– Tengo tantas ganas de ir al baño que si no me saco este traje rápido voy a hacer un papelón.

Maggie rió y dio un paso atrás. Ayudó a Katy con los tres cierres relámpago del enterizo. Parecían estar por todos lados, en la parte delantera y en los tobillos.

– Espera, déjame a mí -dijo Eric, haciendo a un lado a Maggie-. Tienes nieve en las pantuflas. Será mejor que te la saques.

Se agazapó sobre una rodilla y ayudó a Katy con los cierres y luego a desatarse las gruesas botas, mientras Maggie iba hasta la pileta y se quitaba la nieve de las pantuflas. Se secó los pies con una toalla de mano mientras Eric ayudaba a Katy a quitarse el incómodo enterizo.

– ¡Rápido! -suplicó Katy, saltando en el lugar. El traje cayó al suelo y ella corrió al baño, descalza.

Eric y Maggie la miraron, divertidos. Al cerrar la puerta, Katy gritó:

– ¡Sí, ríete! ¡A ti no te estuvieron dando café con licor durante la última hora!

Junto a la pileta de la cocina, Maggie se volvió para mirar a Eric. La risa desapareció lentamente para quedar reemplazada por una expresión de cariño. Lo miró con la boca levemente curvada en una sonrisa.

– No vas a decirme que estabas pascando por ahí con esta tormenta.

– No. Me llamaron de la oficina del alguacil porque necesitaban voluntarios para rescates.

– ¿Cuánto tiempo estuviste afuera?

– Un par de horas.

Maggie se acercó a él. Se lo veía del doble de su tamaño, de pie allí junto a la puerta con su traje plateado y las botas forradas con piel. Estaba despeinado, necesitaba afeitarse y tenía las mejillas marcadas por el tejido del pasamontañas. Aun desaliñado, era su ideal. Eric la miró atravesar la habitación hacia él; una madre que había mantenido su vigilia hasta la madrugada, descalza, enfundada en una bata rosada, sin maquillaje, con el pelo lacio y despeinado y pensó: Dios mío, ¿cómo sucedió esto? Estoy enamorado de ella otra vez.

Maggie se detuvo muy cerca de él y lo miró a los ojos.

– Gracias por traérmela, Eric -susurró y poniéndose en puntas de pie, lo abrazó.

Eric cruzó los brazos alrededor del cuerpo de Maggie, sosteniéndola con firmeza contra la superficie plateada de su enterizo. Cerraron los ojos y permanecieron como habían querido estar desde hacía semanas.

– De nada -susurró Eric y siguió abrazándola mientras el corazón le latía como un trueno. Abrió la mano sobre la espalda de Maggie y dejó que el amor que sentía por ella lo inundara mientras permanecían inmóviles, escuchándose respirar, escuchando los latidos atronadores de sus corazones; oliéndose mutuamente: aire fresco, crema de limpieza, un dejo de humo del caño de escape y té orange pekoe.

¡No te muevas… todavía no!

– Sabía que estarías levantada y preocupada -susurró Eric.

– Sí. No sabía si llorar, rezar, o hacer ambas cosas.

– Te imaginaba aquí, en la cocina, esperando a Katy, mientras viajábamos hacia aquí.

Seguían abrazados, a salvo por la presencia de otra persona en la habitación contigua.

– Nunca se pone botas.

– Después de esto, lo hará.

– Me has dado el único regalo de Navidad que quiero.

– Maggie…

Oyeron correr el agua en el baño y se separaron de mala gana, quedándose uno cerca del otro, mirándose a los ojos. Eric aferró los codos de Maggie mientras pensaba en la ambigüedad de lo que ella había dicho.

La puerta del baño se abrió y Maggie se inclinó para recoger el enterizo, el pasa montañas y los guantes, ocultando sus mejillas arreboladas.

– ¡Uf! ¿Qué hora es, a todo esto? -preguntó Katy, regresando a la cocina y rascándose la cabeza.

– Van a ser las dos -respondió Maggie, manteniendo el rostro oculto.

– Debo irme -añadió Eric.

Maggie se volvió hacia él.

– ¿Quieres tomar algo caliente? ¿O comer algo?

– No, gracias. Pero si me permites usar el teléfono llamaré a la estación de bomberos para ver si todavía me necesitan.

– Por supuesto. Está allí.

Mientras Eric hacía la llamada, Maggie apiló la ropa sobre la mesa. Luego sacó una variedad de latas coloridas y comenzó a llenar una bolsa plástica con bizcochos de todas clases. Katy la seguía, hambrienta, probando el contenido de cada lata a medida que su madre las abría.

