Entonces una noche, ocho días después de la llegada de Katy, vino Eric.
Maggie se despertó de un sueño pesado y permaneció tensa, escuchando. Algún sonido la había despertado. Había estado soñando que era niña y jugaba a los indios en las hierbas altas junto a una escuela de ladrillos cuando sonó la campana de la escuela y la despertó. Se quedó acostada, contemplando el cielo raso negro, escuchando el coro nocturno de grillos y sapos, hasta que por fin vino otra vez, el leve tintineo no de una campana escolar, sino de la campana de un barco, lo suficientemente cerca como para hacerse oír sin molestar. La intuición le dijo que era él, llamándola con la familiar campana de bronce que colgaba sobre la cabina del Mary Deare.
Con el corazón al galope, saltó de la cama y revolvió un cajón. Sacó los primeros shorts que encontró y se los puso debajo del camisón corto. El reloj marcaba las once. Mientras corría por la casa oscura, Maggie sintió que se ahogaba por la excitación. Se deslizó como una sombra por el corredor y salió por la puerta delantera, atravesó la galería y bajó los escalones entre los arbustos de corona de novia cargados de flores; corrió hacia la negrura del lago donde el ronroneo suave de los motores del Mary Deare agitaba el agua y tornaba difuso el reflejo de la luna; colina abajo, descalza, sobre el césped húmedo, bajo el encaje negro de ramas de arce hasta que oyó apagarse los motores, luego oyó el sonido de las olas contra los pilotes del muelle, después sus pies descalzos golpeando contra la plataforma de madera. La sintió sacudirse cuando la embarcación golpeo suavemente contra ella.
Eric apareció como un fantasma blanco, silencioso y espectral como el Mary Deare, aguardando junto a la baranda con los brazos extendidos mientras ella se lanzaba hacia ellos como una paloma perdida que por fin encuentra su hogar.
– ¡Ay, mi amor, cómo te extrañé! Abrázame, por favor… abrázame.
– Ah, Maggie… Maggie…
Eric la sujetó con fuerza contra su torso desnudo, contra los pantalones blancos enrollados hasta la pantorrilla. Con las piernas abiertas, se afirmó sobre la cubierta ondulante y besó a Maggie como si al hacerlo se le curara una herida lacerante.
Como una repentina lluvia de verano, brotaron las lágrimas de Maggie, sin previo aviso.
– ¿Maggie, qué pasa? -Eric se apartó, y trató de levantarle el rostro, que ella, avergonzada, ocultaba contra su hombro.
– No lo sé. Es pura tontería.
– ¿Te sientes mal?
– No… sí… no lo sé. He estado al borde de las lágrimas todo el día, sin ningún motivo valedero. Lo siento, Eric.
– No, no… no importa. Llora tranquila. -La sostuvo abrazada con suavidad, masajeándole la espalda.
– Pero es que me siento tan tonta, y además, te estoy mojando el pecho. -Maggie resopló contra la piel de él y se la secó con el dorso de la mano.
– Mójalo, vamos. No se encogerá.
– Ay, Eric… -Luego de un sollozo, comenzó a calmarse y se acomodó contra los muslos de él. -No sé qué me pasa últimamente.
– ¿Tuviste una mala semana?
Ella asintió, y al hacerlo, le golpeó el mentón.
– ¿Puedo desahogarme contigo, por favor?
– Por supuesto.
Le hacía tan bien apoyarse contra él y dejar desbordar sus sentimientos.
– No me está dando resultados esto de contratar a Katy -comenzó. Le contó todo: las trasnochadas de Katy y cómo afectaban su trabajo; lo difícil que era supervisar a su propia hija; la imposibilidad de hablarlo con Brookie; y su sensación de estar atrapada en una etapa de maternidad que creyó haber superado. Confesó su irritabilidad poco habitual y su tristeza por haberse distanciado del todo de su madre. Le dijo, también, que Katy sabía que se veía con él y que habían discutido por eso.
»Así que te necesitaba, hoy… mucho.
– Y yo te necesitaba a ti.
– ¿Tu semana fue horrible, también?
Él le habló de los festejos en casa de Mike y Barb esa semana, primero el sábado, cuando toda la familia aportó para hacerle una gran fiesta de graduación a Nicholas; y de la noche anterior, cuando Barb dio a luz una niña, dos semanas después de la fecha indicada, pero hermosa y sana. La habían llamado Anna, como la abuela.
