– Si crees que voy a tolerar cosas así…
– No, no lo creo. No lo creería nunca, porque en toda mi vida, nunca creíste nada bueno de mí.
– Y mucho menos que tuvieras sentido común. -Con expresión vehemente, Vera se inclinó hacia adelante y apoyó un brazo sobre la mesa. -Margaret, eres una mujer rica y no te das cuenta de que los hombres te perseguirán por tu dinero, pero yo, sí.
– No… -Maggie sacudió la cabeza lentamente. -Eric no anda detrás de mi dinero. Pero no voy a quedarme aquí sentada defendiéndome ni defendiéndolo a él porque no tengo necesidad de hacerlo. Ya soy adulta y viviré mi vida como me plazca.
– ¿Y nos avergonzarás a tu padre y a mí sin la menor consideración por nuestros sentimientos?
– Mamá, lamento que te sientas así, de veras lo siento, pero sólo puedo decirte otra vez que es asunto mío, no tuyo ni de papá. Deja que me haga cargo yo de mis sentimientos y tú hazte cargo de los tuyos.
– ¡No me hables con esos aires de psicóloga! Sabes que me indigna.
– Muy bien, te haré una pregunta directa, porque siempre tuve mis dudas: ¿me quieres, mamá?
Vera reaccionó como si alguien la hubiera acusado de ser comunista.
– Pero claro que te quiero. ¿Qué clase de pregunta es esa?
– Una pregunta franca. Porque nunca me lo dijiste.
– Te tuve la ropa limpia, y la casa perfecta y le hice comidas ricas ¿no?
– Un mayordomo podría hacer eso. Lo que quería era comprensión, alguna demostración de cariño, un abrazo cuando regresaba a casa, alguien que se pusiera de mi parte de tanto en tanto.
– Te abracé.
– No. Permitiste que te abrazara. Es diferente.
– No sé qué quieres de mí, Margaret. Creo que nunca lo supe.
– Para empezar, podrías dejar de dar órdenes. Tanto a mí como a papá.
– Ahora me culpas por otra cosa. La función de una mujer es hacer que la casa funcione bien.
– ¿Dando órdenes y criticando? Mamá, existen mejores formas.
– ¡Ah, ahora resulta que también eso hice mal! Pues tu padre no se ha quejado, y hace cuarenta y cinco años que estamos juntos…
– Y nunca te vi abrazarlo ni preguntarle si tuvo un buen día, ni masajearle el cuello. En cambio, cuando llega a casa, le dices: "Roy, quítate los zapatos, acabo de lavar el piso". Cuando yo llego a casa me dices: "¿Por qué no me avisaste que vendrías?" Cuando Katy vino para Acción de Gracias, la retaste porque no tenía botas. ¿No se
– Lo que sí se me ocurre es que vine aquí a confrontarte con tus acciones inescrupulosas y has logrado cargarme la culpa a mí por algo que nunca hice. Bueno, pues te repito que en cuarenta y cinco años, tu papá nunca se ha quejado.
– No -replicó Maggie con tristeza-. Sólo se mudó al garaje.
El rostro de Vera adquirió un tono escarlata. ¡Roy era el que había hecho algo mal al mudarse al garaje! Y ella no daba órdenes ni criticaba: sólo mantenía las cosas en línea. Cielos, si fuera por Roy, los pisos estarían todos marcados por los zapatos y comerían a Dios sabe qué hora y llegarían tarde a la iglesia los domingos. Y ahí estaba esa criatura desagradecida, a quien ella le había dado todas las ventajas -vestidos hechos a mano, escuela dominical, educación universitaria- diciéndole a ella, Vera, ¡que podría ser mejor!
– Creí que te había educado para respetar a tus padres, pero es evidente que ésa es otra cosa que no logré. -Recogiendo su orgullo hecho añicos, Vera se levantó de la silla con aire herido. -No volveré a molestarte, Margaret, y hasta que no estés dispuesta a disculparte conmigo, no será necesario que me molestes, tampoco. Buscaré mi abrigo.
– Mamá, por favor… ¿no podemos hablar?
Vera trajo su abrigo de la habitación de servicio y se lo puso. En la cocina, se demoró poniéndose los guantes, sin mirar a Maggie.
– No es necesario que me lleves. Caminaré.
– Mamá, espera.
Pero Vera se marchó sin una palabra más.
