– ¿Qué te pasa, tienes los oídos tapados?
– Ehh… ¿qué?
– Te pregunté si querías alguna otra cosa… cereal, o pan con carne.
– No, nada, Ma. No tengo hambre.
– Esta mañana no las tienes todas contigo ¿no es así?
– Lo siento. Mira, si no me necesitas para nada, tengo que regresar a Fish Creek.
– No. Vete, no más. Parece que la lluvia va a durar.
No les había dicho a ninguno de los dos por qué había decidido mudarse de nuevo con Nancy y aunque Mike estaba apoyado tranquilamente contra la pileta, bebiendo café y observándolo, Eric decidió no dar explicaciones todavía. Además, Ma no sabía nada del embarazo de Maggie y no soportaba la idea de decírselo ahora. Quizá nunca se lo dijera. Otra vez la culpa: ocultarle la verdad a Ma, que siempre se enteraba de todo, como si tuviera antenas ocultas que se movían cada vez que sus hijos hacían algo malo.
Cuando tenía ocho años -Eric lo recordaba con claridad, porque la señorita Wystad era su maestra ese año; fue el año en que Eric estaba experimentando con sus primeras palabrotas- y se había burlado de un chico llamado Eugene Behrens que había ido a la escuela con un agujero en la parte de atrás del overol, a través del cual se le veía la piel. Eugene también tenía un corte de pelo casero estilo cacerola que lo hacía parecerse a uno de los Tres Chiflados.
Eric lo había llamado Culo Al Aire Behrens.
– Eh, Eugene -había gritado en el patio-. Eh, Eugene Culo Al Aire Behrens, ¿dónde están tus calzoncillos, Eugene?
Mientras Eugene le daba la espalda estoicamente, Eric gritaba un cantito:
A Eugene se le ve el culo.
No tiene calzoncillos.
¡Y con ese pe-lo, parece le-lo!
Eugene echó a correr, llorando, y Eric se volvió para encontrar a la señorita Wystad a un metro de distancia.
– Eric, creo que tú y yo debemos ir adentro a hablar -le dijo la maestra con severidad.
De la conversación, Eric recordaba poco excepto su pregunta ansiosa: ¿Va a contárselo a mi mamá?
La señorita Wystad no se lo contó a Ma, pero le dio un reto que todavía le dolía al recordarlo, y lo hizo pararse ante toda la clase y pedirle perdón a Eugene en voz alta, sonrojado, dolorido y humillado.
Cómo se enteró Ma del episodio, Eric nunca lo supo: Mike juraba que no se lo había contado. Pero se enteró, aunque nunca mencionó el incidente, y su castigo fue aun más ignominioso que el de la maestra. Eric regresó de la escuela un día y la encontró vaciando su cómoda. Había sacado parte de su ropa interior, medias, remeras, pantalones. Mientras él miraba, Ma añadió a la pila una remera nueva, la preferida de él, que tenía un dibujo de Superman en vuelo. Mientras apilaba la ropa, habló con tono casual.
– Hay una familia de apellido Behrens muy pobre, con diez hijos. Uno de ellos creo que está en tu clase. ¿Eugene, puede ser? Bueno, resulta que el papá se mató en un accidente en los astilleros hace un par de años y la pobre madre se esfuerza mucho por criarlos. La iglesia está haciendo una colecta de ropa usada para ayudarlos y quiero que lleves estas cosas mañana a la escuela y se las des a ese chico, Eugene. ¿Me harás ese favor, Eric? -Por primera vez lo miró a los ojos.
Eric bajó la vista a la remera de Superman y se tragó una protesta.
– ¿Lo harás, no es cierto, hijo?
– Sí, Ma.
Durante el resto de ese año escolar, vio a Eugene Behrens ir a la escuela con su remera de Superman. Nunca más se burló de alguien menos afortunado que él. Y nunca más trató de ocultarle sus faltas a Ma. Si se metía en algún lío, iba directamente a casa y confesaba: "Ma, hoy me metí en problemas". Y ambos se sentaban y lo resolvían juntos.
Mientras conducía la camioneta hacia lo de Maggie bajo la lluvia de un sombrío día de verano añoró la simplicidad de aquellos problemas, deseó poder sencillamente presentarse ante su madre y decir: "Ma, estoy en un lío" y sentarse con ella a tratar de solucionarlo.
Los recuerdos lo entristecieron, perdonó a Eugene Behrens por usar su remera de Superman y se preguntó dónde estaría Eugene ahora. Deseó que tuviera un placard lleno de ropa linda y mucho dinero para vivir con todos los lujos.