– En una misma semana mandan un hijo afuera, al mundo, y traen otro a él -reflexionó con tristeza.
– Y tú no tienes ni siquiera uno… eso es lo que te pone mal, ¿no?
Eric suspiró y se encogió de hombros, la sujetó de los brazos y la miró a los ojos.
– También pasó otra cosa el fin de semana pasado.
– Cuéntame.
– Nancy vino a casa de Ma, suplicando una reconciliación, y hoy mi abogado me advirtió que no quedará bien a ojos del tribunal si me niego a intentar al menos una reconciliación si mi mujer la solicita.
Maggie estudió su rostro con preocupación.
– No te preocupes -añadió Eric, enseguida-. Yo te amo a ti. Eres la única a quien amo y te prometo que no volveré con ella. Nunca. -Le besó la boca, con ternura, luego con creciente ardor, buscando con su lengua húmeda y suave la de ella. -Ay, Maggie, te amo, cómo te amo. -Su voz sonaba torturada. -Me muero por ser libre para poder casarme contigo, para que no tengas que sufrir el desprecio de tu hija y de tu madre.
– Lo sé. -Ahora le tocó a ella reconfortarlo, acariciarle el rostro, las cejas. -Algún día será.
– Algún día -repitió él, con un dejo de impaciencia-. ¡Pero cuándo!
– Shhh… -Maggie lo calmó, le besó la boca, lo obligó a olvidarse por un rato. -Yo también te amo. Fabriquémonos nuevos recuerdos… aquí… bajo las estrellas.
La luna desparramaba sus sombras sobre la cubierta de madera… una lanza larga contra los tablones más claros, cuando se unieron y se convirtieron en una sola línea. Eric abrió su boca sobre la de Maggie, le capturó los labios y deslizó las manos por su espalda, abriéndolas luego para apretarle las nalgas fuertemente contra él. Maggie se puso en puntas de pie, pasó las uñas por el cuero cabelludo de él, luego por sobre sus hombros desnudos. Eric le aprisionó los pechos bajo el camisón suelto, la tomó debajo de los brazos y la levantó hacia las estrellas, manteniéndola suspendida mientras le besaba el seno derecho. Ella hizo una mueca de dolor y Eric murmuró:
– Perdón… lo siento… me vuelvo demasiado impaciente… -Con más suavidad, abrió la boca sobre ella, humedeciéndole el camisón, la piel, y los rincones más recónditos de su ser. Maggie arqueó la cabeza hacia el cielo y lo sintió temblar, se sintió temblar, sintió el aire de la noche temblar alrededor de ambos y pensó: Queno lo pierda. Que no gane ella.
Cuando se deslizó hacia abajo por el cuerpo de él, marcó el camino con los dedos, trazando una línea sobre su pecho, su vientre, luego tomándolo en su mano.
– Ven -susurró él con urgencia, llevándola de la mano hacia la proa, donde una lona cortaba la luz de la luna y la luz de los paneles les iluminaba los rostros con una pálida fosforescencia. Eric encendió el motor y se sentó sobre el taburete alto; acomodó a Maggie entre sus muslos. Enfiló hacia Bahía Green, deslizando una mano dentro de la ropa interior de ella y acariciándola íntimamente mientras se alejaban de la costa.
Maggie le devolvió las caricias a través del pantalón. Navegaban sobre las aguas estrelladas; ella absorbió el golpeteo de las olas contra el casco y el aroma de la piel tibia de Eric y la suavidad del contacto de su pelo cuando él hundió el rostro contra la curva de su hombro.
Eric arrojó el ancla a unos seis metros de la costa. Hicieron el amor sobre la fresca cubierta de madera, con movimientos que se amoldaban a los de la embarcación sobre las olas de la noche. Fue tan agotador como siempre, pero debajo de la maravilla experimentada había un hilo de tristeza. Porque él no le pertenecía, ni ella a él y eso era lo que ambos más deseaban.
Cuando terminaron, Eric se quedó sobre ella, con los codos apoyados a ambos lados de la cabeza de Maggie. Ella contempló el rostro, lo que se veía de él en las sombras, y sintió que el amor la golpeaba de nuevo con una fuerza arrolladora.
– A veces -susurró -¿no es difícil expresarlo? ¿Con palabras lo suficientemente poderosas o significativas?
Eric le acarició la frente y le extendió el cabello castaño sobre la cubierta hasta que la rodeó como una nube. Buscó formas de expresarlo, pero no era poeta ni filósofo.
