– ¿Qué quieres que diga?
– Quiero que digas lo que comenzaste a decir cuando entré hace unos minutos, que estamos hablando del hecho de que nos hemos enamorado.
El impacto la recorrió como una corriente eléctrica, dejándola aturdida, mirándolo con el pecho cerrado y el corazón al galope.
– ¿Enamorado?
– Ya lo hemos vivido juntos una vez. Deberíamos ser expertos en reconocer el sentimiento.
– Pensé que hablábamos de… de una aventura.
– ¿Una aventura? ¿Es eso lo que quieres?
– No quiero nada. Es decir, yo… -De pronto se cubrió el rostro con las manos, apretando los codos contra la mesa. -¡ Ay Dios!, ésta es una conversación de lo más extraña.
– Estás asustada, Maggie, ¿no es así?
Ella deslizó las manos hacia abajo para poder mirarlo, pero la nariz y la boca quedaron ocultas. ¿Asustada? Estaba aterrada. Movió la cabeza en señal de afirmación.
– Pésimamente. ¿Y tú?
– Yo también, te lo dije.
Maggie se aferró a la taza de té; necesitaba tenerse de algo.
– ¡Es todo tan… tan civilizado! Estar sentados aquí hablando deltlema como si no involucrara a nadie más. Pero hay otras personas metidas y me siento terriblemente culpable aun a pesar de que no hemos hecho nada.
– ¿Quieres algo de qué sentirte culpable? Tengo varias cositas en la mente.
– Eric, no bromees -lo regaño ella, para ocultar el hecho de que estallaba de deseo y que ésa era la peor confrontación a la que había sido sometida jamás.
– ¿Crees que no es serio? Mira cómo tiemblo. -Extendió una mano temblorosa. Luego se aferró los muslos. -Me llevó casi cinco semanas volver aquí y no sabía qué venía a hacer. Deberías haberme visto hace una hora, duchándome, afeitándome y eligiendo una camisa como si fuera a hacer la corte, pero eso no lo puedo hacer ¿no?
»Y la otra alternativa me vuelve menos que honorable, de modo que aquí estoy, sentado, hablando de lo que pasa… por Dios, Maggie mírame así sé lo que piensas.
Ella levantó el rostro, sonrojado hasta la raíz del pelo, y se topó con esos ojos azules, tan azules, que seguían preocupados como antes. Dijo lo que sabía que debía decir.
– Pienso que lo adecuado sería que te pidiera que te marcharas.
– Si me lo pidieras, lo haría. Lo sabes, ¿no es cierto?
Los brazos de ambos descansaban sobre la mesa, con las puntas de los dedos a centímetros de distancia. Eric bajó la vista a la mano de Maggie, luego se la tomó con suavidad: la mano derecha de Maggie, con la alianza matrimonial. Pasó el pulgar sobre el anillo, y sobre los nudillos de Maggie, luego volvió a levantar la mirada.
– Quiero que sepas que esto no es algo que tengo la costumbre de hacer. Ese abrazo hace cinco semanas fue lo más cerca que estuve de serle infiel a Nancy en mi vida.
Maggie era humana; se lo había preguntado. Y porque lo había hecho, se sintió culpable y bajó la vista hacia las manos entrelazadas.
– Déjame decir esto una vez, luego nunca más. -Eric habló con solemnidad. -Te pido perdón, Maggie. Por el dolor que esto te pueda causar, te pido perdón.
Se inclinó y le besó la palma de la mano, con un beso largo y tierno que lo mantuvo inclinado como si aguardara una bendición. Maggie lo recordó a los diecisiete años, expresándose con frecuencia en formas tiernas y cariñosas como ésa, y sintió lástima por la mujer que lo conocía tan poco que de algún modo no había podido llegar a encontrar esta riqueza de emociones. Con la mano libre le acarició la cabeza, el pelo que se había oscurecido a un dorado bruñido desde la última vez que lo había tocado.
– Eric -dijo en voz muy baja.
Él levantó la cabeza y sus miradas se encontraron.
– Ven… por favor -susurró Maggie.
Eric abandonó la silla y dio la vuelta a la mesa, sin soltarle la mano. Maggie se puso de pie cuando llegó hasta ella y levantó la vista hacia su rostro. Él tenía razón: habían comenzado a enamorarse meses atrás.
Apoyó las manos sobre el pecho de Eric y levantó el rostro en el momento en que el de él descendía, luego los labios suaves y entreabiertos de Eric tocaron los suyos. Ah, ese beso largamente esperado, frágil como un pimpollo, exquisito en su deliberada reserva. Lo cargaron de los tiernos recuerdos de las primeras veces, de sus temerosas exploraciones mutuas en años pasados y de una noche en el huerto de Easley. Dejaron que el pimpollo se abriera lentamente, que la emoción creciera hasta que sus labios se abrieron más y sus lenguas se encontraron.
