A las seis y media entró en la oficina, preguntando:

– ¿Hay algo para comer, Ma?

– Sí. Te preparé un sandwich de carne y hay té helado en la h ladera.

Eric le palmeó el trasero al dar la vuelta al mostrador.

– Gracias, Ma.

– Ah, llamó Maggie Pearson. Dijo que la llamaras.

Eric se detuvo como si se hubiera topado con una pared invisible y se volvió, repentinamente tenso.

– ¿Cuándo?

– A eso de las cuatro.

– ¿Por qué no me avisaste por la radio?

– ¿Para qué? No hubieras podido llamarla hasta regresar, de todos modos.

Eric golpeó la puerta y se alejó con marcada impaciencia. Mientras los pescadores entraban a pedir cigarrillos y papas fritas, Anna lo oyó hacer el llamado desde la cocina, pero no pudo distinguir las palabras, instantes después, Eric salió a la oficina, ceñudo.

– Eh, Ma, ¿tengo un grupo a las siete?

– Sí -respondió, fijándose en una tablilla-. Un grupo de cuatro.

– ¿Y Mike?

– ¿Mike? No, está libre.

– ¿A qué hora tiene que volver?

– Dentro de un cuarto de hora, más o menos.

– ¿Podrías llamarlo y preguntarle si le importaría tomar mi grupo de las siete?

– Sí, claro, pero, ¿qué hay tan importante que te hace dejar de lado a los clientes?

– Tengo que ir al pueblo -respondió Eric vagamente, saliendo en dirección a la cocina. Minutos después ella oyó vibrar la antigua cañería mientras él llenaba la bañera. Cuando apareció en la oficina quince minutos más tarde, estaba recién peinado y afeitado, olía a agua de Colonia y se había puesto un par de vaqueros blancos limpios y una remera roja con cuello polo.

– ¿Hablaste con Mike?

– Sí.

– ¿Qué dijo?

– Los toma.

– Gracias, Ma. Agradécele a él, también.

Eric cerró con un golpe la puerta de alambre tejido, trotó hasta la camioneta y salió levantando grava, mientras que Anna se quedaba mirándolo con las cejas arqueadas.

Así que por ahí viene la cosa, pensó.


Maggie había dicho que se encontraría con él en una pequeña iglesia bautista en el campo, al este de Bahía Sister. La campiña de Door County estaba salpicada de iglesias como ésa: de campanario alto, estructuras de madera blanca con cuatro ventanas con arco de cada lado, un par de pinos clavados como centinelas junto a ella y un cementerio adyacente durmiendo pacíficamente entre las malezas y lápidas. Los domingos por la tarde, las ventanas estarían abiertas y se oirían las voces de los fieles elevadas en una canción. Pero era el anochecer del jueves, no había servicio religioso y ningún automóvil en el estacionamiento frente a la iglesia, salvo el de Maggie. Las ventanas estaban cerradas y la única canción era la de un par de tristes palomas sobre un cable cercano.

Maggie estaba en cuclillas junto a una de las lápidas cuando Eric estacionó. Lo miró abrir la puerta, luego regresó a su tarea inclinada hacia adelante con el vestido desplegado alrededor.

Eric se detuvo, disfrutando al verla en la cálida luz del anochecer; ella volcó agua de una caja, de zapatos sobre una mata de flores violetas, se levantó para abrirse camino entre las antiguas piedras cubiertas de musgo hasta una bomba de hierro negro donde volvió a llenar la caja de zapatos y la llevó, chorreando, de nuevo hacia las llores violetas. Se arrodilló otra vez y las regó. Las palomas seguían emitiendo su canto triste, el día se moría y el aroma del trébol silvestre se tornaba fuerte en la creciente humedad.

Eric se movió sin prisa; cruzó por la grava crujiente que había atrapado el calor del día y pasó al césped aterciopelado que anunciaba el fresco de la noche; avanzó hacia Maggie por entre los difuntos oriundos de países europeos cuyos nombres apenas sí se leían en las gastadas lápidas.

Al llegar adonde estaba Maggie, se detuvo en las sombras largas y le tocó la cabeza.

– ¿Qué haces, Maggie? -preguntó en voz baja como el canto de las palomas.

De rodillas, ella levantó la mirada por encima del hombro.

– Estoy regando estas pobres flores marchitas. Esto es lo único que encontré para transportar el agua.

Dejó la caja de cartón húmeda junto a su rodilla y se inclinó para arrancar dos malezas de entre las flores violetas.

– ¿Por qué? -quiso saber él, con gentileza.

