Otro recuerdo le vino a la mente. Fue en el segundo año de casados, cuando Nancy se cayó una vez sobre la acera helada y se golpeó la cabeza. Recordó el miedo que había sentido mientras esperaba en la sala de urgencias los resultados de las radiografías, recordó la cama fría y vacía durante la noche que ella se quedó internada en observación, y el alivio que sintió cuando regresó. En aquellos días, una sola noche separados había sido un suplicio para ambos. Ahora, cinco noches separados era la norma aceptada.

Debió haberse esforzado más por encontrar un término medio que los mantuviera juntos durante más tiempo.

Debió construirle una casa de cristal y madera.

Debieron hablar sobre tener hijos antes de casarse.

Tendido sobre la cama de su infancia, sintió lágrimas en los ojos.

Oyó entrar a Ma; los pasos se detuvieron en la sala.

– ¿Eric? -Había visto la camioneta estacionada afuera.

– Sí, estoy aquí arriba. Ya bajo.

Se secó los ojos con los nudillos y, luego de levantarse, se sonó la nariz sobre el pañuelo ensangrentado y descendió los empinados escalones de madera, frenando la bajada en picada con las manos sobre la pared de arriba, que parecía permanentemente sucia por las miles de bajadas que había frenado.

Ella aguardaba abajo, vestida con una campera de nailon color naranja y una bufanda de algodón con horribles rosas violáceas atada bajo el mentón. Tenía los anteojos empañados. Se los levantó hasta la frente y lo escudriñó con curiosidad.

– ¿Qué demonios estabas haciendo allí arriba?

– Oliendo la mierda de murciélago. Rememorando.

– ¿Te pasa algo?

– Estuve llorando un poco, si eso es lo que preguntas.

– ¿Que sucede?

– Me separo de Nancy.

– Ah, es eso. -Lo observó en silencio, mientras él se daba cuenta de lo poco que la había querido ella a su mujer y se preguntaba qué sentiría.

Anna abrió los brazos y dijo:

– Ven aquí, hijo.

Eric abrazó el cuerpo corto y regordete contra el suyo, mucho más alto, olió el aroma a invierno en la campera, un dejo de olor a combustible en la bufanda y a lo que Barb había cocinado, en su pelo.

– Necesitaré quedarme un tiempo, Ma.

– Todo lo que quieras.

– Probablemente estaré de muy mal humor.

Ella se separó y lo miró.

– Tienes derecho a eso.

Eric se sintió mejor luego del abrazo.

– ¿Qué les pasa a las personas, Ma? Cambian.

– Es parte de la vida.

– Pero tú y el viejo no cambiaron. Llegaron juntos hasta el final.

– Pero claro que cambiamos. Todo el mundo cambia. Pero no teníamos tantas complicaciones en aquellos días. Ustedes, los jóvenes de ahora, tienen dos docenas de expertos diferentes diciéndoles cómo tienen que pensar y sentir y actuar y cómo debes encontrarte a ti mismo. -Con una mueca, acentuó la palabra. -Qué expresión estúpida… encontrarte a ti mismo. Darse mutuamente espacio. -De nuevo, se burló de la palabra. -En mi época, el espacio de un hombre estaba al lado de su mujer, y el de la mujer, junto a su hombre y lo que nos dábamos mutuamente era una mano y un poco de amor al final del día si no estábamos demasiado cansados. Pero hoy en día te hacen creer que si no piensas en ti mismo primero estás haciendo todo mal, y el matrimonio no funciona así. No te culpo, hijo. Lo que estoy diciendo es que naciste en una época dura para el matrimonio.

– Nancy y yo siempre nos llevamos bien. En la superficie, las cosas parecían funcionar bien, pero por debajo, hemos diferido por años respecto de los temas más importantes: trabajo, hijos, dónde vivíamos, en qué vivíamos.

– Bueno, supongo que eso a veces sucede.

Eric había esperado que ella demostrara favoritismo maternal y se sorprendió ante su neutralidad, pero la respetó por ello, pues sabía que nunca había querido a Nancy.

Su madre soltó un suspiro y echó una mirada a la cocina.

– ¿Comiste?

– No, Ma, no tengo hambre.

Otra vez lo sorprendió al no insistir.

– Sí, a veces la angustia apaga el apetito. Bueno, será mejor que suba a cambiar las sábanas. Han estado puestas desde que Gracie y Dan durmieron allí en Navidad.

– Yo puedo hacerlo, Ma. No quiero causarte molestias.

