El se volvió y la apretó contra sí, mojándole el vestido de seda con las manos, aterrándola con la desesperación de alguien que llora a un muerto. Nancy intuyó que había tropezado con un momento de crisis y supo con certeza de qué se trataba: culpa.
Fue duro con ella, no le dio tiempo de desistir, la desnudó de la cintura hacia abajo como si temiera que ella -o él mismo- fuera a cambiar de idea. Había un pequeño sofá en la sala junto a la cocina. La arrastró hacia allí y sin darle la oportunidad de tomar precauciones, se apresuró a introducir su semen dentro de ella: sin besos ni ternura, la copulación no podía llamarse otra cosa que eso.
Cuando terminó, Nancy estaba enojada.
– Déjame levantarme -dijo.
En silencio, se dirigieron a diferentes partes de la casa para ponerse en orden.
Arriba, en el dormitorio, Nancy se quedó largo tiempo en la luz tenue del corredor, contemplando la perilla del cajón de una cómoda, pensando: ¡Si me embarazó lo mato, juro que lo mato!
Eric se quedó unos minutos en la cocina. Por fin suspiró, siguió limpiando la mesa, abandonó la tarea por la mitad y regresó a la sala para sentarse en la oscuridad sobre un sillón con los codos sobre las rodillas y reflexionar sobre su vida. ¿Qué estaba intentando demostrar tratando a Nancy de ese modo? Se sentía un pervertido, más culpable ahora que antes. ¿Acaso deseaba realmente que ella quedara embarazada ahora? Si entrara en el dormitorio en este instante y dijera, Nancy, me quiero divorciar y ella respondiera: de acuerdo, ¿no saldría de la casa para dirigirse a lo de Maggie sin perder un segundo?
No, porque él, y no su esposa, era la persona culpable. La casa estaba tan silenciosa que podía oír gotear la canilla de la cocina. Se quedó sentado en la oscuridad hasta que sus ojos distinguieron la silueta del sofá con los almohadones torcidos en el rincón donde él la había arrojado.
Se puso de pie desconsoladamente y los enderezó. Subió la escalera con pasos pesados. En la puerta del dormitorio, se detuvo y miró el interior de la habitación a oscuras. Nancy estaba sentada al pie de la cama junto al bolso de mano que él había subido un tiempo antes. En el suelo estaba la maleta. Eric pensó que no la culparía si los recogía y se marchaba.
Entró arrastrando los pies y se detuvo junto a ella.
– Nancy, discúlpame -dijo.
Ella permaneció inmóvil, como si no lo hubiera oído.
Eric le tocó la cabeza.
– Lo siento -susurró.
Sentada, ella se volvió para mirar la pared y cruzó los brazos con fuerza.
– Pues deberías sentirlo -dijo.
Eric dejó caer la mano de la cabeza de ella.
Esperó, pero Nancy no dijo nada más. Buscó algo más para ofrecerle, pero se sentía como un vaso sanguíneo seco, sin una gota que pudiera darle como sustento. Al cabo de unos instantes, salió de la habitación y se aisló en la planta inferior.
El lunes, antes del almuerzo, fue a casa de Mike, llevado por su necesidad de un confesor.
Barb respondió a la puerta; redonda como un dirigible y saludablemente feliz. Echó una mirada al rostro sombrío de Eric y dijo:
– Está en el garaje, cambiándole el aceite a la camioneta.
Eric encontró a Mike vestido con un overol grasiento, tendido sobre una tabla debajo de la camioneta Ford.
– Qué tal, Mike -dijo con tono triste, al tiempo que cerraba la puerta.
– ¿Eres tú, hermanito?
– Sí, soy yo.
– Un segundo, deja que haga drenar este aceite. -Siguieron varios gruñidos, un ruido metálico, luego el golpeteo de un líquido dentro de un recipiente vacío. La tabla crujió contra el piso de cemento y Mike emergió, con un gorrito con visera puesto al revés.
– ¿Andas vagando?
– Exactamente -respondió Eric, sonriendo de mala gana.
– Y con cara de perro apedreado, también -observó Mike, levantándose y limpiándose las manos con un trapo.
– Necesito hablar contigo.
– ¡Bueno! Esto sí que es serio.
– Sí, lo es.
– Bueno, espera. Deja que meta un par de troncos en la estufa.