Al cerrar la puerta en el rostro de su hija, sintió que sin duda se le rompería el corazón. Ése es todo el agradecimiento que recibe una madre, pensó, mientras bajaba la colina hacia su casa.
Esa noche, cuando Maggie vio a Eric, le dijo:
– Mamá vino esta tarde.
– ¿Qué dijo?
– Exigía saber si yo tenía un romance con "ese chico Severson".
Eric serró un metro de madera y bajó de una silla para abrazar a Maggie. Se encontraban en uno de los dormitorios de huéspedes, y la estaba ayudando a colocar un tarugo para colgar un gran espejo enmarcado. -Lo siento, Maggie. Nunca quise que eso sucediera.
– Le dije que sí.
Él dio un paso atrás, sorprendido:
– ¿Le dijiste eso? ¿De veras?
– Bueno, es cierto ¿no? Yo elegí tener un romance. -Con la punta de los dedos le tocó la mejilla, justo debajo de los raspones, donde se le habían formado costras delgadas. -Puedo aceptarlo, si tú lo aceptas.
– Un romance… ay, Maggie Mía, ¿qué te estoy haciendo hacer? ¿Qué más te haré hacer? Yo no quería esto para ti, ni para nosotros. Quería que todo fuera legítimo.
– Hasta que pueda serlo, me conformaré con esto.
– Hoy presenté los papeles solicitando el divorcio -le contó Eric-. Si todo va bien, podríamos estar casados dentro de seis meses. Pero he tomado una decisión, Maggie.
– ¿Cuál?
– No me quedaré más a pasar la noche aquí. Queda muy mal y no quiero que la gente hable de ti.
En las siguientes semanas, Eric fue a casa de Maggie casi todos los días. Por la mañana, a veces, llevando rosquillas frescas; con frecuencia a la hora de la cena, llevando pescado. En ocasiones, cansado, se quedaba dormido sobre el sofá. En otras, feliz, deseaba comer, reír, salir de paseo con ella en la camioneta con las ventanillas abiertas. Fue allí el día del deshielo, cuando el caos sobre el lago marcó el final del invierno. Y el día que Maggie recibió los primeros e inesperados huéspedes que habían conseguido la dirección en la cámara de Comercio y sencillamente aparecieron en la puerta, preguntándole si tenía una habitación. Maggie estaba consumida por la excitación esa noche y encendió fuego en la sala y llenó el recipiente de caramelos y se aseguró de que hubiera libros y revistas disponibles. Los huéspedes regresaron luego de cenar en el pueblo y golpearon a la puerta cerrada de la cocina para hacer unas preguntas. Cuando Maggie presentó a Eric por su nombre de pila, el hombre le estrechó la mano y dijo:
– Es un gusto conocerlo, señor Stearn.
Eric ayudó a Maggie a poner el muelle nuevo y construyó una nueva glorieta que ella decidió que quería al final del muelle en lugar de en la cancha de tenis, que había perdido mucho encanto al quedar como playa de estacionamiento. Cuando el último clavo quedó en su lugar, se sentaron tomados de la mano para ver ponerse el sol.
– Katy accedió a venir a trabajar aquí durante el verano -contó Maggie.
– ¿Cuándo? -quiso saber Eric.
– Las clases terminan la última semana de mayo.
Sus miradas se encontraron y Eric acarició con el pulgar el del dorso de la mano de Maggie. Luego de un mudo intercambio, ella apoyo la cabeza sobre su hombro.
Eric fue el día que puso el Mary Deare en el agua; pasó navegando bajo la casa e hizo sonar la sirena, lo que trajo a Maggie volando al pórtico para saludar y sonreír como él lo había imaginado.
– ¡Ven, baja! -le gritó Eric y ella corrió por el césped verde de primavera entre hileras de iris florecientes, trepó a cubierta y se
Y fue de nuevo tiempo después, cuando las flores estaban en todo su esplendor, en su vieja camioneta, lavada por dentro y por fuera para la ocasión, y decorada con flores que dejaron atónita a Maggie y luego la hicieron llorar. Eric la llevó a un huerto en flor, cargado de aroma, color y cantos de pájaros, pero una vez allí, compartieron sólo un melancólico silencio, tomados de la mano.
Llegó mayo, y con él el tiempo suficientemente cálido como para pintar el apartamento sobre el garaje, que no tenía calefacción. Eric ayudó a Maggie a prepararlo para Katy; lo amoblaron con piezas familiares de la casa de Seattle.
