– ¿Pudiste dormir un poco? -preguntó para disimular su turbación.

– Lo suficiente.

– Bueno, siéntate. Calentaré el café. ¿Desayunaste?

– No.

– No tengo rosquillas, pero sí algunos waffles.

– Me parece perfecto.

La mirada de Katy se posó primero en uno luego en otro, y Maggie se volvió hacia la cocina para ocultar su rubor.

– ¿Con panceta?

– Sí, si no es demasiada molestia.

– En absoluto. -No es ninguna molestia cuando estás enamorada de un hombre. Eric se bajó los cierres del enterizo y se acercó a la mesa mientras Maggie se mantenía ocupada junto al armario, temiendo volverse, temiendo que Katy detectara más cosas de las que ya había notado.

– ¿Cómo amaneciste? -preguntó Eric a Katy.

– Muy bien. Dormí como un tronco.

Maggie reconoció la nota de cautela en la voz de su hija. Era evidente que estaba tratando de descifrar las vibraciones subyacentes en la habitación.

Cuando por fin se volvió, había logrado recomponerse, pero al inclinarse ante Eric para dejar una taza de café sobre la mesa, el corazón se le volvió a acelerar. Él tenía el rostro todavía enrojecido por el frío, el pelo aplastado por el casco. Apoyó un hombro contra el respaldo de la silla y sonrió a Maggie, dándole la impresión de que si no hubiera estado Katy, le hubiera pasado un brazo alrededor de los muslos para apretarla contra su lado por un instante. Maggie se apartó de la mesa y regresó a la cocina.

Se sentía como una esposa, cocinando para él. Era imperdonable, pero cierto. En ocasiones había tejido fantasías con eso.

Eric devoró dos waffles y cuatro tiras de panceta y tomó cuatro tazas de café, mientras Maggie, sentada frente a él con su bata rosada, trataba de no mirarle la boca cada vez que hablaba.

– Así que salías con mi madre -comentó Katy mientras Eric comía.

– Aja.

– Y fueron juntos al baile de graduación.

– Sí. Con Brookie y Arnie.

– Oí hablar de Brookie, pero ¿quién es Arnie?

– Un amigo mío de la secundaria. Éramos parte de un grupo que siempre andaba junto.

– ¿Los que una vez incendiaron un granero?

La mirada sorprendida de Eric se posó en Maggie.

– ¿Le contaste eso?

Maggie miró boquiabierta a su hija.

– ¿Cuándo te conté eso?

– Una vez, cuando era niña.

– No recuerdo habérselo contado -confesó Maggie a Eric.

– Fue un accidente -explicó Eric-. Alguien debió de dejar caer una colilla, pero no vayas a creer que éramos una bandita del destructores. No era así. Hacíamos muchas cosas como inocente diversión. ¿Te contó alguna vez tu madre que llevábamos a las chicas a una casa abandonada y las hacíamos morirse de miedo?

– Y emborrachaban gatos.

– Maggie, yo nunca emborraché un gato. Fue Arnie.

– ¿Y quién disparó a la chimenea del gallinero del viejo Boelz? -preguntó Maggie, tratando de no sonreír.

– Bueno, es que… fue nada más que… -Eric hizo un ademán con el tenedor para descartar el incidente.

– ¿Y quién echó a rodar cincuenta tachos de crema cerca del tambo a la una de la madrugada y despertó a medio pueblo de Ephraim?

Eric rió y se atragantó con el café. Cuando terminó de toser, dijo:

– Diablos, Maggie, se supone que nadie tiene que saber eso.

Habían olvidado la presencia de Katy, y para cuando la recordaron, ella ya los había mirado con atención, escuchando el divertido intercambio con creciente interés. Cuando Eric terminó de comer, volvió a ponerse el enterizo y sonrió a Maggie.

– Eres buena cocinera. Gracias por el desayuno.

– De nada. Gracias por traer las cosas de Katy.

Eric apoyó una mano sobre el picaporte y dijo:

– Que tengas una feliz Navidad.

– Tú también.

Tarde, Eric se acordó de agregar:

– Tú también, Katy.

– Gracias.

Una vez que se hubo marchado, Katy se abalanzó sobre Maggie.

– ¡Mamá! ¿Qué pasa entre ustedes?

– Nada -declaró Maggie, volviéndose para llevar el plato de Eric a la pileta.

– ¿Nada? ¿Cuando sales corriendo al baño para peinarte y pintarte los labios? Vamos.