En casa de Maggie, las luces estaban encendidas: puntos amarillos en un día violeta. Acotadas por el viento, las siemprevivas se mecían y bailaban. La pintura amarilla de la casa, mojada, se había vuelto ocre. Las flores estaban aplastadas por el agua que caía desde el techo. Mientras bajaba corriendo los escalones, gruesas gotas de los árboles le cayeron sobre la cabeza y el cuello y se estrellaron sobre el rompevientos azul. El felpudo de la galería trasera estaba empapado. Adentro, la cocina estaba vacía, pero iluminada.
Eric golpeó, y horrorizado, se encontró con Katy en la puerta. La expresión curiosa de Katy al abrir se avinagró al ver de quién se trataba.
– Hola, Katy.
– Hola -respondió ella con frialdad.
– ¿Está tu madre?
– Sígueme -ordenó Katy y se alejó. Eric se quitó apresuradamente las zapatillas y la vio desaparecer por el pasillo que daba al comedor, desde donde se oían voces. Bajó la cabeza, se sacudió el agua del pelo y fue tras Katy, que aguardaba en la entrada del comedor. La mesa estaba rodeada de huéspedes. Maggie, en la cabecera.
– Te buscan, mamá.
La conversación cesó y todos los pares de ojos de la habitación se posaron sobre él.
Tomada por sorpresa, Maggie se quedó mirando a Eric como si fuera un fantasma. Se sonrojó intensamente antes de recuperarse, por fin, y ponerse de pie.
– ¡Eric, qué sorpresa! ¿Quieres sentarte con nosotros? Katy, búscale una taza, por favor. -Se corrió para hacerle lugar a su lado, mientras que Katy sacaba una taza del aparador y la colocaba con violencia sobre el individual. Maggie trató de rescatar el momento haciendo las presentaciones. -Éste es un amigo mío, Eric Severson, y éstos son mis huéspedes… -Nombró a tres parejas, pero con los nervios, olvidó los nombres de la cuarta y volvió a sonrojarse, tartamudeando una disculpa. -Eric organiza excursiones de pesca en Gills Rock -les informó.
Ellos le pasaron la cafetera de porcelana y el plato de panecillos, la manteca y un jugo de ananá que uno de los huéspedes sirvió en la cabecera como si fueran una gran familia feliz.
Debió haber llamado antes. Debió tener en cuenta que ella estaría desayunando con los huéspedes y que Katy estaría en la casa y se mostraría abiertamente hostil. Fue así que se encontró sometido a media hora de conversación trivial, con Maggie tensa como un alambre a su derecha y Katy erizada como un gato a su izquierda, y un público de ocho personas, que intentaban fingir que no notaban nada fuera de lo común.
Cuando el desayuno terminó, tuvo que esperar mientras Maggie recibía cheques de dos de los clientes, respondía a varias preguntas y daba órdenes en voz baja a su hija para que limpiara el comedor y siguiera con sus tareas diarias.
– No tardaré-terminó; buscó un suéter gris largo y se lo echó por encima de los hombros mientras se alejaba con Eric bajo la lluvia, hacia la camioneta.
Después de cerrar las puertas, se quedaron allí, empapados, respirando hondo y mirando hacia adelante. Por fin Eric exhaló con fueza y aflojó los hombros.
– Maggie, discúlpame. No debí haber venido a esta hora.
– No.
– En ningún momento se me ocurrió que estarías desayunando.
– Tengo una hostería que incluye desayuno, ¿lo recuerdas? Desayunamos todas las mañanas.
– Katy casi me cierra la puerta en la cara.
– A Katy le he enseñado modales y sabe que es mejor que los recuerde. ¿Qué pasa?
– ¿Puedes venir a dar un paseo? ¿Alejarte de aquí un poco? ¿Salir al campo? Tenemos que hablar.
Ella emitió una risa tensa.
– Es evidente. -Eric casi nunca la había visto enojada, pero ahora lo estaba, y con él. Maggie miró hacia la casa donde se veía la silueta de Katy moviéndose por la cocina, detrás de las cortinas de encaje. -No, no podría salir. Tengo trabajo que hacer, y no tiene sentido poner a Katy más en contra de mí de lo que ya está.
– Por favor, Maggie. No hubiera venido si no hubiese sido importante.
– Lo sé. Por eso salí hasta aquí. Pero no puedo irme. Tengo solamente un minuto.
Salió un hombre, el huésped cuyo nombre Maggie había olvidado. Llevaba dos maletas y corría bajo la lluvia hacia su coche, que estaba del otro lado de la calle.
