– ¿A qué se refiere con eso de "verdadera menstruación"?
– A como fue siempre. Normal, de cuatro días de duración.
– ¿Y después de la muerte de su marido se interrumpió en forma abrupta?
– Sí, cuando comencé a experimentar esos calores de los que le hablé. He tenido algunas pequeñas pérdidas de tanto en tanto, pero muy leves.
– ¿Ha sufrido calores últimamente?
Maggie pensó antes de responder.
– No, últimamente, no.
– ¿Sudores nocturnos quizás?
– No.
– ¿Pero le molestan los pechos?
– Sí.
– ¿Desde hace cuánto tiempo?
– No lo sé. Un par de meses, quizá. No lo recuerdo.
– ¿Se levanta de noche para orinar?
– Dos o tres veces.
– ¿Es normal en usted?
– No, creo que no, pero mi hija vive conmigo y ha estado trasnochando bastante. Me cuesta dormirme hasta que la oigo llegar.
– ¿Qué puede decirme de su estado de ánimo en este último tiempo? ¿Se ha sentido de mal humor, deprimida?
– Mi hija y yo discutimos bastante. Tenerla en casa otra vez ha sido una situación estresante.
El doctor Macklin apoyó un codo en el escritorio a sus espaldas.
– Bueno, señora Stearn -dijo-. Me temo que esto no es la menopausia, como usted creyó. Todo lo contrario. Mi mejor cálculo es que usted lleva aproximadamente cuatro meses y medio de embarazo.
Si hubiera extraído una maza de cinco kilos y la hubiera golpeado en la cabeza, David Macklin no habría podido aturdiría más.
Durante varios segundos se quedó boquiabierta, mirándolo. Cuando por fin pudo hablar, su voz denotaba incredulidad.
– ¡Pero es imposible!
– ¿Quiere decir que no ha tenido relaciones en los últimos cinco meses?
– No. Digo, sí, tuve, pero… pero…
– ¿Tomó alguna precaución?
– No, porque no creí que fuera necesario. Quiero decir… -Rió; un sonido breve, tenso, que buscaba comprensión. -Voy a cumplir cuarenta y un años el mes que viene. Comencé a tener signos menopáusicos hace dos años y… bueno… pensé que ya estaba más allá de eso.
– Quizá le sorprenda saber que un diez por ciento de mis pacientes de hoy en día ya han cumplido cuarenta años y muchas confundieron los síntomas de embarazo con la menopausia. Le explicaré un poco sobre eso y cómo comienza. La menopausia se produce cuando el cuerpo disminuye su producción de estrógeno, la hormona femenina. Pero el sistema reproductivo no se cierra de la noche a la mañana. En algunos casos, puede durar unos años y esto hace que el sistema varíe mes a mes. Algunos meses los ovarios funcionan con normalidad y el cuerpo produce estrógeno suficiente como para que haya una menstruación normal. Pero otras veces, los ovarios no producen las hormonas adecuadas y no hay ovulación. En su caso, es evidente que en un determinado mes, cuando tuvo relaciones, su organismo produjo estrógeno suficiente como para desencadenar la ovulación, y aquí estamos.
– ¿Pero… y los calores? Ya le dije, fui a la sala de urgencias creyendo que tenía un ataque al corazón y una enfermera y un médico presenciaron un golpe de calores y lo reconocieron. Vieron cómo se me enrojecía el pecho y me dijeron qué era. ¿Cómo puede ser?
– Señora Stearn, debe comprender, los calores pueden ser producidos no sólo por la menopausia. Su marido tuvo una muerte dramática y temprana. Imagino que los periódicos la perseguían y usted lidiaba con abogados, tenía una hija que consolar, trámites que llevar a cabo. ¿Estaba bajo una gran tensión, no es así?
Maggie asintió, demasiado perturbada como para poder hablar, y sintió que afloraba el llanto.
– Bueno, el estrés puede desencadenar calores y sin duda fue lo que sucedió. Puesto que le informaron que eran calores y usted estaba en edad de pensar que podía entrar en la menopausia, lo tomó por seguro. Es un error comprensible y como dije, muy común.
– Pero… -Tragó un sollozo. -¿Está seguro? ¿No puede haberse equivocado?
