– Sí. Buenas noches.
Una vez que Mike se fue, el silencio fue solamente roto por los insectos del verano. De pie dentro del radio de alcance de ella, Eric se sintió amenazado, impaciente por alejarse.
– Dame un minuto para lavarme las manos. Enseguida vengo.-Se alejó sin invitarla a aguardar adentro. ¡Qué diablos, por fin había admitido que a ella nunca le habían gustado ni Anna ni su casa! ¿Por qué iba a hacerse el noble a esa altura del partido?
Regresó al cabo de cinco minutos, con vaqueros limpios y otra camisa. Olía a jabón de tocador. Se acercó a Nancy con grandes pasos, como si quisiera acabar con el asunto de una vez por todas.
– ¿Dónde quieres hablar? -preguntó, antes de llegar adonde estaba ella.
– Vaya, qué brusco -lo reprendió, tomándolo del brazo y apoyándose contra él.
Eric le quitó la mano con fuerza deliberada.
– Podemos hablar en el Mary Deare o en tu coche. Elige.
– Preferiría hablar en casa, Eric, en nuestra propia cama. -Apoyó una mano sobre el pecho de él y Eric volvió a quitársela.
– No estoy interesado, Nancy. Lo único que quiero de ti es el divorcio y cuanto antes, mejor.
– Cambiarás de parecer cuando oigas lo que tengo que decirte.
– ¿Qué es? preguntó Eric con frialdad.
– Te hará feliz.
– Lo dudo. A menos que sea una fecha de audiencia.
– ¿Qué es lo que siempre quisiste más que nada en el mundo?
– Vamos, Nancy, déjale de juegos. Tuve un día largo y estoy cansado.
Ella rió, forzando el sonido a brotarle de la garganta. Volvió a tocarle el brazo, sabiendo que a él no le gustaba. Quería tener la satisfacción de sentir cómo lo recorría el impacto. Tuvo un instante de vacilación: lo que hacía estaba mal. Pero lo que él había hecho, también.
– Vamos a tener un bebé, mi amor.
El impacto golpeó a Eric como una descarga eléctrica. Se quedó sin aliento. Retrocedió un paso. La miró, boquiabierto.
– ¡No te creo!
– Es verdad. -Nancy se encogió de hombros con convincente indiferencia, -Cerca del día de Acción de Gracias.
Eric hizo rápidos cálculos: la noche que la tomó por la fuerza en el sofá del living.
– Nancy, si estás mintiendo…
– ¿Mentiría respecto de una cosa así?
Eric la tomó de la muñeca y la arrastró al auto, abrió la puerta para que se encendiera la luz interior.
– Quiero verte la cara cuando lo dices. -Le sujetó las mejillas, obligándola a mirarlo. Para su gran consternación, se dio cuenta de que ella había estado llorando, lo que aumentó su temor. No obstante, se lo haría repetir para asegurarse. -Ahora dímelo otra vez.
– Estoy embarazada de tres meses y medio y el bebé es tuyo, Eric Severson -dijo Nancy con tono sombrío.
– ¿Entonces por qué no se nota? -Le soltó la cara y le recorrió el cuerpo con una mirada incrédula.
– Llévame a casa y mírame desnuda.
No quería hacerlo. Dios, no deseaba hacerlo. La única mujer de la que quería estar tan cerca era Maggie.
– ¿Por qué tardaste tanto en decírmelo?
– Quería asegurarme de que no era una falsa alarma. Pueden pasar muchas cosas en los tres primeros meses. Después de ese período, ya es más seguro. No quería darte esperanzas demasiado pronto.
– ¿Y cómo es que no estás alterada? -la ametralló Eric, entornando los ojos.
– ¿Respecto de salvar mi matrimonio? -replicó ella con tono razonable, luego fingió perplejidad-. Tú eres el que parece alterado y no entiendo por qué. Al fin y al cabo, eso es lo que querías, ¿no?
Eric se hundió contra el respaldo del asiento con un suspiro y se pellizcó el hueso de la nariz.
– ¡Maldición, pero ahora no!
– ¿Ahora no? -repitió Nancy-. Pero siempre me estás diciendo que el tiempo pasa, que se nos hace tarde. Pensé que te alegrarías. Pensé…-Dejó que su voz se cortara lastimosamente. -Pensé… -Produjo varias lágrimas que provocaron la reacción esperada. Eric extendió el brazo y le tomó la mano que tenía sobre la falda. Le acarició el dorso con el pulgar.
– Lo siento, Nancy. Iré… Iré a buscar mis cosas y regresaré a casa esta noche ¿de acuerdo?
Nancy logró hablar con tono lloroso y desilusionado.
– Eric, si no quieres este bebé después de todos los años que…
Él la hizo callar con un dedo.