Maggie sintió que se ruborizaba y mantuvo el rostro apartado de Katy.

– Nos hemos hecho amigos de nuevo, y me estuvo ayudando a conseguir el permiso para la hostería, nada más.

– ¿Y qué fue eso acerca de las rosquillas?

Maggie se encogió de hombros y enjuagó un plato.

– Le encantan las rosquillas. Hace años que lo sé.

De pronto Katy estaba junto a ella, aferrándola del brazo y mirándola con atención.

– ¿Mamá, sientes algo por él, no es cierto?

– Es casado, Katy. -Maggie siguió enjuagando los platos.

– Lo sé. Ay, mamá, no irás a enamorarte de un hombre casado, ¿no? Es tan vulgar. Quiero decir, eres viuda y sabes cómo… bueno… ya sabes lo que quiero decir.

Maggie levantó la vista y frunció los labios.

– Y sabes lo que se dice de las viudas, ¿eso es lo que quieres decir?

– Bueno, se dicen cosas, lo sabes.

Maggie sintió rabia.

– ¿Qué cosas se dicen, Katy?

– Por Dios, mami, no es necesario que te enfurezcas.

– ¡Pues me parece que tengo derecho de hacerlo! ¿Cómo te atreves a acusarme…?

– No te acusé.

– Pues me pareció que lo hacías.

Katy, también, de pronto se enojó.

– Yo también tengo derecho a sentir cosas y después de todo, papá murió hace poco más de un año.

Maggie puso los ojos en blanco y masculló como si hablara con una tercera persona:

– No puedo creer lo que oigo.

– Mamá, vi cómo mirabas a ese hombre y ¡te ruborizaste!

Secándose las manos con una toalla, Maggie se volvió hacia su hija, fastidiada.

– Pues mira, para ser una jovencita que piensa trabajar en el campo de la psicología, tienes mucho que aprender sobre relaciones humanas y el manipuleo de sentimientos. Amé a tu padre, ¡no te atrevas nunca a acusarme de no haberlo amado! Pero él está muerto y yo estoy viva y si eligiera enamorarme de otro hombre o aun tener una aventura con uno, ¡de ningún modo me sentiría obligada a pedirte permiso antes! Ahora voy a subir a darme un baño y vestirme y mientras tanto, te agradecería que limpiaras la cocina. ¡Y mientras lo haces, quizá puedas decidir si me debes o no una disculpa!

Maggie abandonó la habitación, dejando a Katy boquiabierta, mirándola partir.

Su arrebato puso tensión al resto de la fiesta. Katy no se disculpó y, de allí en más, las dos se movieron por la casa con rígida formalidad. Cuando Maggie salió más tarde a palear la entrada, Katy no se ofreció para ayudar. Cuando Katy partió en una grúa para recuperar su coche, no se despidió. A la hora de la cena, hablaron sólo cuando era necesario y luego Katy hundió la nariz en un libro y la mantuvo allí hasta la hora de acostarse. Al día siguiente anunció que había cambiado su boleto de avión y que regresaría a Chicago el día después de Navidad y de allí volaría a Seattle.

Para cuando llegó la Nochebuena, Maggie sintió que la tención culminaba en un dolor que le subía desde los hombros hasta el cuello. Sumado a todo estaba el hecho de que Vera había accedido de mala gana a venir a su casa por primera vez.

Roy y ella llegaron a las cinco de la tarde de la Nochebuena y Vera entró quejándose y trayendo una gelatina moldeada sobre una fuente con tapa.

– Espero que no se haya arruinado. Usé el molde más alto, le dije a tu padre que tuviera cuidado en las curvas, pero cuando subíamos la colina la tapa se corrió y seguro que estropeó la crema. Espero que tengas lugar en tu heladera. -Se dirigió directamente allí, abrió la puerta y dio un paso atrás. -¡Dios Santo, qué desorden ¿Cómo haces para encontrar algo aquí dentro? Roy, ven a sostener a esto mientras trato de hacer lugar.

Roy obedeció.

Fastidiada por la actitud autocrática de su madre, la sumisión de Roy y el horrible estado de ánimo de la festividad en general, Maggie dio un paso adelante y ordenó:

– Katy, toma la gelatina de la abuela y llévala a la galería. Papá, puedes dejar los regalos en la sala. Hay un buen fuego allí y Katy te llevará una copa de vino mientras le muestro la casa a mamá.

