimentó un leve mareo, como si no estuviera dentro de su cuerpo, como si fuera Maggie Stearn pero se hubiese apartado para observar su propia reacción. Desmoronarse significaría un desastre seguro. Caminó alrededor de la casa, empapándose las pantuflas en el césped húmedo y enganchando agujas de pino en el ruedo de la bata. Abstraída, pasó junto a trapezoides de incandescencia que caían al jardín desde la ventana del baño, donde Katy se había dado una última ducha y de la cocina, donde había tomado su último desayuno.

Soportaré este día. Sólo éste. Y el siguiente será más fácil. Y el otro aún más.

Detrás de la casa, enderezó una mata de petunias que la lluvia había aplastado; quitó dos pinas de la terraza de madera; levantó tres leños que habían caído de la pila contra la pared trasera del garaje.

La escalera de aluminio estaba contra el lado norte del garaje. Debes guardarla. Está aquí desde que sacaste las agujas de pino de las canaletas la primavera pasada. ¿Qué diría Phillip? Pero siguió caminando, dejando la escalera donde estaba.

En el garaje estaba su automóvil, un nuevo y lujoso Lincoln Town Car, comprado con el dinero de la muerte de Phillip. Pasó junto al vehículo y se dirigió al sendero entre los canteros de caléndulas. Al llegar al escalón se sentó, acurrucada, envuelta en sus propios brazos. La humedad del cemento mojado le pasaba a través de la bata.

Asustada. Sola. Desesperada.

Pensó en Tammi y en cómo esa sensación de soledad la había llevado al extremo. Y temió no darse cuenta si llegara a ese punto.


Logró sobrevivir a ese primer día yendo a la escuela secundaria Woodinville y manteniéndose ocupada en los salones de economía doméstica. El edificio daba la sensación de estar desierto, puesto que sólo trabajaba el personal administrativo. Los demás profesores tardarían diez días en regresar. Sola en los salones ordenados y amplios, lubricó las máquinas de coser, limpió algunas piletas que habían sido usadas durante las clases de verano, ordenó unas fotocopias, hizo nuevas del material que se distribuía el primer día y decoró una cartelera: TRUE BLUE: CONFECCIÓN DE ROPA DE DENIM PARA EL OTOÑO.

Le importaban un rábano el denim y la confección de ropa. La idea de otro año enseñando lo mismo que había enseñado durante quince años le parecía tan carente de sentido como cocinar para ella sola.

Por la tarde la recibió la casa, permanentemente vacía, llena de desgarradores recuerdos del zumbido de actividades de los tres. Llamó al hospital para averiguar sobre Tammi y le informaron que seguía en condición crítica.

Para la cena se frió dos rebanadas de pan remojado en leche y huevo y se sentó a comerlas ante la mesada de la cocina, acompañada por el noticiario de la tarde en un televisor de diez pulgadas. En la mitad de la cena sonó el teléfono y Maggie corrió a atender, esperando oír la voz de Katy diciéndole que estaba bien y que pasaría la noche en un motel cerca de Butte, Montana. En cambio, oyó una voz grabada, una voz de barítono con forzada vivacidad que decía, tras una pausa mecánica:

– Hola… Tengo un mensaje importante para ti de…

Colgó el teléfono con fuerza y lo miró con revulsión, como si el mensaje hubiera sido obsceno. Se apartó con furia, sintiéndose de algún modo amenazada por el hecho de que el instrumento cuyo sonido casi siempre había sido fuente de irritación en el pasado pudiera ahora acelerarle el pulso y crearle expectativas.

La mitad restante de tostada frita se le nubló ante la vista. Sin tomarse la molestia de arrojarla a la basura, se dirigió al escritorio y se sentó en el sillón de cuero verde de Phillip, aferrándose a los apoyabrazos y reclinando la cabeza contra el respaldo acolchado, como él había tenido la costumbre de hacer.

Si hubiera tenido el buzo de los Seahawks de Phillip, se lo habría puesto, pero como ya no estaba, decidió llamar a Nelda. El teléfono fono sonó trece veces sin que nadie respondiera. Probó luego con Diane, pero también sonó y sonó. Maggie por fin recordó que probablemente Diane estuviera en la isla Whidbey con sus hijos. En casa de Claire obtuvo respuesta, pero la hija le dijo que su madre había ido a una reunión y regresaría tarde.

Cortó y se quedó mirando el teléfono, mordisqueándose una uña.

¿Cliff? Reclinó la cabeza contra el respaldo. El pobre Cliff no podía resolver su propia pérdida, ni qué decir de ayudar a otros a resolver las suyas.

Pensó en su madre, pero la idea la hizo estremecerse. No fue hasta que agotó todas las otras posibilidades que recordó la recela del doctor Feldstein.

Llamen a viejos amigos, cuanto más viejos mejor, amigos con losque han perdido contacto…

Pero… ¿a quién?

La respuesta llegó como decidida por el destino.

A Brookie.

El nombre trajo un recuerdo tan vivido que pareció haber sucedido el día anterior. Glenda Holbrook y ella, ambas contraltos, estaban de pie una junto a la otra en la primera fila del coro de la escuela secundaria Gibraltar, fastidiando sin piedad al director, el señor Pruitt, tarareando una nota en el acorde final de la canción, convirtiendo un neto do mayor en un impertinente acorde de séptima con aires de jazz.