A mediados de mes, llegaron los turistas y con ellos, menos oportunidades para estar juntos, y luego llegó la última noche antes que Katy viniera a pasar el verano.
Se despidieron en la cubierta del Mary Deare a la una y diez de la madrugada, odiando tener que separarse, rodeados por la oscuridad y el murmullo de las olas contra el casco.
– Te voy a extrañar.
– Yo también.
– Vendré cuando pueda, en el barco, cuando haya oscurecido.
– Me resultará difícil escapar.
– Estate alerta a eso de las once. Haré parpadear las luces.
Se despidieron con besos cargados de angustia, como cuando la universidad los separó.
– Te amo.
– Y yo a ti.
Maggie retrocedió, tomada de su mano, hasta que sus dedos ya no se tocaron.
– Cásate conmigo -susurró él.
– Lo haré, te lo prometo.
Pero las palabras fueron sólo ansias y deseos, porque si bien Eric pidió el divorcio no bien dejó a Nancy, la correspondencia enviada por el abogado de ella siguió siendo la misma: La señora Macaffee no accedía a divorciarse, sino que deseaba, en cambio, una reconciliación.
Capítulo 15
Katy había decidido que otorgaría a su madre el beneficio de la duda. La abuela le había escrito: tu madre anda con un hombre casado, pero Katy decidió que se lo preguntaría directamente a ella. Estaba segura de que la abuela se equivocaba; eran sólo sospechas suyas. Después de la conversación que habían tenido en Navidad, no veía cómo podía ser posible que su madre hubiera hecho otra cosa que no fuera rehusarse a ver a su ex novio.
Se detuvo en Puerto Egg y bajó la capota del convertible. Era un caluroso día de primavera y -había que admitirlo- se sentía feliz de alejarse de Chicago. Vivir junto al lago quizá no fuera a resultar tan malo, después de todo, aunque no sabía muy bien si le iba a gustar ser la encargada de la limpieza. ¿Pero qué otra opción tenía? Hasta que terminara los estudios universitarios su madre controlaba el dinero, y no había invitado a Katy como huésped. La había invitado como empleada.
Limpiar. Mierda. Fregar los inodoros después de que los usaran desconocidos y cambiar sábanas con rizados vellos negros en ellas. Todavía le resultaba imposible comprender por qué su madre quería tener una hostería. Una mujer con un millón de dólares en el Banco.
El pelo se le arremolinó en el viento, y Katy se volvió para asegurarse de que no estaba a punto de volársele nada del asiento trasero. Luego fijó nuevamente la vista en la ruta y en el paisaje que la rodeaba. Caray, era un bonito lugar. Todo se estaba poniendo verde y los huertos estaban en plena floración. Quería llevarse bien con su madre. De veras. ¡Pero ella había cambiado tanto desde que papá había muerto! Tanta independencia. Además, parecía arremeter hacia adelante y hacer las cosas sin considerar los sentimientos de Katy. ¿Y si lo que la abuela había dicho fuese cierto?
Fish Creek estaba en pleno apogeo. Las puertas de los comercios sobre la calle principal estaban abiertas, la mayoría sin siquiera mosquiteros. Frente al correo había tulipanes en flor, y abajo, en los muelles, ya se veían veleros.
Sobre Cottage Row, las casas de veraneo habían sido abiertas para la temporada y había un hombre podando arbustos junto al portón de una de ellas.
En lo de su madre se veía un nuevo letrero: CASA HARDING. Junto al garaje estaba estacionado el Lincoln de Maggie al lado de otro coche con patente de Minnesota. Katy estacionó junto a ellos, bajó, se desperezó y comenzó a descargar el equipaje asiento trasero.
No había descendido la mitad de los escalones cuando Maggie salió como una tromba, sonriendo, exclamando:
– ¡Hola, mi vida!
– Hola, mami.
– Qué alegría me da verte.
Se abrazaron en el sendero, luego Maggie tomó una maleta y se dirigieron al garaje, conversando sobre el viaje, el fin de las clases, el clima agradable de primavera.
– Tengo una sorpresa para ti -dijo Maggie, guiando a Katy por la escalera que trepaba por la pared externa del edificio. Abrió la puerta. -Pensé que te gustaría tener un sitio sólo para ti.
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