– Oh… -la elogió en voz baja, mirándola a los ojos y sonriendo con aprobación.

– Sí… oh -replicó Maggie, admirándolo a su vez.

Eric le soltó las manos. Su expresión se tornó seria.

– No voy a agrandar la verdad diciendo que siempre te amé, pero te amaba entonces, te amo ahora y pienso que es importante decirlo antes de hacer esto.

– ¡Ay, Eric -suspiró Maggie -, yo también te amo. Traté con todas mis fuerzas de no amarte, pero no pude.

Eric la levantó tomándola bajo las rodillas y los brazos y la tendió sobre la cama, acariciándole los sitios que le había acariciado años atrás: los pechos, las caderas y el tibio y húmedo interior. Ella también lo acarició, observándolo en la tenue luz, haciéndolo temblar y sentirse fuerte y un instante después, débil. Eric le besó todas las partes que no se había atrevido a besarle en aquellos días de juventud, a lo largo de las costillas y las extremidades, teñidas de dorado en la penumbra. Maggie yacía flexible bajo sus manos.

Luego ella le recorrió el cuerpo con los labios, disfrutando de la textura de su piel y de sus reacciones. Cada instante que pasaba ponía a prueba la paciencia de ambos.

Una vez que llegaron al límite del deseo, Eric se irguió sobre ella y preguntó:

– ¿Tenemos que cuidarnos de que no quedes embarazada?

– No.

– ¿Estás segura, Maggie?

– Tengo cuarenta años, y por fortuna para ambos, estoy más allá de ese problema.

Su unión fue lenta y suave, un encuentro de espíritus como de cuerpos. Él se tomó tiempo para penetrarla, disfrutando del prolongado placer. Cuando por fin estuvieron unidos, se quedaron inmóviles, haciendo del momento una plegaria.

Después de tantos años, amantes otra vez.

Qué deliciosamente bien se amalgamaban el uno dentro del otro. Qué pasión los consumía.

Por un instante, Eric se echó hacia atrás y vio los ojos abiertos y brillantes de Maggie. Ella lo tomó de las caderas y lo puso en movimiento, suave y fuerte dentro de ella. Eric le tomó las manos y se las presionó contra las sábanas mientras ella contemplaba su rostro.

– Estás sonriendo -susurró Eric.

– Tú también.

– ¿Qué estás pensando?

– Que tu espalda está más ancha.

– Tus caderas, también.

– Tuve un bebé.

– Ojalá fuera mío.

Al cabo de un rato Maggie atrajo la cabeza de Eric hacia ella y las sonrisas desaparecieron alejadas por la maravillosa embestida de la sensualidad. Compartieron momentos de pasión y ternura, luego Eric la abrazó con fuerza y rodó hacia un costado, llevándola con él. Cerró los ojos y se mantuvo profundamente hundido en ella.

– ¡Es tan hermoso! -dijo.

– Porque fuimos los primeros para el otro.

– Es como cerrar un círculo, como si fuera aquí donde debí estar todo el tiempo.

– ¿Te preguntaste cómo hubiera sido si nos hubiéramos casado como planeábamos?

– Todo el tiempo. ¿Y tú?

– Sí -admitió Maggie.

Eric la puso debajo de él y el ritmo se reanudó. Maggie contempló el pelo que le caía sobre la frente y los brazos fuertes que temblaban bajo el peso de su cuerpo. Se elevó para recibirlo, movimiento contra movimiento, y murmuró sonidos de placer que encontraron eco en él.

Él llegó al climax primero, y Maggie lo vio suceder en su rostro, lo vio cerrar los ojos, arquear el cuello y tensar los músculos; vio cómo aparecían gotas de sudor sobre su frente en el instante antes de que el maravilloso temblor lo sacudiera y desintegrara.

Cuando su cuerpo se calmó, Eric abrió los ojos, todavía inclinado sobre ella.

– Maggie, lo siento -susurró, como si hubiera un orden preestablecido.

– No lo sientas -murmuró ella, acariciándole la frente húmeda, las sienes. -Fue hermoso mirarte.

– ¿De veras?

– De veras. Además -añadió con franqueza-, ahora es mi turno.

Y lo fue.

Una vez.

Y otra.

Y otra.

Capítulo 12

A la una y veinte de la madrugada, Maggie y Eric estaban en la bañadera con patas, con burbujas hasta el pecho, bebiendo cerveza y tratando de emitir aullidos tiroleses. Eric bebió un trago, se pasó el dorso de la mano por la boca y dijo:

– ¡Mira, hago uno! -Levantando la cabeza como un coyote, se puso a cantar.