– Me tomaste por sorpresa, eso es todo. Y considerando la forma en que se ha deteriorado nuestra relación, no me parece que sea el mejor ambiente donde criar un hijo.
– ¿Realmente dejaste de quererme, Eríc? -Era la primera pregunta sincera que hacía. De pronto, la aterró la idea de no ser querida, de tener que construir una relación desde cero con otro hombre y pasar por todo el trabajo agotador que llevaba alcanzar una amigable relación matrimonial. Más aún la aterraba la idea de no encontrar un hombre con quien hacerlo.
No recibió respuesta. Eric le soltó la mano y dijo con pesadez:
– Ve a casa, Nancy. Iré enseguida. Hablaremos mañana.
Al verlo desaparecer entre las sombras, Nancy pensó: ¿qué hice? ¿Cómo haré para mantenerlo a mi lado cuando sepa la verdad?
Mientras caminaba hacia la casa, Eric se sintió igual que cuando había muerto su padre: impotente y desesperado. Más aún: una víctima. ¿Por qué ahora, después de todos esos años de insistir y persuadir? ¿Por qué ahora, cuando ya no quería a Nancy ni deseaba un hijo de ella? Le pareció que estallaría en llanto, de modo que fue al muelle y se quedó junto al Mary Deare. El impacto le hacía temblar las entrañas. Se inclinó hacia adelante, apoyó las manos sobre las rodillas, rindiéndose a la desesperación, dejando que lo sacudiera para poder ir más allá, hacia un razonamiento no emocional.
Se irguió. La embarcación estaba inmóvil en el agua, con las cañas erguidas sobre sus sujetadores, las cuerdas de amarre colgando sobre el muelle. Arqueó el cuerpo, miró hacia arriba, hacia las constelaciones que su padre, con sabiduría traída del viejo continente, le había enseñado a reconocer. Pegaso, Andrómeda y Piscis. Los peces, sí, estaban en su sangre, en su linaje, con tanta seguridad como el color de su pelo y de sus ojos, heredados de algún vikingo mucho antes de que los escandinavos tuvieran apellidos.
Ella seguía odiando la pesca.
Seguía odiando Fish Creek.
Seguía con deseos de ser una mujer de carrera, pasando cuatro noches por semana fuera de la casa.
Desde su mudanza a casa de Ma, Eric había pensado mucho y también hablado con su madre, Barb y Mike. Ellos admitieron que les costaba apreciar a Nancy, aun luego de tantos años. Eric aceptó que la felicidad con Maggie le había hecho darse cuenta de lo vacía que era su vida con Nancy.
Y ahora Nancy estaba embarazada… y resignada y contenta con el hecho.
Y Maggie, tambipn.
Pero él era el marido de Nancy, y le había suplicado durante años que tuviera ese bebé. Abandonarla ahora sería el colmo de la insensibilidad, y él no era un hombre insensible. El deber lo tiraba con una gravedad poderosa como la de la Tierra: el hijo era suyo, concebido por una mujer que sería una pésima madre, mientras que Maggie -la amante, bondadosa Maggie- con el tiempo recibiría con alegría a su bebé y estaría siempre allí, disponible, para guiarlo y educarlo. De los dos niños, el de Nancy lo necesitaría más.
Se volvió con tristeza y caminó con pies de plomo hasta la casa de Ma, para empacar y enfrentarse con su purgatorio.
Capítulo 17
Eric durmió poco esa noche. Tendido junto a Nancy, pensó en Maggie; su imagen se le aparecía, nítida, en una docena de poses recordadas: con el mentón erguido, cantando un yodel en la bañadera; riendo mientras le servía una rosquilla enorme; de rodillas junto a una mata de flores medio marchitas en un cementerio de campo; levantando el rostro sombrío hacia él y sacudiéndole el mundo con la noticia del bebé; prediciendo, seria, que Nancy los mantendría separados hasta mucho después de que naciera la criatura. Cuánta razón había tenido.
Eric se mantuvo de su lado de la cama. Con las manos debajo de la cabeza, se aseguró de que ni siquiera el codo tocara el pelo de Nancy. Pensó en el día siguiente; se lo diría, por supuesto, a Maggie, pero no aumentaría los males que había causado yendo a verla luego de ni siquiera una mínima intimidad con la mujer a su lado.
Cerró los ojos, pensando en el dolor que le provocaría a Maggie, sufriendo de antemano al pensar en causárselo. Le temblaron los párpados. Ésa no era una ofensa venial. Era responsable ante ambas mujeres, culpable de todos los cargos, vil y bajo como el que más. Podía lidiar con la furia de Nancy; sería amarga cuando se enterara de la verdad… pero ¿y el dolor de Maggie?