– Es que… -La voz de Maggie se quebró, luego ella volvió a hablar, emocionada: -Lo… lo necesitaba.

La angustia de ella lo alteraba de inmediato. Al oír su voz quebrada, Eric sintió el pecho comprimido y se agazapó a su lado; tomó del codo y la obligó suavemente a mirarlo.

– ¿Qué pasa, Maggie Mía?

Ella se resistió; mantuvo la vista baja y siguió hablando, a alocadamente, como para postergar algún tema vital.

– ¿Quién las habrá plantado? ¿Hace cuánto tiempo? ¿Cuántos años hará que crecen y sobreviven, sin que nadie las cuide? Carpiría un poco la tierra, si tuviera alguna herramienta, y trataría de quitar las… las malezas. Las están ahogando.

Pero era ella la que se estaba ahogando.

– ¿Maggie, qué pasa?

– ¿Tienes algo en la camioneta?

Confundido por la evidente angustia de ella y su renuencia a hablar de ello, Eric accedió.

– Iré a ver.

Las rodillas le crujieron cuando se levantó. Fue hasta el vehículo y regresó un instante después con un destornillador que entregó a Maggie antes de volver a agazaparse a su lado para verla carpir el suelo rocoso y arrancar las malezas. Aguardó con paciencia hasta que terminó la inútil tarea, luego le inmovilizó la mano con la suya y cerró los dedos sobre el destornillador.

– ¿Maggie, qué sucede? -preguntó en un susurro-. ¿Quieres decírmelo, ahora?

Ella permaneció acuclillada, apoyó el dorso de las manos sobre los muslos y levantó los tristes ojos castaños hacia Eric.

– Estoy esperando un bebé tuyo.

El impacto lo sacudió como un puntapié en el pecho y lo empujó hacia atrás.

– ¡Ay, Dios mío! -susurró, poniéndose pálido. Miró el abdomen de Maggie, luego su rostro. -¿Estás segura?

– Sí. Hoy consulté al médico.

Eric tragó. La nuez de Adán le dio un salto.

– ¿Para cuándo es?

– Para dentro de cuatro meses y medio.

– ¿Tan adelantada, estás?

Ella asintió.

– No hay posibilidad de que sea un error? ¿Ni riesgo de perderlo?

– No -trató de susurrar Maggie, pero no brotó ningún sonido.

Una sonrisa de júbilo puro iluminó el rostro de Eric.

– ¡Maggie, es maravilloso! -exclamó, rodeándola con los brazos-. ¡Es increíble! -Gritó hacia el cielo: -¿Han oído? ¡Vamos a tener un bebé! ¡Maggie y yo vamos a tener un bebé! ¡Abrázame, Maggie, abrázame!

No había otra cosa que ella pudiera hacer, pues él se había enroscado alrededor de su cuerpo. Con la laringe comprimida por el hombro de Eric, la voz de Maggie brotó áspera:

– Tengo las manos sucias, y tú estás loco.

– ¡No me importa nada! ¡Abrázame!

De rodillas sobre el césped, Maggie lo abrazó con las manos sucias contra la espalda de él -con destornillador y todo- ensuciándole la remera.

– Eric, estás casado con otra mujer que se niega a darte el divorcio y tengo… tenemos cuarenta años. Esto no es maravilloso en absoluto, es un horror. Y todo el pueblo sabrá que es tuyo.

Eric la apartó, sujetándola de los brazos.

– Tienes razón, todos los sabrán ¡porque yo se lo diré! Basta de andar con pies de plomo respecto del divorcio. Me la quitaré de encima como una camisa vieja y ¿qué son cuarenta años, de todos modos? Dios, Maggie, he deseado esto durante años y ya había perdido las esperanzas. ¿Cómo puedes no sentirte feliz?

– Yo soy la que no está casada, ¿recuerdas?

– No será por mucho tiempo. -Loco de entusiasmo, le tomó las manos y siguió hablando, radiante de felicidad. -¿Maggie, quieren casarse conmigo, tú y el bebé? ¿En cuanto sea legalmente posible? -Antes de que ella pudiera responder, Eric ya estaba de pie, caminando de un lado a otro; los pantalones blancos se habían manchado de verde en las rodillas. -Dios mío, faltan sólo cuatro meses y medio. Tenemos que hacer planes, preparar el cuarto para el bebé. ¿No tenemos que asistir a clases del método Mazda o algo así?

– Lamaze.