– Canten todos, yorle-o-yorle-o-ju-juuu…

Mientras el aullaba, Maggie se mecía como un irlandés en un bar y blandía el jarro de cerveza. Eric gritaba tan fuerte que ella creyó que se haría añicos el espejo. Por fin terminó el canto con una nota larga y triste, estirando el cuello y la boca hacia el cielo raso.

– Y bien, ¿qué tal estuvo?

Maggie dejó el jarro en el suelo y aplaudió.

– ¡Notable! Ahora yo tengo una. Espera. -Recuperó el jarro, bebió un sorbo y se secó la boca. Luego de carraspear, intentó con el estribillo de una vieja canción.

– ¡Uuu-uuu-uuu-aaaa! ¡Uuuu-uuu-uu-aaaa! Aúuu-uaaaa…

Cuando terminó, Eric gritó:

– ¡Bravo! ¡Bravo! -Aplaudió mientras ella hacía una reverencia por encima de sus rodillas flexionadas y abría los brazos, derramando espuma en el suelo.

– A ver… -Eric miró el cielo raso, bebió un trago y tarareó pensativamente por encima del jarro. -¡Ah, sí! ¡Lo tengo! Una vieja melodía del vaquero Kopus.

– ¿Del vaquero qué?

– El vaquero Kopus. No me vas a decir que nunca oíste hablar del vaquero Kopus.

– Nadie oyó hablar nunca del vaquero Kopus.

– No sabes nada. Cuando era niño, solíamos armar espectáculos en la galería trasera. Larry era Tex Ritter. Ruth era Dale Evans y yo quería ser Roy Rogers, pero Mike decía que él era Roy Rogers, así que yo tenía que ser el vaquero Kopus. Y yo me quedaba allí, llorando como un marrano. Con mis pistolas de juguete, el sombrerito rojo de vaquero con la cinta ajustada bajo el mentón con una pelotita de madera y mis botas de Red Rider, llorando como un marrano porque tenía que ser el vaquero Kopus. Así que no me digas que nadie oyó hablar nunca del vaquero Kopus.

Maggie se había echado a reír mucho antes de que él terminara con su lamentable versión de La tímida Anne de Cheyenne.

Cuando Eric calló, ella sugirió:

– ¿Qué te parece si cantamos una a dúo?

– Muy bien. ¿Conoces Jinetes fantasmas en el cielo, de Vangí Monroe?

– ¿Vaughn Monroe?

– ¿Tampoco lo recuerdas a él?

– La verdad es que no.

– ¿Y qué me dices de Malezas al viento, por los Sons of The Pioneers.

– Ésa la sé.

– Bien, yo empiezo.

Eric respiró hondo y comenzó:

– Míralas agitarse…

Cantaron tres estrofas, tarareando las partes donde habían olvidado la letra, logrando una dudosa armonía y terminando con un par de notas aulladas como por una jauría de coyotes.

Cuando finalizó la última nota, se echaron a reír hasta las lágrimas.

– Creo que nos equivocamos de profesión.

– Yo creo que rajamos el yeso de tu baño.

Se dejaron caer hacia atrás, debilitados, y Maggie se clavó una canilla en los omóplatos.

– Aaa-úuu -aulló, otra vez como un coyote-. ¡Me duuuueeele!

Eric sonrió.

– Ven aquí. Tengo un lugar que no te dolerá.

– ¿Sin canillas ni manijas? -quiso saber Maggie, dejando el jarro en el suelo.

– Bueno, quizás haya un par -replicó él, depositándola entre sus muslos sedosos-. Pero le van a gustar, señorita Maggie, se lo prometo.

– Mmm… -ronroneó ella, apoyando los antebrazos sobre el pecho de Eric-. Tienes razón. Me gustan.

Se besaron, excitándose bajo las burbujas. Las manos de Eric se deslizaron por las nalgas desnudas de Maggie.

Al cabo de un rato, ella abrió los ojos y murmuró con languidez:

– Oye, vaquero…

– ¿Señora? -contestó él, curvando la boca en una sonrisa triangular.

– ¿Por casualidad no querrías volver a besarme el lunar?

– Bien, veamos -respondió Eric con su mejor acento del oeste-. Un caballero no debe decirle que no a una dama cuando lo pide con tanta dulzura. Creo que podremos encargarnos de ese asunto sin ningún inconveniente.

Se encargaron de ese asuntito y de un par de otros, y para cuando terminaron, eran más de las tres de la mañana. Estaban tendidos en la cama desordenada de la Habitación del Mirador con las candadas piernas entrelazadas. El estómago de Eric hizo un ruido y él gimió:

– ¿Qué tiene para comer, señorita Maggie? Estoy famélico, sí señor.

Enganchando el talón en el costado de la pierna de él, Maggie dijo:

– ¿Qué quieres? ¿Fruta? ¿Un sandwich? ¿Una omelette?

Eric frunció la nariz.