Luego de un tiempo Eric levantó la cabeza y se miraron; lo leyeron el uno en los ojos del otro: esto no va a ser una simple aventura, aquí están involucrados los corazones.
Sus párpados comenzaron a cerrarse antes de que sus bocas se unieran por segunda vez. En un movimiento, Eric la apretó contra sí y Maggie le rodeó el cuello con los brazos. El beso se volvió profundo, apasionado, con sabor a recuerdos, una entrega mutua sin condiciones. Sus lenguas se encontraron y dieron la bienvenida al nuevo fervor. Se abrazaron con fuerza; las manos de Eric acariciaron la espalda de Maggie, las de ella, los hombros masculinos. Cuando por fin se separaron, tenían la boca húmeda y la respiración agitada.
– Ah, Maggie, he pensado en esto.
– Yo también.
– La noche que traje a Katy… deseé besarte entonces.
– Esa noche en la cama, me preocupé tanto por ti en esa tormenta… alejándote de mí… y lamenté no haberte besado. Pensé: ¿Y si mueres sin saber lo que siento?
Eric le besó el cuello, la mandíbula.
– Ay, Maggie, no tenías que preocuparte.
– Es que una mujer se preocupa cuando siente amor.
Él le besó la boca, esa boca tibia, móvil, que aguardaba el beso con fervor. La pasión creció, elevándolos en una ola de sensaciones que pusieron en movimiento sus manos y los hicieron desear más. Se saborearon y exploraron, con labios húmedos, suaves e impacientes. Eric le mordió el labio inferior, se lo lamió y susurró dentro de la boca de ella.
– Tienes el mismo sabor que recordaba.
– ¿Qué sabor?
Él se apartó y le sonrió dentro de los ojos.
– Sabor al huerto de Easley cuando florecen los manzanos.
Maggie sonrió.
– Lo recordabas.
– Claro que lo recordaba.
Golpeada de pronto por una ola de felicidad, Maggie se acurrucó contra él, apretándose donde mejor cabía: la cara contra su cuello, los brazos alrededor de su tronco, los pechos apretados contra su cuerpo, dándose permiso para disfrutar de estar por fin en contacto pleno con Eric.
– ¡Éramos tan jóvenes, Eric!
– Y me dolió tanto dejarte. -Las manos de él le recorrieron la espalda y treparon debajo del buzo, abriéndose sobre su piel tibia.
– Pensaba que con el tiempo nos casaríamos.
– Yo también.
– Y cuando no fue así, pasaron los años y creí haberte olvidado por completo. Luego, cuando volví a verte fue como recibir un puntapié en el estómago. Sencillamente no estaba preparado.
– Yo tampoco.
Maggie sintió la necesidad de verle el rostro. Tenía que vérselo. Se echó hacia atrás, apoyada contra las caderas de él.
– Es asombroso, ¿no?
– Sí, asombroso. -Fue entonces que Eric le tocó los senos mientras sus ojos se comunicaban todo lo que sentían; apoyada contra él, Maggie sintió la dureza de su deseo. Bajo el enorme buzo, Eric le desabrochó el sostén, le pasó las manos por las costillas y la tomó en su mano. Ambos pechos a la vez… tibios y erectos. La acarició con suavidad… con amor… sin dejar de mirarla a los ojos.
Maggie entreabrió los labios y cerró los ojos.
Era primavera otra vez y ellos eran jóvenes y atrevidos y él la había pasado a buscar con el auto lleno de flores de manzano y las mismas maravillosas sensaciones y deseos que sintieron entonces, las volvían a sentir ahora. Maggie se meció, flexible, bajo las caricias de él y sonrió con los ojos todavía cerrados. De su garganta brotó un sonido de gozo, que no era ni un gemido ni una palabra, sino una mezcla de ambos.
Eric se inclinó sobre una rodilla y ella se levantó el buzo, mirando desde arriba cómo la boca tibia y húmeda de él se abría sobro su piel, renovando los recuerdos. Eric movió la cabeza, acariciando la con la lengua, luego mordiéndola con suavidad. Maggie contuvo una exclamación y contrajo los músculos abdominales.
Eric apoyó el rostro contra el esternón desnudo de ella y dejó una marca de fuego con la lengua.
– ¡Mmm, qué bien sabes!
– ¡Mmm, qué bien me siento! Ha pasado tanto tiempo y he echado esto de menos.