– Me temo que habrá que conformarse con "Te amo". Eso lo dice todo.
– Y yo te amo a ti.
Se llevaron el pensamiento de regreso a la orilla, lo guardaron dentro de sí para los días de separación que vendrían, lo reiteraron con el beso de despedida, se aferraron a él cuando Maggie lo saludó y lo dejó de pie al final del muelle, observándola subir la colina.
En la cima se volvió para saludar, luego resueltamente arrastró los piespor los escalones de la galería delantera.
Desde las sombras se oyó una voz. Áspera. Acusadora.
– Hola, mamá. Maggie se sobresaltó.
– ¡Katy!
– Yo también estoy aquí, señora Stearn.
– Agh… Todd. -Se habían estado besuqueando en la oscuridad. Era evidente, aun sin el beneficio de la luz. -¿Ustedes dos están trasnochando bastante, no creen?
La respuesta cortante de Katy la desafió a reprocharla.
– Parece que no somos los únicos.
Desde abajo llegó el sonido del motor del Mary Deare alejándose del muelle. Maggie se dio cuenta, cuando sus ojos se adaptaron a las sombras de la galería, de que Katy había tenido un panorama claro del muelle. Vio a su hija contemplando su camisón corto, sus pies descalzos, juzgando, reprendiendo. Maggie se sonrojó y se sintió culpable. Quería decirle: Pero yo soy más grande que tú, más experimentada, y comprendo perfectamente lo que implica este rumbo en el que me he embarcado.
Lo que le sirvió como frío recordatorio de que estaba emitiendo un doble mensaje en lugar de dar un buen ejemplo.
Después de esa noche, la idea la preocupó. Nunca antes había pensado demasiado en la promiscuidad. Era algo contra lo que se advertía a las chicas durante la adolescencia, pero en la madurez, Maggie lo había considerado una elección solamente suya. Quizá no lo fuera.
Con una impresionable hija de dieciocho años en la casa que salía con un muchacho buen mozo y viril, quizá no lo fuera.
Las trasnochadas de Katy siguieron y Maggie se despertaba con frecuencia para quedarse en la cama, preocupada, o vagar hasta el baño o por la casa oscura, preguntándose si debería hablar con Brookie después de todo. ¿Pero para qué?
Sus noches de mal dormir comenzaron a notarse y comenzó a sentirse lenta, a veces mareada, a veces débil. Nunca había comido entre, horas, pero comenzó a hacerlo, como reacción a la tensión que sentía, creyó. Aumentó dos kilos y medio. Los corpiños no le cabían más. Luego un día descubrió algo muy extraño. Los zapatos ya no le iban bien.
¿Los zapatos?
Se paró junto a la cama, y se miró los pies, que parecían dos papas enormes.
¡No se me ven ni siquiera los tobillos!
Algo no andaba bien. Nada bien. Sumó todo: la retención de líquidos, el cansancio, la irritabilidad, los pechos doloridos, el aumentó de peso. Era la menopausia, estaba segura, los síntomas concordaban todos. Pidió una cita con un ginecólogo de Bahía Sturgeon.
El doctor David Macklin había tenido la perspicacia de hacer pintar el cielo raso de su consultorio con un motivo floral. Tendida de espaldas sobre la camilla, Maggie se distrajo tratando de reconocer las flores. Tulipanes, violetas y rosas. ¿Qué eran esas florecillas blancas? ¿Flores de cerezo? En Door County, qué adecuado. La luz era difusa, iluminaba el cielo raso indirectamente desde las paredes color lavanda. Era un consultorio apacible que ponía al paciente lo más cómodo posible.
El doctor Macklin terminó su examen, bajó la camisola descartable de Maggie y la ayudó a incorporarse.
– Muy bien, ya puede levantarse.
Ella se sentó en un extremo de la camilla y lo observó hacer rodar su taburete hasta un escritorio empotrado en la pared donde anotó algo en una carpeta de papel manila. Era un hombre de unos treinta y tantos años, de calvicie incipiente, pero con un bigote tupido que parecía querer compensar el ensañamiento de la naturaleza con su cabeza. Sus cejas, también, eran gruesas y oscuras y caían como paréntesis sobre sus amistosos ojos azules. Levantó la vista y preguntó:
– ¿Cuándo fue su última menstruación?
– Mi verdadera última menstruación… alrededor de la época en que murió Phillip, hace casi dos años.
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