Se sentaron un buen rato sobre un risco sobre la Isla Cana con el bosque a sus espaldas y el horizonte plano como una cinta azul en la distancia, quebrado solamente por la torre del faro. Cerca de ellos trinaban los pájaros y el hielo debajo crujía y regurgitaba. Un pájaro carpintero martillaba en un abedul seco. En algún sitio del extremo sur de Door County, el ritmo frenético de los astilleros invernales marcaba la temporada de más trabajo, pero allí sólo había calma. Eric sintió que la esencia del invierno le curaba el alma.
– Esperaré -decidió en voz baja.
– Me parece bien.
– Maggie tampoco sabe bien lo que quiere.
– Pero si sigues tu relación con ella, debes romper con Nancy de inmediato.
– Lo haré, te lo prometo.
– Bien, entonces regresemos a casa.
Transcurrió enero. Eric no dijo nada a Nancy y cumplió con su promesa de no llamar a Maggie ni verla, a pesar de que la extrañaba con una intensidad que le ahuecaba las entrañas. A principios de febrero, Mike y él fueron a la Exposición Deportiva de Chicago, donde alquilaron un local, repartieron folletos, sedujeron a posibles clientes y tomaron reservas de excursiones para la temporada de pesca que se avecinaba. Fueron días largos y cansadores, en los que hablaban hasta que les dolía la garganta, se quedaban de pie hasta que les dolían los pies, vivían a salchichas con pan compradas a los vendedores de la exposición y dormían mal en habitaciones desconocidas de hotel.
Eric regresó a Fish Creek para encontrar una casa vacía, una nota de Nancy con el itinerario de la semana y el teléfono a un brazo de distancia. Una docena de veces pasó junto a él y pensó cuan sencillo sería tomarlo y marcar el número de Maggie. Hablar sobre la exposición, las reservas que habían hecho, su semana, la de ella, las cosas de las que debería estar hablando con su mujer. Finalmente, logró resistirse.
Un día fue al pueblo a buscar la correspondencia y se cruzó con Vera Pearson en la acera. Era un día ventoso y ella caminaba con la cabeza gacha, sujetándose una bufanda contra el cuello. Cuando oyó los pasos de él acercarse desde la dirección opuesta, levantó la cabeza y aminoró el paso. Luego su expresión se volvió dura y pasó junto a él sin saludarlo.
Durante la tercera semana de febrero, él y Mike fueron a la Exposición de Barcos, Deportes y Viajes de Minneápolis. El segundo día, se acercó al local una mujer que se parecía a Maggie. Era mal alta y más rubia, pero el parecido era notable y despertó en Eric una intensa reacción sexual. Se abotonó la chaqueta y se acercó a ella.
– Hola, ¿desea hacer alguna consulta?
– En realidad, no, pero me gustaría llevar el folleto para mi marido.
– Por supuesto. Somos Excursiones Severson y salimos en dos embarcaciones desde Gills Rock, en el norte de Door County, en el estado de Wisconsin.
– Door County. Lo he oído nombrar.
– Al norte de Bahía Green, en la península.
Datos, preguntas pertinentes, respuestas y un cortés agradecimiento. Pero en una oportunidad, mientras hablaban, sus ojos se encontraron y a pesar de que eran desconocidos, algo reconocieron el uno en el otro: en otro momento, en otro sitio y en otras circunstancias, habrían hablado de otras cosas además de la pesca del salmón.
Cuando abandonó el local, la mujer miró hacia atrás una última vez y sonrió con los ojos castaños de Maggie, el mentón con hoyuelo de Maggie, dejando a Eric con una impresión tan fuerte de ella que le impidió concentrarse durante el resto del día.
Esa noche, después de ducharse y apagar el televisor, Eric se sentó en el borde de la cama, con una toalla blanca alrededor de las caderas, el pelo húmedo y despeinado. Tomó el reloj de la mesa de noche.
Las diez y treinta y dos.
Dejó el reloj y miró el teléfono. Era beige -¿acaso algún hotel de Norteamérica compraba teléfonos de algún otro color?- el color desafortunado de las cosas que una vez tuvieron vida. Levantó el tubo y leyó las instrucciones para llamadas de larga distancia, cambió de idea y lo dejó en su lugar.
Maggie lo conocía bien, sabía que aun esta indiscreción crearía remordimientos de conciencia.
Al final marcó de todas formas y se quedó esperando sentado con el estómago duro como el puño de un boxeador.
Ella atendió al tercer llamado.