– Por favor, Maggie.
Ella soltó un suspiro de impaciencia.
– Está bien, pero sólo unos minutos.
El motor tosió, arrancó y rugió cuando Eric bombeó el acelerador. Puso el cambio y retrocedió haciendo chillar las ruedas. El limpiaparabrisas zumbaba como un metrónomo. Tomó en dirección opuesta al pueblo, hacia el sur por la Carretera 42, luego hacia el este por la EE hasta que llegó a una senda estrecha de ripio que llevaba a un bosquecillo. Al final de la senda, donde los árboles se abrían a un campo sin sembrar, se detuvo y apagó el motor. Alrededor de ellos el cielo chorreaba, las nubes se iluminaban por los relámpagos y las llores silvestres inclinaban las cabezas como penitentes ante un confesor.
Se quedaron en silencio, envueltos en sus propios pensamientos, adaptándose al golpeteo metálico de la lluvia sobre la camioneta, la ausencia de limpiaparabrisas, la visibilidad borrosa cuyo punto focal era una granja abandonada, apenas visible por entre cintas de agua que caían por el parabrisas.
Al mismo tiempo, giraron la cabeza para mirarse.
– Maggie -masculló Eric desconsoladamente.
– Es algo malo, ¿verdad?
– Ven aquí-susurró él con voz ronca. La abrazó y la sostuvo contra él; apoyó la nariz y la mejilla contra el agradable aroma húmido de su pelo y el suéter. -Sí, es algo malo.
– Dímelo.
– Es peor que lo más horrible que te hayas podido imaginar.
– Dímelo.
Eric se apartó, y fijó sobre los ojos castaños de ella su mirada intensa y llena de pesar.
– Nancy está embarazada.
Shock. Incredulidad. Negación.
– ¡Ay, Dios mío! -susurró Maggie; se apartó, se cubrió los labios con una mano y miró por el parabrisas. En voz casi inaudible, repitió: -¡Ay, Dios mío!
Cerró los ojos y Eric la vio debatirse con la información, apretando los dedos cada vez más fuerte contra los labios, hasta que él creyó que se los lastimaría con los dientes. Tiempo después abrió los ojos y parpadeó en cámara lenta, como una muñeca antigua con pesas en la cabeza.
– Maggie…ay, Maggie, mi amor, lo lamento…
Ella sólo oía un rugido en sus oídos.
Había sido una tonta. Se había dejado atrapar por un hombre que después de todo, era típico. No había preguntado ni exigido nada, pero le creyó cuando decía que la amaba y quería divorciarse. Su madre se lo había advertido. Su hija, también. Pero ella había estado tan segura de él que le dio toda su confianza.
Ahora la dejaba para volver con su mujer, abandonándola con un hijo de casi cinco meses de gestación.
No lloró; los cristales de hielo no brotan por los lagrimales.
– Llévame a casa, por favor -dijo, erguida como un poste, cubriéndose con una capa de dignidad.
– Maggie, por favor, no hagas esto, no te alejes.
– Has tomado tu decisión. Está claro. Llévame a casa.
– Durante todos estos años se lo estuve pidiendo. ¿Cómo puedo divorciarme ahora?
– No, claro que no puedes. Llévame a casa, por favor.
– No lo haré hasta que…
– ¡Maldito seas! -Maggie se volvió y lo abofeteó con fuerza. -¡No me des ultimátums! ¡Ya no tienes derechos sobre mí, lo que yo decido hacer no te incumbe! ¡Pon en marcha el motor ya mismo o me iré caminando!
– Es un error, Maggie. Yo no quería que quedara embarazada. Sucedió antes de que tú y yo supiéramos siquiera lo que deseábamos, cuando yo estaba confundido y trataba de decidir qué hacer con mi matrimonio.
Maggie abrió la puerta y bajó al pasto mojado. El agua fría se le metió por los agujeros de los cordones de los zapatos. No le prestó atención y echó a andar por el sendero de tierra, haciendo a un lado una mata de malezas que le mojaron los pantalones hasta la mitad de los muslos.
La puerta del lado de Eric se cerró y él la tomó del brazo.
– Sube a la camioneta -le ordenó.
Maggie se soltó y siguió caminando, con la cabeza alta, los ojos secos, salvo por la lluvia que le pegaba el pelo a la frente y le goteaba por entre las pestañas.
– ¡Maggie, soy un imbécil, pero tu bebé es mío y quiero ser su padre! -gritó Eric.
– ¡Mala suerte! -respondió ella-. ¡Vuelve con tu mujer!
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