Eric pasó a su otro pecho, lo lavó como había hecho con el primero, luego lo frotó con su pelo. Maggie le acunó la cabeza, dejándose flotar en sensaciones. Al cabo de un tiempo, Eric levantó la cabeza y dijo con voz ronca:
– Maggie Mía, creo que estamos justo delante de tus cortinas de encaje y no es mucho lo que ocultan.
Maggie le apoyó las manos sobre las mandíbulas y lo instó a levantarse.
– Entonces ven conmigo a la cama que compramos juntos. He deseado tenerte allí desde la noche que me la armaste.
Eric se puso de pie con un crujido de rodillas y la apretó firmemente contra su costado. Abrazados, apagaron la luz de la cocina y subieron la escalera, contradiciendo con sus pasos lentos la excitación que los recorría.
En la Habitación del Mirador, Maggie encendió la luz de mesa de noche. La sombra de la pantalla con borde de seda oscilaba contra la pared cuando se volvió para encontrarlo detrás de ella. Eric la tomó de las caderas, la llevó contra él y preguntó:
– ¿Estás nerviosa?
– Me muero.
– Yo también.
Sonriendo, la soltó y comenzó a desabotonarse la camisa azul claro, sacándola fuera de los jeans. Cuando Maggie fue a quitarse el buzo, Eric le tomó la mano.
– Espera. -Sonrió en forma encantadora. -¿Podría hacerlo yo? Creo que nunca lo hice, salvo a los manotazos en la oscuridad.
– Lo hiciste en el Maiy Deare el día después de la graduación, y no estaba oscuro ni manoteaste.
– ¿De veras?
– Sí, y a decir verdad, lo hiciste bastante bien.
Eric esbozó una sonrisa torcida y extendió las manos, al tiempo que murmuraba:
– Déjame refrescarme la memoria.
Deslizó el abolsado buzo por encima de la cabeza de Maggie, arrastrando el sostén junto con él y los arrojó a un lado, contemplando a Maggie en la luz tenue de la lámpara.
– Eres hermosa, Maggie. -Pasó los nudillos contra los lados de sus pechos, luego sobre los pezones erguidos.
– No, en absoluto.
– Sí, eres hermosa. Lo pensaba en aquel entonces y ahora también lo pienso.
– No has cambiado, ¿lo sabes? Siempre tuviste un modo de decir y hacer cosas dulces, tiernas, como abajo cuando me besaste la mano y ahora cuando me acariciaste como si…
– ¿Como si…? -Sus caricias delicadas le ponían piel de gallina en las piernas.
– Como si fuera de porcelana.
– La porcelana es fría -murmuró Eric, tomando los pechos de ella en sus manos grandes-. Tú eres tibia. Quítame la camisa, Maggie, por favor.
Qué placer embriagador fue quitarle la camisa azul, luego la camiseta blanca que llevaba debajo, tironeando para sacársela sobre la cabeza, despeinándolo aún más. Cuando quedó desnudo hasta la cintura, Maggie sostuvo la ropa de él como un nido en sus manos, hundió el rostro contra ella, respirando su aroma, reviviendo otro recuerdo.
Eric le acarició la cabeza, emocionado por el simple gesto.
– Tienes el mismo olor. Uno no olvida los olores.
Luego fue el turno del cinturón. Maggie le había quitado el cinturón a otro hombre innumerables veces durante los años de su matrimonio, pero había olvidado el impacto de hacerlo en forma ilícita. Al poner las manos en la cintura de Eric, sintió calor por todo el cuerpo. Le abrió la hebilla y el pesado broche a presión, observando sus ojos mientras apoyaba su mano plana sobre él y lo acariciaba por primera vez a través del gastado vaquero. Tela suave y gastada sobre virilidad dura y tibia. La primera caricia hizo que Eric cerrara los ojos. La segunda, lo hizo apretarse contra ella y pasarle las manos por la espalda, deslizando las palmas dentro de los abolsados pantalones rojos.
– Tienes un lunar -susurró, llevando una palma tibia al abdomen de Maggie -. Justo… aquí.
Ella sonrió.
– ¿Cómo es posible que lo hayas recordado?
– Siempre quise besarlo, pero era demasiado cobarde.
Maggie le bajó el cierre de los vaqueros y murmuró contra sus labios:
– Bésalo ahora.
Terminaron de desvestirse mutuamente con mucha prisa. Ese primer instante de desnudez pudo haber sido tenso, pero Eric desplazó la timidez tomándole las manos, abriéndole los brazos y contemplándola de la cabeza a los pies con toda tranquilidad.
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