Ay, Maggie, ¿qué he hecho? Quería tantas cosas para nosotros dos. Eras la última persona en el mundo a quien deseaba herir.
En la oscuridad de la medianoche, él agonizaba. Un animalillo corrió por el techo -un ratón, probablemente- dejando una cadena de ruiditos como de bellotas al rodar por las tejas. Abajo, en la calle principal, un adolescente con el caño de escape abierto puso el coche en cambio y aceleró por la calle desierta. Junto a Eric, el reloj cambió un dígito con un suave fap.
El bebé de Nancy estaba un minuto más avanzado.
El bebé de Maggie estaba un minuto más avanzado.
Pensó en los niños que aún no habían nacido. El legítimo. El bastardo… qué palabra dura cuando se la aplicaba a la criatura de uno. ¿Qué aspecto tendrían? ¿Tendrían algún parecido con el viejo? ¿Con Ma? Con él, sí, sin duda. ¿Serían inteligentes? (Viniendo de Maggie y Nancy, eso parecía seguro.) ¿Serían sanos o enfermizos?
¿Tranquilos o exigentes? ¿Cuáles serían los deseos de Maggie? ¿Dejar que la criatura creciera sabiendo quién era su padre u ocultarle su nombre? Si el niño o la niña lo sabía, sabría también quién era su medio hermano o media hermana. Se encontrarían por la calle, en la playa, en la escuela, quizás en el jardín de infantes. En algún momento algún chico le preguntaría: ¿por qué tu papá vive con esa otra familia? ¿A qué edad empiezan a comprender los niños el estigma de la ilegitimidad?
Trató de imaginarse llevando a sus dos hijos en el Mary Deare y colocando líneas en sus manos, enseñándoles todo sobre el agua, las constelaciones, y cómo leer la pantalla del sondeador de profundidad. Se los subiría sobre las rodillas (pues todavía serían pequeños) y los sostendría por las barriguitas para que sus manitas curiosas pudieran sujetar el timón mientras él les mostrara el monitor y les explicara: Eso azul es el agua. La línea roja es el fondo del lago y la línea blanca justo encima es un cardumen de pececillos. Y esa línea blanca larga… ahí tienen los salmones.
En un plano más real, parecía poco probable, hasta ridículo, que dos madres de dos hijos suyos pudieran ser tan flexibles como para permitir semejante violación de las tradiciones, aun en los tiempos que corrían. Qué tonto e ingenuo era siquiera imaginarlo.
Pues bien, lo sabría al día siguiente. Vería a Maggie y sufriría junto con ella.
El sábado amaneció muy fresco para la época estival, con nubes y viento fuerte. Nancy ya estaba trabajando en su escritorio cuando Eric se dispuso a abandonar la casa. Se detuvo junto a la puerta mientras se ponía un rompevientos con movimientos pesados por la falta de sueño de la noche anterior.
– Te veré esta noche -dijo a Nancy. Eran las primeras palabras que le dirigía desde el momento de levantarse. Había logrado dormirse sólo después de las cuatro de la mañana y se despertó tarde; Nancy ya se había vestido y estaba abajo. Se la veía muy "de ciudad" con anteojos grandes, un enterizo de hilo con un cinturón color coco, aros de un kilo de peso y un cartón de yogur a su lado. El pelo estaba sujetado detrás de las orejas. Al verlo aparecer, Nancy se echó hacia atrás en la silla y se levantó los anteojos sobre el pelo.
– ¿A qué hora? -Tomó el yogur y comió una cucharada.
– Si el tiempo sigue así, temprano, quizás a la tarde.
– ¡Fantástico! -Arqueó la muñeca y la cuchara relampagueó.
– Prepararé algo con mucho calcio y vitaminas. -Se palmeó el estómago. -Ahora tengo que alimentarme bien. -Sonrió. -Que te vaya bien, mi amor.
Eric se estremeció internamente ante el término cariñoso de ella y el recuerdo de su embarazo.
– A ti también. -Se volvió y se dirigió a la camioneta.
El tiempo estaba acorde con su estado de ánimo. Cuando estaba a mitad de camino hacia Gills Rock, comenzó a llover; las gotas golpeaban contra el parabrisas con un ruido similar al del plástico al romperse. Los truenos gruñían cerca del horizonte y se veían relámpagos. Sabía, mucho antes de llegar a casa de Ma, que las excursiones de la mañana se habrían cancelado, pero siguió camino de todas formas. Saludó a su madre y a Mike, tomó una taza de café, pero no probó la salchicha; sus pensamientos lo tenían preocupado. Durante unos instantes contempló el manchado teléfono de la cocina, la guía colgando de un hilo, con el número de Seattle de Maggie escrito sobre la lapa. Recordó la primera vez que la llamó. Ma le repitió una pregunta, luego gritó:
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