– Demasiado sensato.

– ¿Qué, entonces?

– Rosquillas -declaró él, golpeándose el abdomen-. Rosquillas grandes, gruesas, deliciosas.

– Bien, pues has dado con el lugar indicado. Vamos. -Maggie le tomó la mano, y lo arrastró de la cama.

– ¡No bromees! ¿De verdad tienes rosquillas?

– No, pero podemos hacerlas.

– ¿Te pondrías a hacer rosquillas a las tres y cuarto de la madrugada?

– ¿Por qué no? He estado coleccionando recetas rápidas de todas esas cosas y rebalsan de los cajones. Seguro que en alguno de esos libros encontraremos rosquillas. Vamos. Te dejaré elegir.

Eric eligió rosquillas de naranja y las prepararon juntos; Maggie vestida únicamente con su delantal rosado, Eric, con los jeans. I es llevó más tiempo de lo previsto: Maggie lo puso a exprimir una naranja y él trató de hacerlo contra unos sitios no ortodoxos que provocaron una corrida, que terminó con los dos rodando y riendo en el suelo. Mientras rallaba una cáscara Eric se lastimó un nudillo, y los primeros auxilios incluyeron tantos besos que la preparación de las rosquillas se demoró diez minutos más. Cuando por fin la mezcla estuvo lista, hubo que probarla y la degustación terminó en una sensual lamida de dedos de la que Maggie emergió con la lánguida advertencia:

– Si no me sueltas se me va a prender fuego la grasa. -La respuesta de Eric los hizo aullar de risa y finalmente terminaron apoyados contra los armarios como un par de tablas de surf guardadas en un rincón. Él separó los pies, entrelazó las manos detrás de la espalda de Maggie y la miró, embelesado. La risa se apagó.

– ¡Mi Dios, cómo te amo! -dijo-. Estoy en la mitad de mi vida y me llevó llegar hasta aquí para descubrir cómo tiene que ser realmente. Maggie, te amo… más de lo que había pensado.

– Yo también te amo. -Maggie se sintió plena, vuelta a nacer -Durante los dos últimos meses, imaginé que esta noche por fin sucedería, pero jamás imaginé esta parte. Esto es especial, la risa, la felicidad. ¿Crees que si nos hubiéramos casado recién salidos de la escuela seguiríamos así?

– No lo sé. Me da la impresión de que sí.

– Mmm… a mí también. -Maggie le sonrió. -¿No es hermoso? No sólo nos queremos, sino que nos agradamos mutuamente.

– Creo que encontramos el secreto -respondió él.

Estudió el rostro de Maggie, levantado en ángulo, el delicado mentón con el hoyuelo característico, los ojos castaños llenos de adoración y la boca suave y sonriente. Sobre ella depositó un beso largo y sereno.

Cuando terminó, Maggie murmuró:

– Terminemos las rosquillas así puedo acurrucarme junto a ti, volverme en la cama mientras duermo y sentirle detrás de mí.

A las cuatro y cinco se dejaron caer en la cama, exhaustos, con aliento a rosquillas de naranja. Eric se acurrucó detrás de Maggie con el rostro contra su pelo, las rodillas detrás de las de ella y una mano sobre su pecho.

Suspiró.

Maggie suspiró.

– Me dejaste agotado.

– Y tú a mí.

– Fue divertido.

– Sííii.

– Te quiero.

– Yo también. No te vayas sin despertarme.

– No.

Y como dos personas que han estado juntas por años, durmieron en absoluta paz.


Eric despertó sintiendo el contacto de sus pieles húmedas y sumano sobre el abdomen de Maggie; subía y bajaba con la respiración de ella. Se quedó inmóvil, llenándose los sentidos: la respiración rítmica de Maggie sobre la almohada; la arrugada sábana con puntilla cubriéndoles los hombros; las nalgas desnudas de Maggie contra sus muslos. El aroma del pelo de ella y algo con olor a flores allí cerca; sol y nieve iluminando indirectamente la habitación; paredes empapeladas con rosas; el silencioso movimiento de las cortinas blancas de encaje en el aire que brotaba de la caldera. Calidez. Plenitud.

No quiero irme de aquí. Quiero quedarme con esta mujer, reír con ella, amarla y compartir las miles de tareas mundanas que unen las vidas. Llevar las cosas que son demasiado pesadas para ella, alcanzarle las que están demasiado alto, palearle la nieve del sendero, afeitarme en su baño y usar el mismo cepillo de pelo. Apoyarme contra una puerta por la mañana y verla vestirse, y contra la misma puerta por la noche y verla desvestirse. Llamar a casa para decir: Voy hacia allí. Compartir domingos despeinados y sin afeitar y lunes lluviosos y el último vaso de leche del cartón.