En un rincón del garaje, una estufa de hierro del tamaño de un barril calentaba la habitación. Mike abrió la puerta crujiente, metió dos troncos de arce, volvió adonde estaba Eric, dio vuelta un balde de plástico y ordenó:
– Siéntate. -Se dejó caer sobre la tabla con las piernas estiradas y los tobillos cruzados. -Tengo todo el maldito día, así que vamos, habla.
Eric estaba sentado inmóvil como una roca, con los ojos fijos en una caja de herramientas, pensando en cómo empezar. Finalmente posó sus ojos en Mike.
– ¿Recuerdas cuando éramos niños y el viejo nos daba con el cinturón en el traste cuando hacíamos algo mal?
– Sí, ¡y cómo nos daba!
– He estado deseando que estuviera aquí para hacerlo.
– ¿Qué hiciste para merecer un cinturonazo?
Eric respiró hondo y lo confesó sin rodeos:
– Estoy manteniendo una relación con Maggie Pearson.
Mike arqueó las cejas y sus orejas parecieron aplastarse. Tomó la noticia sin comentarios al principio, luego se enderezó la gorra y dijo:
– Bueno, comprendo por qué deseas que el viejo estuviera aquí, pero no me parece que unos cinturonazos fueran a solucionar el problema.
– No, creo que no. Tenía que decírselo a alguien porque siento tan vil.
– ¿Hace cuánto tiempo que sucede?
– Desde la semana pasada, nada más.
– ¿Y ya terminó?
– No lo sé.
– Oh.
– Sí. Oh.
Cavilaron unos instantes, luego Mike preguntó:
– ¿Piensas volver a verla?
– No lo sé. Acordamos mantenernos alejados por un tiempo. Enfriarnos un poco y ver.
– ¿Nancy lo sabe?
– Probablemente sospeche. Fue un fin de semana atroz.
Mike soltó aire ruidosamente, se quitó la gorra, se rascó la cabeza y se volvió a poner la gorra con la visera baja sobre los ojos.
Eric abrió las manos.
– Mike, estoy tan confundido. Creo que amo a Maggie.
Mike miró a su hermano pensativamente.
– No bien oí que ella regresaba al pueblo, supuse que esto su sucedería. Sé que estabas loco por ella en la secundaria y que en aquel tiempo, ya se acostaban.
– ¿Lo sabías? -El rostro de Eric denotaba sorpresa. -¡Mentira!
– No te sorprendas tanto. Era mi coche el que usabas, ¿recuerdas? Y Barb y yo andábamos en lo mismo, así que nos dimos cuenta de lo tuyo con Maggie.
– ¡Caray, qué suerte tienes! ¿Saben la suerte que tienen ustedes dos? Los miro a ti y a Barb, a tu familia, veo cómo les fue juntos y pienso: ¿por qué no atrapé a Maggie en aquel entonces? Quizás así tendría lo que tienen ustedes.
– Es más que suerte, lo sabes muy bien. Es trabajar duro y hacer concesiones.
– Sí, lo sé -respondió Eric desconsoladamente.
– ¿Y qué pasa contigo y Nancy?
– Es un lío -dijo Eric, sacudiendo la cabeza.
– ¿Porqué?
– En medio de todo, llega a casa y dice que quizá tendrá un bebé, después de todo. Quizás uno no sería tan malo. Entonces la puse a prueba. Me arrojé sobre ella allí mismo sin darle tiempo a tomar precauciones y desde entonces, no me ha hablado.
– ¿Quieres decir que la forzaste?
– Supongo que puedes decirlo así, sí.
Mike miró a su hermano desde debajo de la visera de la gorra y dijo en voz baja:
– Eso está muy mal, viejo.
– Lo sé.
– ¿En qué diablos estabas pensando?
– No lo sé. Me sentía culpable por Maggie y asustado y furioso porque Nancy esperó todo este tiempo para considerar por fin la posibilidad de tener una familia.
– ¿Te puedo preguntar algo?
Eric miró a su hermano, esperando.
– ¿La quieres?
Eric suspiró.
Mike aguardó.
Debajo de la camioneta, el aceite dejó de chorrear. El olor llenaba la habitación, mezclado con el aroma ahumado del arce en la estufa.
– A veces me golpean oleadas de sentimiento, pero casi siempre es nostalgia por lo que pudo haber sido. Cuando la conocí, era todo atracción física. Me parecía la mujer más hermosa de la tierra. Después, cuando llegué a tratarla a fondo, me di cuenta de que era inteligente, ambiciosa y pensé que algún día tendría mucho éxito en lo que hacía. En aquel entonces, todo eso me parecía tan importante como la belleza. ¿Pero quieres saber algo irónico?