– Me temo que no. Tiene todos los síntomas: la pared del cuello del útero algo azulada, los genitales hinchados, los pechos más grandes y sensibles, las venas muy marcadas; además, ha estado reteniendo líquidos, se siente cansada, orina con frecuencia, ha engordado y sin duda ha sentido otras molestias: calambres, acidez, constipación, dolor de espalda, calambres en las piernas, quizás hasta rabietas y lágrimas inesperadas. ¿Me equivoco?
Maggie recordó sus berrinches con Katy, los corpiños y zapatos que no le calzaban, las idas nocturnas al baño, y la noche en que se había echado a llorar en el Mary Deare sin motivo aparente. Negó con la cabeza y bajó la vista, avergonzada por el hecho de que no podía contener el llanto.
El doctor Macklin hizo rodar su taburete hacía ella y la miró con aire comprensivo.
– Deduzco por su reacción que no es casada.
– No… no.
– Ah… bueno, eso siempre complica las cosas.
– Y manejo una hostería. -Levantó los ojos llorosos y abrió las manos. -¿Cómo voy a poder hacerlo con un bebé en la casa que se despierta para comer de noche?
Bajó la cabeza y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Macklin buscó unos pañuelos de papel y se los dio, luego se quedó sentado cerca, esperando que ella se calmara. Cuando la vio mejor dijo:
– Se da cuenta, desde luego, que ya ha pasado la etapa de desarrollo fetal en la que el aborto se considera seguro y es legal.
Maggie lo miró con ojos tristes.
– Sí, lo sé, pero de todos modos, no lo habría considerado.
Él asintió.
– ¿Y el padre del bebé? ¿Cuenta con él?
Maggie enfrentó los ojos azules y bondadosos del médico, se secó los propios y apoyó las manos sobre el regazo.
– Hay complicaciones.
– Entiendo. De todos modos, mi consejo es que se lo haga saber cuanto antes. En estos días de conciencia de los derechos humanos, somos conscientes de que los padres tienen el derecho de saber sobre el bebé al mismo tiempo que la madre y deben tener la oportunidad de hacer planes para él, al igual que las madres.
– Comprendo. Sí, por supuesto que se lo diré.
– ¿Y su hija… qué edad me dijo que tenía?
– Dieciocho. -Al pensar en Katy, Maggie apoyó un codo sobre su abdomen y dejó caer el rostro sobre la mano. -¡Qué ironía! Me he pasado las noches temiendo que esto pudiera sucederle, preguntándome si debía sacar el tema de los métodos anticonceptivos. ¡Ay, Katy se va a horrorizar!
El doctor Macklin se puso de pie y apoyó una mano sobre el hombro de Maggie.
– Tómese un tiempo para acostumbrarse al hecho antes de decírselo a su hija. Es su bebé, su vida y, en última instancia, lo que debe preocuparla es su felicidad. Por cierto, una avalancha de acusaciones no es lo que necesita ahora.
– No… es que… yo… -Maggie perdió el hilo de los pensamientos ante la enormidad de su problema. La tristeza y el pánico la acosaban por turno. Un abanico de preocupaciones se le abría en la mente, y las ideas se le amontonaban una sobre otra, sin prioridad alguna. Tendré cincuenta y siete años cuando esta criatura termine la secundaria.
Todos sabrán que es de Eric y él sigue casado.
¿Qué dirá mamá?
Tendré que cerrar la hostería.
¡No quiero esta responsabilidad!
El doctor Macklin estaba hablando, indicándole que suprimiera el alcohol y cualquier medicamento, preguntándole si fumaba, dándole muestras de pastillas de vitaminas, aconsejándole que eliminara la sal y comiera lácteos y vegetales, que descansara periódicamente con los pies en alto, que hiciera ejercicios suaves, como caminar y que pidiera turno para el mes siguiente.
Maggie oía su voz a través de una niebla de pensamientos que corrían como un torrente por su cabeza. Respondió distraídamente, sí, no, de acuerdo, lo haré.
Al abandonar la clínica, experimentó una sensación de desubicación, como si hubiera tomado la identidad de otra persona y flotara por encima de la mujer en la acera y detrás de ella, como un ángel guardián, mientras esa mujer cuyos zapatos repiqueteaban contra la acera era la que acababa de enterarse de que esperaba un bebé ilegítimo que heredaría todas las complicaciones que eso acarreaba.
Suspendida sobre sí misma, podía mantenerse indiferente a las tribulaciones de la otra. Era consciente de todo, pero no se involucraba, envuelta como estaba en ese estado anestesiado de fría observación.