– Mmm, estoy famélica. No comí más que el chocolate que me dio Eric.

Maggie le dio un abrazo al pasar y dijo:

– Tengo sopa, jamón, albóndigas, arenque, queso y torta de frutas. Elige lo que más te guste. La heladera está bien provista.

Eric terminó de hablar y volvió a reunirse con las mujeres.

– Quieren que haga una última recorrida.

– ¡Ay, no! -Maggie se volvió hacia él, preocupada. -Está horrible allí afuera.

– Con ropa adecuada, se soporta. Además, junté calor aquí dentro.

– ¿Estás seguro de que no quieres un poco de café? ¿O sopa? ¿Cualquier cosa? -Cualquier cosa con tal de que se quedara un poco más.

– No, tengo que irme. Un minuto puede parecer una hora cuando se está atrapado en un auto congelado. -Tomó el pasamontañas y se lo puso, luego se colocó el casco. Se subió el cierre hasta el cuello, se puso los guantes y Maggie lo miró desaparecer bajo el disfraz.

Cuando levantó la mirada, ella sintió un estremecimiento al ver resatar los ojos y la boca tan llamativamente mientras el resto del rostro quedaba oculto. Los ojos, azules como el cielo, eran increíblemente bellos y la boca… ah, esa boca que le había enseñado a besar, cuántos deseos tenía de volver a besarla. Parecía un ladrón… un ladrón que se había metido en su vida robándole el corazón. Eric tomó la ropa que había usado Katy, y Maggie se acercó a él con su ofrenda: el único pedacito de ella misma que podía darle para que se llevara a la tormenta.

– Unos bizcochos. Para el camino.

Eric tomó la bolsa en su enorme guante y la miró a los ojos por última vez.

– Gracias.

– Ten cuidado -dijo Maggie en voz baja.

– Sí.

– Nos… -La preocupación de Maggie se veía en sus ojos. -¿Nos llamarás cuando llegues así sabremos que estás bien?

Eric se sorprendió de que ella pudiera pedirle algo así delante de su hija.

– De acuerdo. Pero no te preocupes, Maggie. Hace años que colaboro con la oficina del alguacil. Tomo todas las precauciones y llevo provisiones para casos de emergencia. -Echó una mirada a los bizcochos. -Bien, debo irme.

– ¡Eric, espera! -exclamó Katy con la boca llena de masitas, atravesando de un salto la habitación para darle un abrazo rápido e impersonal, obstaculizado por la ropa de abrigo de él. -Muchísimas gracias. Creo que me salvaste la vida.

Eric sonrió a Maggie por encima del hombro de Katy, al tiempo que se inclinaba para devolverle el abrazo.

– Prométeme que de ahora en más llevarás equipo adecuado.

– Prometido. -Katy retrocedió, sonrió y se metió otra masita en la boca. -Imagínense: me rescata el tipo con quien mi mamá fue a la fiesta de graduación. Esperen a que se lo cuente a las chicas.

La mirada de Eric se posó sobre las dos mujeres.

– Bueno… -Levantó la bolsa de bizcochos. -Gracias, Maggie. Y feliz Navidad. Para ti también, Katy.

– Que pases una feliz Navidad.

Llama. Maggie movió los labios para que sólo él la viera.

Eric asintió y salió a la tormenta.

Lo observaron desde la ventana, abrazadas, sosteniendo la cortina mientras del otro lado del vidrio la nieve se lo tragaba. Él aseguró la ropa de emergencia en la bolsa detrás del trineo, se acomodó sobre el asiento y encendió el motor. A través de la pared, lo oyeron cobrar vida, sintieron vibrar el piso y vieron la nube blanca del humo del escape. Eric bajó el visor del casco, levantó una mano, cargó el peso del cuerpo hacia un lado y giró para alejarse de la casa. Con un repentino impulso de velocidad, la máquina salió como una flecha del jardín, subió la cuesta y saltó en el aire como el trineo de Papá Noel, luego desapareció, dejando sólo un remolino blanco.

– ¡Qué hombre agradable! -comentó Katy.

– Sí, lo es.

Maggie dejó caer la cortina y cambió de tema.

– ¿Qué te parece si te llenamos el estómago con algo caliente?

Capítulo 11

Maggie se despertó por la mañana para ver un universo blanco. El viento seguía soplando con fuerza y la nieve se había pegado contra los mosquiteros. Un trozo se desprendió y cayó y Maggie permaneció acostada inmóvil, contemplando la forma que había quedado, cuyo borde parecía de encaje labrado. ¿Habrá llegado bien? ¿Llamará hoy como le pedí?