– ¿Que?
– Son las mismas cosas por las que la admiraba, las que ahora me alejan de ella. Su éxito laboral de algún modo llegó a importarle más que el éxito de nuestro matrimonio. Y diablos, ya no compartimos nada. Antes nos gustaba la misma música, ahora ella se pone auriculares y escucha grabaciones de automotivación. Cuando estábamos recién casados, llevábamos la ropa al lavadero juntos, ahora se hace limpiar todo en los hoteles. Ya ni siquiera nos gusta la misma comida. Ella come cosas saludables y me atosiga porque yo como rosquillas todo el tiempo. No usamos la misma chequera ni los mismos médicos ¡ni el mismo jabón! Detesta mi vehículo para nieve, la camioneta, la casa… ¡Caray, Mike, pensé que cuando uno se casaba crecía junto a la otra persona!
Mike cruzó los brazos alrededor de las rodillas flexionadas.
– Si no la quieres, no tienes derecho de tratar de convencerla de tener un bebé, y mucho menos de arrojarte sobre ella sin un preservativo.
– Lo sé. -Eric bajó la cabeza. Después de unos instantes, la sacudió con tristeza. -Ay, mierda… -Fijó la vista en la estufa. -Dejar de amar a alguien es horrible. Te causa un dolor feroz.
Mike se puso de pie y fue hasta su hermano, para ponerle un brazo sobre los hombros.
– Sí. -Permanecieron así, escuchando el crujir del fuego, rodeados por su calor y los aromas familiares de hierro fundido y aceite para motor. Años atrás habían compartido el dormitorio y una vieja cama de hierro. Habían compartido los elogios y los castigos de sus padres, y a veces, cuando estaba oscuro y ninguno de los dos podía dormir, las esperanzas y los sueños. Se sentían tan unidos ahora, al ver deshacerse uno de esos sueños, como cuando se los habían contado en la adolescencia.
– ¿Qué quieres hacer, entonces? -preguntó Mike.
– Quiero casarme con Maggie, pero ella dice que es probable que esté pensando con los genitales.
Mike rió.
– Además, ella no está lista para casarse de nuevo. Quiere llevar adelante su empresa y no puedo culparla por eso. Diablos, ni siquiera ha tenido un solo huésped todavía, y después de todo el dinero que metió en esa casa, quiere verla funcionar.
– De modo que viniste a preguntarme qué debes hacer con Nancy, pero no puedo darte una respuesta. ¿Por qué no dejas las cosas como están por un tiempo?
– Es que me parece tan deshonesto. Me costó muchísimo no decírselo este fin de semana y terminar con todo, pero Maggie me hizo prometer que esperaría un tiempo.
Al cabo de unos instantes, Mike apretó el hombro de Eric.
– Te diré lo que haremos. -Lo hizo girar hacia la camioneta. -Terminaremos de cambiar el aceite y luego saldremos a dar unas vueltas con los vehículos para nieve. Eso siempre despeja la mente.
Eran hombres nacidos en el Norte, donde el invierno constituye casi la mitad del año. Habían aprendido desde niños a apreciar los azules y los blancos invernales, la fuerza de los árboles desnudos, la belleza de las ramas cubiertas de nieve, de las sombras violetas y
Fueron hacia el sur, al Parque Estatal Newport, y tomaron por la costa de la Bahía Rowley, donde el puerto se veía como un rompecabezas de hielo, y la playa era una medialuna blanca. El agua se había hinchado debajo del lago helado, formando ondas que finalmente caían bajo su propio peso y se rajaban en pequeños laguitos donde se reunía todo tipo de aves. El hielo golpeaba contra sí mismo y resonaba en la bahía desierta. Patos de alas blancas nadaban junto al borde del hielo y se zambullían en busca de comida. Desde la distancia se oía el chillido de las aves. Una bandada se elevó del agua y se alejó volando alto.
Tierra adentro, Eric y Mike pasaron junto a zumaques cuyas bayas rojas resplandecían como gemas contra la nieve, luego siguieron bajo una catedral de ramas de pinos y se adentraron en un bosque de abetos. Siguieron unas delicadas huellas y por fin llegaron a una empinada duna donde el galope de los ciervos había dejado explosiones de blanco sobre la nieve. Descubrieron cráteres donde habían dormido los ciervos, y un manantial de donde habían bebido visones, ardillas y ratones.
Siguieron hasta una reserva cubierta de hielo cerca del lago Mud, donde vieron cuevas de castores.
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