El recorrido comenzó mal. Vera había querido que se reunieran en su casa en Nochebuena y como no se habían cumplido sus deseos, dejó bien en claro que estaba allí por obligación. Echó una mirada a la cocina y comentó con tono cáustico:

– Cielos, ¿para qué quieres esa vieja mesa de tu papá? Habría que haberla quemado hace años.

Y en el baño nuevo:

– ¿Para qué pusiste una de esas viejas bañeras con patas? Te arrepentirás cuando tengas que ponerte de rodillas para limpiar de bajo.

Y en la Habitación del Mirador, luego de preguntar con atrevimiento cuánto habían costado los muebles, declaró:

– Los pagaste demasiado caros.

En la sala, recién amoblada, hizo algunos comentarios positivos, pero fueron bochornosamente insulsos. Para cuando dejó a su madre con los demás, Maggie sentía que le corría TNT por las venas. Vera la encontró minutos después, en la cocina, cortando jamón con suficiente violencia como para rebanar la tabla de madera. Vera se acercó, con la copa de vino en la mano.

– Margaret, odio sacar a la luz algo desagradable en Nochebuena, pero soy tu madre, y si yo no te lo digo, ¿quién lo hará?

Maggie levantó la mirada, pensando con rabia: Te encanta sacar cosas desagradables a la luz en cualquier ocasión, mamá.

– ¿Decirme qué?

– Lo que está pasando entre tú y Eric Severson. La gente habla de ello, Margaret.

– No pasa nada entre Eric Severson y yo.

– Ya no vives en una gran ciudad y ahora eres viuda. Tienes que cuidar tu reputación.

Maggie comenzó a rebanar el jamón de nuevo. Con odio. Ésa era la segunda vez que había sido advertida sobre la reputación de las viudas por personas que supuestamente la querían.

– Dije que no pasa nada entre nosotros.

– ¿Llamas nada a flirtear en la calle principal? ¿A almorzar con él sobre un banco donde puede verte todo el pueblo? Margaret, creí que serías más sensata.

Maggie estaba tan furiosa que no se atrevía a hablar.

– Olvidas, querida -prosiguió Vera-, que estabas en mi casa la noche que te pasó a buscar para ir a esa reunión con la junta. Vi cómo te vestiste y cómo te comportaste cuando llegó a la puerta. Traté de advertirte entonces, pero…

– Pero esperaste hasta Nochebuena, ¿no es así, mamá? -Maggiedejó de cortar el jamón para fulminar a su madre con la mirada.

– No tienes por qué enojarte conmigo. Sencillamente estoy tratando de advertirte que la gente habla.

– ¡Pues déjala que hable!

– Dicen que vieron su camioneta delante de tu casa y que los vieron desayunar juntos en Bahía Sturgeon. ¡Y ahora Katy me cuenta que vino aquí durante la tormenta de nieve con su trineo!

Maggie arrojó el cuchillo sobre la tabla y levantó las manos, exasperada.

– ¡Pero carajo! ¡Me ofreció la camioneta para traer los muebles!

– No me gusta que me hables así, Margaret.

– ¡Y rescató a Katy! ¡Lo sabes perfectamente!

Vera respiró con ruido y arqueó una ceja.

– Francamente, prefiero no oír los detalles. Recuerda solamente que ya no eres una adolescente y que la gente tiene mucha memoria. No han olvidado que tú y él salían juntos cuando estaban en la secundaria.

– ¿Y qué?

Vera se acercó más.

– Tiene esposa, Margaret.

– Lo sé.

– Y ella no está en toda la semana.

– También lo sé.

Luego de un instante de vacilación, Vera se irguió y dijo:

– No te importa, ¿verdad?

– No, los chismes malévolos no me importan. -Maggie comenzó a colocar las tajadas de jamón sobre una fuente. -Es un amigo, nada más. Y si la gente quiere inventar algo a partir de eso, no tiene nada en sus vidas de qué ocuparse. -Echó una mirada desafiante a Vera. -¡Me refiero a ti, mamá!

Los hombros de Vera se encorvaron.

– ¡Ay, Margaret, estoy tan desilusionada contigo!

De pie ante su madre, con la fuente de jamón navideño en las manos, Maggie sentía también una profunda desilusión. Abandonó su antagonismo y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Sí, lo sé, mamá -respondió con resignación-. Parece que no puedo hacer nada que te agrade. Siempre fue igual.

Sólo cuando por fin extrajo lágrimas, Vera se adelantó y puso una mano sobre el hombro de Maggie.

– Maggie, sabes que lo único que me preocupa es tu felicidad.