– ¡Hola!
– Hola.
Silencio, mientras Eric pensaba: ¿le martillará el corazón como a mí? ¿Tendrá también un torniquete en la garganta?
– ¿No es curioso? -dijo Maggie-. Sabía que serías tú.
– ¿Por qué?
– Son las diez y media. Nadie me llamaría a esta hora.
– ¿Te desperté?
– No. Estaba recabando información para el impuesto a las ganancias.
– Ah, bueno, quizá no deba molestarte, entonces.
– No, está bien. Hace rato que estoy con esto. Ya era hora de guardar todo, de cualquier forma.
Silencio de nuevo. Luego Eric preguntó:
– ¿Estás en la cocina?
– Sí.
La imaginó allí, donde se habían besado por primera vez, donde habían hecho el amor en el suelo.
Otro silencio, mientras se preguntaban cómo seguir.
– ¿Cómo has estado? -preguntó Maggie.
– Confundido.
– Yo también.
– No iba a llamar.
– Esperaba a medias que no lo hicieras.
– Y entonces hoy vi a una mujer que me hizo pensar en ti.
– ¿Sí? ¿Es alguien que conozco?
– No, era una desconocida. Estoy en el Hotel Radisson, en Minneápolis. Mike y yo vinimos para la exposición deportiva. Esa mujer entró en el local hoy, y tenía ojos tan parecidos a los tuyos, y tu mentón… no sé. -Cerró los ojos y se pellizcó el hueso de la nariz.
– Es terrible, ¿no?, cómo buscamos rastros del otro.
– ¿Haces lo mismo?
– Todo el tiempo. Luego me lo reprocho.
– Me pasa lo mismo. Esa mujer… sucedió algo extraño cuando entró. No habremos hablado más de tres minutos, pero me sentí… no sé cómo decirlo… amenazado, como si estuviera por hacer algo prohibido. No sé por qué te digo esto, Maggie, eres la última persona a la que debería de estar contándoselo.
– No, cuéntame…
– Me asusté. La miré y me sentí… ay, mierda no hay otra forma de decirlo. Carnal. Me sentí carnal. Y comprendí que si no hubiera sido por ti y por nuestra relación, habría iniciado una conversación con ella sólo para ver a qué llevaba. Maggie, no soy esa clase de tipo, y me asusta terriblemente. Quiero decir que uno lee sobre la menopausia masculina, sobre tipos que han sido maridos fieles durante años y luego, cuando llegan a los cuarenta, comienzan a comportarse como idiotas, persiguiendo a chiquilinas que podrían ser sus hijas, teniendo encuentros de una noche con desconocidas. No quiero pensar que eso es lo que me está sucediendo.
– Dime una cosa, Eric. ¿Podrías admitir una cosa así ante Nancy, hablarle de esa mujer, quiero decir?
– ¡Caramba, no!
– Eso es importante, ¿no te parece? ¿Que me lo puedas ti a mí y no a ella?
– Supongo que sí.
– Bueno, ya que estamos admitiendo debilidades, te confesaré la mía: soy una viuda hambrienta de sexo y tú fuiste mi festín.
– Ay, Maggie… -susurró Eric.
– ¿Y bien? -preguntó ella, despreciándose a sí misma, recordando la noche en el piso de la cocina.
– No te preocupes por ello.
– Pero es que me preocupa, porque no soy tampoco una persona que utiliza a los demás.
– Maggie, oye, ¿sabes por qué te llamé?
– Para contarme sobre esa mujer.
– Sí, por eso también, pero la verdadera razón es que te llamé porque sabía que no podía ir a verte, que era seguro llamar desde una distancia de quinientos kilómetros. Maggie, te extraño.
– Yo también.
– El viernes que viene serán cuatro semanas.
– Sí, lo sé.
Al ver que Maggie no decía nada más, él suspiró y se quedaron escuchando el zumbido electrónico de la línea telefónica. Eric quebró el silencio.
– ¿Maggie?
– Sí, te oigo.
– ¿Qué estás pensando?
En lugar de contestar, ella hizo otra pregunta:
– ¿Le contaste a Nancy lo nuestro?
– No, pero se lo conté a Mike. Tenía que hablar con alguien. Te pido perdón si ventilé una confidencia.
– No, está bien. Si tuviera una hermana, probablemente se lo habría contado, también.
– Gracias por comprender.
Se escucharon respirar mutuamente durante un rato, preguntándose qué les esperaba. Por fin, Maggie dijo:
– Bueno, será mejor que nos despidamos.