Por un momento se sintió casi eufórica, distanciada del arrebato de emoción que había sufrido en el consultorio del médico. Pasó junto a dos muchachitos traspirados que lamían helados de frutilla y empujaban sus patinetas, entrando en la sombra y saliendo al sol por las aceras de la ciudad. Olió la mezcla peculiar de aromas que emanaban de un almacén y de la tintorería adyacente.
En el estacionamiento, se detuvo junto a su coche, sintiendo el calor que irradiaba el cuerpo de metal aun antes de abrir la puerta. Adentro, el calor era agobiante. El volante estaba pegajoso, como si se estuviera derritiendo al sol y el asiento de cuero quemaba aun a través de la ropa.
Encendió el motor y el aire acondicionado, pero a la primera bocanada de aire caliente, sintió náuseas y se mareó; fue como si le bajaran una cortina detrás de los ojos. Las sensaciones la devolvieron a la abrumadora realidad con ferocidad. ¡Tú eres la que está embarazada!
¡Tú eres la ingenua que veía sólo lo que quería ver en los síntomas!
Tú eres la que debió tomar precauciones y no lo hizo, la que eligió tener una relación con un hombre casado. Tú eres la que tendrá que ir a reuniones de padres a los cuarenta y siete años, la que caminará de un lado a otro por la noche a los cincuenta y tantos años, esperando que regrese tu hijo o hija adolescente de su primera salida. Y eres tú la que sufrirá el desprecio de las mentes pueblerinas como la de tu madre, que te censurarán durante años.
El aire frío brotó de las rendijas de ventilación y Maggie apoyó la frente sobre el volante caliente y sintió cómo las lágrimas ardientes volvían a brotar de sus ojos.
Cuatro meses y medio.
Cuatro meses y medio y nunca lo sospeché… yo, una profesora de Vida Familiar que pasó años dando clases a estudiantes secundarios sobre métodos anticonceptivos, sólo para pasarlos por alto yo misma. ¡Qué estúpida fui!
¿Qué vas a hacer entonces, Maggie?
Voy a decírselo a Eric.
¿Crees que podrá obtener el divorcio y casarse contigo antes de que nazca este bebé?
No lo sé… no lo sé…
Impulsada por la esperanza de que pudiera ser así, accionó la palanca de cambios y tomó el camino de regreso.
Capítulo 16
Maggie no había vuelto a llamar a Eric a su casa desde el verano anterior cuando se había sentido deprimida y, sin querer, había comenzado todo a instancias del doctor Feldstein. Esa tarde, al marcar el número, se sintió transparente, vulnerable. Sucedió lo que temía: respondió Anna.
– Sí, Excursiones Severson -dijo la voz áspera.
– Hola, Anna. Habla Maggie Stearn.
– ¿Quién?
– Maggie Pearson.
– Ah… Maggie Pearson. ¡Vaya, qué increíble!
– ¿Cómo está?
– Yo, bien. Tengo una nueva nieta, sabes.
– Sí, me enteré. Felicitaciones.
– Y un nieto recién graduado.
– Uno de los chicos de Mike.
– Sí. Y un hijo viviendo en casa de nuevo.
– Sí… también me enteré de eso.
– Pero la pesca anda bien, el trabajo, también. Deberías venir algún día y probar.
– Me gustaría, pero desde que abrí la hostería, no tengo mucho tiempo libre.
– Oí que te va bien, ¿no?
– Sí. He tenido huéspedes casi todas las noches desde que abrí.
– ¡Qué suerte! Hay que mantenerlos contentos, sabes, pues eso es los que los trae de regreso. Pregúntame a mí y a los muchachos.
Se produjo un silencio y la única forma en que a Maggie se le ocurrió romperlo fue preguntar directamente:
– ¿Anna, está Eric?
– No, salió a pescar con un grupo. ¿Qué querías?
– ¿Podría decirle que me llame, por favor?
– Ah… -Luego de una pausa de desconcierto, Anna añadió: -Sí, se lo diré. Volverá a eso de las seis.
– Gracias, Anna.
– Sí, bueno, adiós entonces.
– Adiós.
Cuando Maggie cortó, le traspiraban las manos.
Cuando Anna cortó, la mente le funcionaba a toda velocidad.
Eric atracó el Mary Deare a las seis y cinco. Anna lo observó desde la ventana de la oficina bromear con los pescadores, guiarlos al cobertizo de limpieza, limpiar los pescados y colgar siete salmones del tablón para que el grupo se fotografiara con ellos.
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