– ¿Desde cuándo alguno de mis hijos fue una molestia para mi?

Eric se acercó y la abrazó, apreciándola con un afecto renovado que lo hacía sentirse mejor.

– Sabes, al mundo le vendrían bien unas cuantas como tú, Ma.

Le golpeó la cabeza con los nudillos, como siempre habían hecho de niños.

– ¡Suéltame ya, chiquillo! -masculló ella. Eric la soltó y subieron juntos para hacer la cama. Habían puesto la sábana de abajo cuando Eric dijo:

– No sé cuánto tiempo me quedaré aquí, Ma.

Ella sacudió con pericia la otra sábana en el aire y replicó:

– ¿Acaso te lo pregunté?


Eric pasó por la casa de Maggie a media mañana del día siguiente.

– Hola -saludó con aire desconsolado.

– ¿Qué te pasó en la cara?

– Nancy.

– ¿Se lo dijiste?

Eric asintió con resignación.

– Ven aquí -pidió-. Necesito abrazarte.

Contra él, Maggie susurró:

– Yo también necesito abrazarte mientras me lo cuentas.

Cada vez que él acudía a ella, sus estados de ánimo parecían reflejarse el uno en el otro, como si una cuerda les uniera los corazones. Ese día necesitaban darse seguridad. No había lugar para la pasión en el abrazo.

– Las noticias no son buenas -musitó Eric.

– ¿Qué dijo?

– No quiere oír hablar de divorcio.

La mano de Maggie se movía suavemente por la espalda de él.

– Ay, no.

– Creo que va a dificultarnos las cosas todo lo posible. Dice que si ella no puede tenerme, tú tampoco lo harás.

– ¿Cómo voy a culparla? ¿Podría yo renunciar a ti si fuerasmío?

Eric se echó hacia atrás. Tenía las manos sobre la curva delcuello de Maggie y con los pulgares le acariciaba las comisuras de los labios. Contempló sus ojos tristes.

– Me mudé a casa de Ma, así que todo está en el aire, todavía.

– ¿Qué dijo tu madre?

– ¿Ma? Es la sal de la tierra. Me abrazó y me dijo que me que dará todo el tiempo que quisiera.

Maggie volvió a apretarse contra él.

– ¡Qué afortunado eres! Desearía tanto tener una madre con quien poder ser sincera.


Todos los martes por la tarde, Vera Pearson hacía de voluntaría en el Asilo de Ancianos de Bayside, donde tocaba el piano para que los ancianos cantaran. Su madre había sido una devota cristiana que le había inculcado la importancia de la caridad, tanto en casa como en la comunidad. De modo que los martes tocaba el piano en Bayside; los sábados arreglaba las flores del altar en la iglesia; en primavera ayudaba con la venta de cosas usadas a beneficio de la iglesia; en otoño colaboraba con la venta de tortas; asistía regularmente a las reuniones de su grupo en la iglesia, de la sociedad de jardinería y de los Amigos de la Biblioteca. Si en cualquiera de esas reuniones Vera recogía algún chisme que el Door County Advocate se había perdido, consideraba que esparcirlo era su deber.

Ese martes por la tarde, Vera susurró a una de las enfermera que había oído que la chica Jennings (la del medio), que estaba en primero o segundo año de la secundaria, estaba E-Eme-Be etcétera.

– No es de extrañarse -añadió-. De tal palo, tal astilla.

Después de la sesión de música, siempre tomaban el té. El café estaba delicioso ese día y Vera tomó una taza con la torta de chocolate, dos más con una porción de torta de naranja y otra con unas masitas de coco.

Estaba en el baño detrás de una de las dos puertas de metal beige, subiéndose las medias, cuando oyó que la puerta grande se abría. Dos mujeres entraron, conversando.

Sharon Glasgow -una de las enfermeras de Bayside -dijo:

– Vera Pearson tiene mucho de qué hablar. Su hija anda en amores con Eric Severson. ¿Supiste que dejó a su mujer?

– ¡No!

La puerta del compartimiento adyacente se cerró y Vera vio un par de zapatos blancos del otro lado de la pared de separación.

– Está viviendo en casa de la madre.

– ¡No te creo! -Era Sandra Eckleslein, una dietista.

– Me parece que eran novios cuando estaban en la secundaria.

– Él es muy buen mozo.

– ¡Y no le digo nada de su esposa! ¿La has visto? -Del otro lado de la pared, el agua del inodoro corrió. Vera estaba inmóvil como las agujas de un reloj roto. La pared vibró cuando golpearon la puerta. Los zapatos blancos se alejaron. Apareció otro par. Abrieron la canilla y luego zumbó el secador de manos; la rutina se repinó mientras las mujeres pasaban a hablar de otros temas.