¿No son buenas noticias, Señor, no son buenas noticiaaaaaas?

En ocasiones Pruitt les perdonaba su creatividad y la dejaba pasar, pero casi siempre fruncía el entrecejo y agitaba un dedo para devolver pureza al acorde. En una oportunidad detuvo todo el coro y ordenó:

– Holbrook y Pearson, vayan afuera y canten sus notas disonantes todo lo que deseen. Cuando estén dispuestas a cantar la música como ha sido escrita, regresen.

Glenda Holbrook y Maggie Pearson habían estado juntas en primer grado. El segundo día de clases las pusieron en el rincón por conversar. En tercer grado recibieron un reto de la directora por romperle un diente a Timothy Ostmeier cuando voló una piedra en medio de una batalla de bellotas, aunque ninguna de las dos niñas confesó quién la había arrojado. En quinto grado la señorita Hartman las descubrió en el recreo del mediodía con vasitos de papel puntiagudos dentro de las blusas. La señorita Hartman, una solterona de pecho plano, rostro amargo y un ojo bizco, abrió la puerta del baño de mujeres justo en el momento en que Glenda decía:

– ¡Si tuviéramos tetas como éstas podríamos ser estrellas de cine! -En sexto grado, las dos chicas junto con Lisa Eidelbach recibieron elogios por cantar a tres voces Tres palomas blancas volaron hacia el mar en una reunión mensual de la Asociación de Padres y Maestros. En séptimo grado habían asistido juntas a las clases de Estudios Bíblicos y habían escrito con lápiz en los libros respuestas sagaces e irreverentes a las preguntas. En los márgenes de los libros de higiene habían dibujado estupendas partes del cuerpo masculino, años antes de saber qué aspecto tenían realmente esas partes.

En la escuela secundaria fueron bastoneras; desfilaban y se masajeaban los músculos doloridos luego de la primera práctica de la temporada, fabricaban pompones azules y dorados, viajaban en autobuses estudiantiles y asistían a bailes en el gimnasio luego de los partidos. Habían salido con muchachos de a cuatro, se habían prestado la ropa, habían compartido miles de confidencias adolescentes y dormido una en casa de la otra con tanta regularidad que cada una comenzó a dejar un cepillo de dientes en el botiquín de la otra familia.

Brookie y Maggie: amigas para siempre, habían pensado en aquel entonces.

Pero Maggie fue a la Northwestern University de Chicago, se casó con un ingeniero aeronáutico y mudado a Seattle, mientras que Glenda fue a la Escuela de Belleza de Green Bay, se casó con un agricultor que cultivaba cerezas en Door County, Wisconsin, se mudó a la granja, tuvo seis -¿o siete?-hijos y jamás volvió a cortar el cabello en una peluquería.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que perdieron contacto? Durante un período, luego de la reunión de los diez años de egresadas, se escribieron en forma regular. Luego las cartas comenzaron a espaciarse, se convirtieron en tarjetas de Navidad y por fin hasta éstas cesaron. Maggie no asistió a la reunión de los veinte años, y en las poco frecuentes visitas a sus padres nunca logró cruzarse con Brookie.

¿Llamar a Brookie? ¿Y decir qué? ¿Qué podían llegar a tener en común luego de tanto tiempo?

Por pura curiosidad, Maggie se inclinó hacia adelante en el sillón de Phillip y buscó la H en el índice telefónico de metal. La tapa se abrió, revelando la letra prolija de Phillip, escrita con lápiz.

Sí, allí estaba, bajo su nombre de soltera: Holbrook, Glenda (señora Eugene Kerschner), R.R. 1, Fish Creek, W1 54212.

Siguiendo un impulso, Maggie tomó el teléfono y marcó.

Alguien atendió al tercer llamado.

– ¿Hola? -Una voz masculina, joven y resonante.

– ¿Está Glenda?

– ¡Ma! -gritó la voz-. ¡Es para ti! -Se oyó un golpe como si hubieran dejado caer el teléfono sobre una superficie de madera y al cabo de unos segundos, alguien lo levantó.

– ¿Hola?

– ¿Glenda Kerschner?

– Exacto.

Maggie ya estaba sonriendo.

– ¿Brookie, eres tú?

– ¿Quién…? -Aun por el teléfono, Maggie intuyó la sorpresa de Brookie.

– ¿Maggie, eres tú?

– Sí, soy yo.

– ¿Dónde estás? ¿En Door? ¿Puedes venir?

– Me encantaría, pero estoy en Seattle.

– Uy, mierda, espera un minuto. -Gritó a alguien en el otro extremo: -Todd, desenchufa esa porquería y llévatela a otro lado así puedo hablar. Perdón, Maggie, es que Todd está haciendo pochocho con un grupo de amigotes y ya sabes el ruido que hace una banda de muchachos. Caramba, ¿cómo estás?

– Bien.

– ¿En serio, Mag? Nos enteramos de la muerte de tu marido en ese accidente aéreo. El Advócate sacó un artículo. Tenía intención de mandarte una tarjeta de condolencias, hasta la compré, pero de algún modo se me pasó el tiempo y nunca llegué al correo. Era la temporada de las cerezas y ya sabes cómo se ponen las cosas aquí en época de cosecha. Maggie, lo siento tanto. He pensado en ti millones de veces.