– No, Maggie, espera. -La voz de Eric se tornó triste. -Ay, Maggie, esto es un infierno. Quiero verte.
– ¿Y después qué, Eric? ¿Qué resultado obtendremos? ¿Un romance? ¿Una disolución malograda de tu matrimonio? No estoy segura de estar lista para enfrentarme con eso, y no creo que tú lo estés, tampoco.
Él deseaba suplicar, hacer promesas. ¿Pero qué promesas podía hacer?
– Tengo que cortar -insistió Maggie.
A Eric le pareció oír un temblor en su voz.
– Buenas noches, Eric -dijo con suavidad.
– Buenas noches.
Durante quince segundos presionaron las mejillas contara el auricular.
– Cuelga -susurró Eric.
– No puedo. -Maggie estaba llorando. El se dio cuenta, aunque ella intentó disimularlo. Pero sus palabras sonaban apagadas y trémulas. Sentado sobre la cama, inclinado hacia adelante, Eric sintió que sus propios ojos se llenaban de lágrimas.
– Maggie, estoy tan terriblemente enamorado de ti que me duele. Es como si me hubieran golpeado. No sé si puedo pasar otro día sin verte.
– Adiós, mi amor -susurró Maggie e hizo lo que él no tenía voluntad de hacer. Colgó.
Eric pasó el día siguiente pensando que jamás volvería a verla; sus palabras de despedida habían sido tristes, pero decisivas. Había tenido una vida plena y feliz con su marido. Tenía una hija y una empresa y nuevas metas para su vida. Tenía independencia financiera. ¿Qué necesidad podía tener de estar con él? Y en un pueblo como Fish Creek, donde todo el mundo sabía qué hacían los demás, tenía razón de no querer involucrarse en una relación que le traería miradas de soslayo de una parte de la población, se tratara sólo de una aventura o de que él dejara a Nancy por ella. Ya había sufrido la censura de su hija y de su madre. No, la relación había terminado.
Tuvo un día horrible. Sentía como si alguien le hubiera metido trapos en la cavidad torácica y nunca fuera a poder respirar libremente de nuevo. Deseó no haberla llamado. Se sentía peor luego de haberle oído la voz. Y de haberse enterado de que ella había vivido las cuatro semanas con tanta tristeza como él. Y de saber que ninguno de los dos encontraría consuelo.
Esa noche se acostó y permaneció despierto, escuchando el ruido del tránsito sobre la Calle Siete debajo de la ventana y, de tanto en tanto, una sirena. Pensando en Nancy y en la recomendación de Maggie de juzgar el matrimonio por sí mismo, no por su relación con el la. Lo intentó. No pudo. Imaginar su futuro en cualquier contexto era imaginarlo con Maggie. El colchón del hotel y la almohada eran duros como bolsas de grano. Deseó ser fumador. Le haría bien maltratar su cuerpo con un poco de alquitrán y nicotina, aspirar el humo, exhalarlo y pensar: al diablo con todo.
El reloj tenía la esfera con luz. Oprimió el botón y miró la hora. Las once y veintisiete.
¿Acaso era eso lo que decían los artículos cuando hablaban de estrés? ¿No sufren los hombres de mi edad ataques cardíacos cuando se meten en una situación como ésta? ¿Cuando están preocupados, indecisos, tristes, y no comen ni duermen bien? ¿O cuando están en una cuerda floja sexual?
Sonó el teléfono y Eric se sobresaltó de tal forma que se raspó los nudillos contra la cabecera de la cama. Rodó sobre un codo y manoteó el teléfono en la oscuridad.
– ¿Hola?
La voz de ella era suave y contenía una nota de arrepentimiento. Habló sin preámbulos.
– Me gustaría mucho prepararte la cena el lunes por la noche.
Eric se hundió contra las almohadas; el corazón le latía alocadamente, y el nudo de amor y deseo se deshacía en miles de nudos más pequeños que le comprimían los lugares más extraños: las sienes, los dedos, los omóplatos.
– Maggie… iAy, Dios, Maggie!, ¿lo dices en serio?
– Nunca he dicho nada más en serio en mi vida.
¿Qué será entonces: un romance o casamiento? No era el momento de preguntar, por supuesto, y por ahora le bastaba con sabar que volvería a verla.
– ¿Cómo me encontraste?
VDijiste que estabas en el hotel Radisson de Minneápolis. Hay cuatro, descubrí, pero por fin di con el indicado.
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