Cuando el baño quedó en silencio, Vera se quedó escondida largo tiempo en su compartimiento, temiendo salir hasta no estar segura de que las dos mujeres se habían ido a otra parte del edificio.

¿Qué he hecho mal? pensó. Fui lo mejor que pude como madre. La hice ir a la iglesia, le di un buen ejemplo quedándome con un solo hombre toda la vida, le di una casa limpia con buena comida en la mesa y una madre siempre presente. No la dejé trasnochar, ni sacarse notas bajas y me aseguré de que nunca anduviera en malas compañías. Pero no bien regresó, se fue corriendo a esa reunión de la junta con él.

¡Le advertí que esto podría suceder! ¿No se lo dije, acaso?

Vera no manejaba. En un pueblo del tamaño de Fish Creek no era necesario hacerlo, pero mientras subía a pie por Cottage Row, deseó haber aprendido a conducir. Cuando llegó a la puerta de Maggie, estaba sin aliento.

Golpeó y esperó. Tenía la cartera colgando de ambas muñecas y éstas apretadas contra las costillas.

Maggie abrió la puerta y exclamó:

– ¡Mamá, qué sorpresa! Pasa.

Vera marchó adentro, resoplando.

– Dame tu abrigo. Prepararé café.

– No quiero, gracias. Acabo de tomarme cinco tazas en el asilo.

– ¿Tuvieron la sesión musical de siempre?

– Sí.

Maggie dejó el abrigo en la habitación de servicio y regresó para encontrar a Vera sentada en el extremo de una silla, con la cartera sobre las rodillas.

– ¿Té? ¿Una Coca? ¿Algo?

– No, nada.

Maggie se sentó en una silla en ángulo recto con la de Vera.

– ¿Viniste caminando?

– Sí.

– Deberías haber llamado. Te hubiera ido a buscar.

– Puedes llevarme luego de… -Vera hizo una pausa.

El tono de voz de su madre advirtió a Maggie que algo andaba mal.

– ¿Después de qué?

– Lo siento, pero he venido por algo desagradable.

– ¿Sí?

– ¿Estás viendo a ese chico Severson, no es cierto? -Vera apretó la manija de la cartera con ambas manos.

Sorprendida, Maggie tardó en responder.

– Si te dijera que sí, mamá, ¿estarías dispuesta a hablar de eso conmigo?

– Estoy hablándote de eso. ¡Todo el pueblo habla de eso! Dicen que dejó a su mujer y está viviendo con la madre. ¿Es cierto?

– No.

– ¡No me mientas, Margaret! ¡No te eduqué así!

– Está viviendo con la madre, pero dejó a su mujer porque ya no la quiere.

– Ay, por Dios, Margaret, ¿ésa es la excusa que tienes para ti?

– No necesito excusas.

– ¿Tienes amoríos con él?

– ¡Sí! -gritó Maggie, poniéndose de pie de un salto-. ¡Sí, tengo relaciones con él! ¡Sí, lo amo! ¡Sí, pensamos casarnos en cuanto consiga el divorcio!

Vera pensó en todas las mujeres del grupo de la iglesia, de la sociedad de jardinería y de los Amigos de la Biblioteca, mujeres a las que conocía de toda la vida. Revivió la vergüenza que había pasado en el baño del asilo esa tarde.

– ¿Cómo podré volver a mirar a las mujeres del grupo de la iglesia?

– ¿Eso es todo lo que te importa, mamá?

– He sido miembro de esa iglesia durante más de cincuenta años, Margaret y, en todo ese tiempo no he tenido motivo alguno para agachar la cabeza. Y ahora esto. No hace más que unos meses que regresaste al pueblo y estás metida en este escándalo. Es vergonzoso.

– Sí es así, la vergüenza es mía, mamá, no tuya.

– Ah, te crees muy viva, ¿no? Te crees todo loque él te dice, como una tonta. ¿Realmente piensas que su intención es divorciarse de su mujer y casarse contigo? ¿Cuántas crees que han oído lo mismo en todos estos años? Anda detrás de tu dinero, Margaret, ¿no le das cuenta?

– Ay, mamá… -Maggie se dejó caer sobre la silla, abrumada por la desilusión. -¿Por qué, por una vez en tu vida, no puedes ser un apoyo para mí en lugar de regañarme?