La casa estaba en silencio, la cama tibia. El viento silbaba por entre los aleros. Maggie se quedó en su cálido nido, reviviendo los momentos pasados en brazos de Eric: la sensación del frío enterizo cntra la cara; la mano tibia de él sobre su espalda; el aliento en su oreja, y el de ella sobre el cuello de Eric; su aroma… ¡ah, el aroma de un hombre con el invierno en la piel!

¿Qué habían dicho en esos instantes breves y preciosos? Sólo las cosas permitidas, aunque sus cuerpos habían hablado más. ¿Qué iba a suceder, entonces?

En algún lugar de otro estado, la mujer de Eric esperaba para tomar un avión que la traería de regreso para Navidad. Y en algún momento de la fiesta él le entregaría una cajita plateada y ella la abriría para encontrar un anillo de esmeraldas. ¿Se lo colocaría ella misma en el dedo? ¿O se lo pondría Eric? ¿Qué regalo le daría ella? ¿Harían el amor, después?

Maggie cerró los ojos con fuerza y los mantuvo así largo rato. Hasta que la imagen de Eric y Nancy desapareció. Hasta que se hubo castigado por desear cosas que no tenía derecho de desear. Hasta que sus escrúpulos volvieron a estar firmes en su lugar.

Arrojó a un lado la sábana y las frazadas, se puso la bata acolchada y fue a la cocina a preparar waffles.

Alrededor de las 09:30 Katy entró arrastrando los pies. Se había puesto un camisón de Maggie y un par de polainas que le colgaban sobre los pies como trompas de elefante.

– ¡Mmm, qué rico olor! ¿Qué estás haciendo?

– Waffles. ¿Cómo dormiste?

– Como un bebé. -Corrió la cortina y miró hacia afuera.

– ¡Cielos, qué luminosidad hay!

Había salido el sol y dejado de nevar, pero el viento seguía levantando copos. Arriba, la cuesta estaba alta y ondeada como una ola del Pacífico.

– ¿Qué pasará con mis cosas? Con tanto viento, ¿cuándo me reuniré con mis valijas?

– No lo sé. Podemos llamar a la patrulla caminera y preguntar.

– ¡Jamás vi tanta nieve junta!

Maggie la siguió hasta la ventana. ¡Qué espectáculo! Ninguna marca hecha por el hombre, sólo una extensión blanca tallada como una caricatura del mar. Montículos y hondonadas abajo, mientras que arriba, los árboles azotados por el viento no mostraban vestigio alguno de nieve.

– Parece que seguimos aisladas. Creo que pasará un tiempo hasta que veas tus maletas.

Pasaron exactamente treinta y cinco minutos hasta que Katy vio las maletas. Habían terminado los waffles con panceta y estaban tomando café y té en la cocina, en ropa de cama, con los pies apoyados sobre sillas, cuando, como en una repetición de la noche anterior, un vehículo para nieve trepó la cuesta junto al camino, descendió al jardín y se acercó rugiendo para detenerse a dos metros de la puerta.

– ¡Es Eric! -exclamó Katy con júbilo-. ¡Me trajo la ropa!

Maggie se puso de pie y huyó hacia el baño, con el corazón a todo galope. La noche anterior, preocupada por Katy, ni siquiera había pensado en su aspecto. Ahora se pasó un cepillo frenéticamente por el pelo y se lo ató con una banda clástica. Oyó abrirse la puerta. Katy exclamó:

– ¡Eric, eres un ángel! ¡Me trajiste las valijas! -Lo oyó entrar golpeando los pies, luego oyó cerrarse la puerta.

– Supuse que las querrías, y con este viento puede pasar un buen tiempo hasta que las máquinas salgan para rescatar tu coche.

Maggie se pintó los labios y se mojó unos mechones que le colgaban sobre las orejas.

– ¡Ay, gracias, gracias! -respondió Katy, exlasiada -. Justo le estaba diciendo a mamá… ¿mamá? -Al cabo de un instante, la voz perpleja de Katy repitió: -¿Mamá? ¿Dónde estás? -Luego, a Eric: -Estaba aquí hace un minuto.

Maggie se ajustó el cinturón de la bata, respiró hondo, se llevó las manos a las mejillas ardientes y salió a la cocina.

– ¡Buenos días! -saludó con ligereza.

– Buenos días.

Eric parecía llenar la habitación, enfundado en su enterizo plateado, con el aspecto de un gigante; traía a la cocina el aroma del invierno. Mientras se sonreían, Maggie trató con valentía de mantener la serenidad, pero resultaba evidente lo que había estado haciendo en el baño: el lápiz labial brillaba, los mechones de pelo estaban húmedos y ella respiraba con un dejo de dificultad.