– Lamaze, sí. Espera a que se lo diga a Ma. Y a Mike. Cielos, cómo se sorprenderá. Maggie, ¿crees que hay tiempo para tener otro, después? Los niños deben tener hermanos. Uno de cada sexo sería…

– Eric, basta. -Maggie se puso de pie y lo tocó; una caricia fresca, sensata. -Escúchame.

– ¿Qué? -Inmóvil como las lápidas alrededor, Eric la miró con expresión de total inocencia, sonrojado por la exuberancia, del mismo tono rojizo dorado que el cielo del poniente.

– Mi amor, pareces olvidar que no soy tu esposa. Ese privilegio -le recordó Maggie- pertenece a otra mujer. No puedes… bueno, no puedes ir por allí, gritando aleluya por todo el pueblo como si estuviéramos casados. Sería un bochorno para Nancy ¿no lo entiendes? Y para nuestros padres, también. Tengo una hija en quien pensar y ella tiene amigos. Comprendo tu felicidad, pero yo tengo reservas.

Eric se puso serio como si algún accidente fatal hubiera sucedido ante sus ojos, paralizando su alegría.

– No lo deseas.

¿Cómo podía hacerle entender?

– No es una cuestión de quererlo o no quererlo. Está aquí -se apretó las manos contra el abdomen- y ya estoy en casi la mitad del embarazo, cosa que está mucho más adelantada que tu divorcio. Y significará una tremenda interrupción en mi vida, probablemente el fin del negocio que me esforcé tanto para abrir. Yo soy la que cargará con él desde ahora hasta que estés libre, yo soy la que recibirá las miradas curiosas por la calle, yo soy a la que llamarán rompehogares. Si necesito tiempo para adaptarme a todo esto, tendrás que ser tolerante, Eric.

Él se quedó quieto, digiriendo los comentarios de ella, mientras encima de ambos, las palomas seguían con su lamento.

– No lo quieres -repitió, desgarrado.

– No con la alegría y el júbilo con que lo deseas tú. Eso me llevará tiempo.

El rostro de Eric se ensombreció. Agitó un dedo en dirección a Maggie.

– Si llegas a hacer algo para deshacerte de él, me matarás a mí también, ¿entiendes?

– ¡Ay, Eric! -se lamentó Maggie, marchitándose como una flor-. ¿Cómo puedes pensar siquiera en una cosa así?

Él se volvió, caminó hasta un arce y contempló la corteza lisa y gris. Durante unos segundos se quedó tieso, inmóvil, luego golpeó el árbol con la palma de la mano. Apoyado contra el tronco, bajó la cabeza.

El espléndido ocaso estival seguía alabando el cielo. Por entre los arbustos cerca del bosque adyacente, un pajarillo repetía su canto. Junto a la lápida más cercana, las flores oscilaban contra el granito, mientras que arañas y escarabajos se escurrían por entre la hierba y pequeños gusanos verdes caían sobre telarañas que resplandecían como hilos de cristal bajo los rayos finales del sol. La vida florecía por todas partes, aun en un cementerio que marcaba su fin, aun dentro de la mujer cuya tristeza, parecía fuera de lugar en ese esplendor estival.

Maggie miró al hombre que amaba: la espalda inclinada, el brazo rígido, la cabeza gacha.

¡Qué desconsolado se lo veía, elevado a la cumbre de la felicidad un instante atrás, luego suplido en desesperación al verse forzado a considerar el dilema!

Maggie fue detrás de él y le apoyó las palmas sobre las costillas.

– Concebirlo fue un acto de amor -le dijo en voz baja- y te sigo amando y también amaré al niño. Pero traerlo al mundo fuera del matrimonio es menos de lo que se merece. Eso es lo que me pone triste. Porque estoy segura de que Nancy te ofrecerá resistencia suficiente para que no podamos casarnos hasta mucho después que haya nacido el bebé.

Eric levantó la cabeza y dijo al árbol.

– Le hablaré este fin de semana y le diré que la reconciliación queda fuera de toda consideración. Hablaré con mi abogado y le ordenaré que acelere las cosas. -Se volvió hacia Maggie. Llevado por una nueva e indeseada tensión, no la tocó. Se daba cuenta de cuán prosaica era la situación, cuán clásica la reacción de él en la superficie: un hombre casado que arrastra a su amante detrás de él mientras la mantiene tranquila con promesas de divorcio. No obstante, Maggie nunca lo había acusado de no apurarse, nunca había insistido ni exigido.

– Lo siento, Maggie. Debería haberlo hecho antes.

– Sí… bueno, ¿cómo íbamos a saber que esto sucedería?

La expresión de Eric se tornó pensativa.