– No, no lo soy -respondió Maggie-. Hay una explicación.
– ¡Pues no quiero oírla!
– Creí…
– ¡Creíste…! ¡Lo que creíste es más que evidente! -la interrumpió Katy-. ¡Creíste que podrías llevar adelante tu romance sin que nadie se enterara y resulta que terminas embarazada!
– Sí, estoy de más o menos cinco meses.
Katy retrocedió como si algo horrible se le hubiera cruzado en el camino. Su rostro adoptó una expresión de repugnancia y habló con voz sibilante por el desprecio:
– ¿Es de él, no? ¡De un hombre casado!
– Sí.
– ¡Esto es asqueroso, mamá!
– Entonces espera a oír el resto: su mujer también está embarazada.
Por un instante, Katy pareció demasiado aturdida para responder. Por fin levantó una mano.
– ¡Ah, qué fantástico! Me hice amigos en este pueblo, sabes. ¿Qué se supone que tengo que decirles? ¿Que a mi madre la preñó un hombre casado que también, casualmente, preñó a su mujer, con la cual ya no vive? -Sus ojos se entornaron, acusadores. -Sí, mamá, sé todo sobre eso, también. No soy ignorante. ¡He estado haciendo averiguaciones! Sé que no vive con la mujer desde el invierno pasa do. ¿Qué hizo, te prometió que se divorciaría y se casaría contigo?
Golpeada por la sensación de culpa, Maggie asintió.
Katy se golpeó la frente con la mano, poniéndose los pelos del flequillo de punta.
– ¡Por Dios, mamá! ¿Cómo pudiste ser tan ingenua? ¡Ese cuento es más viejo que las enfermedades venéreas! Ah, a propósito…
– Katy, no necesito sermones sobre…
– A propósito -repitió Katy implacablemente -se supone que hay que usar preservativos ¿o no lo sabías? Es lo más in si te gusta el sexo promiscuo. ¡Por Dios, mamá, lo dicen todos los periódicos! Si vas a encamarte con un donjuán que se voltea a todas las mujeres del pueblo…
– ¡No se voltea a todas las mujeres del pueblo! -Maggie se enfureció. -Katy, ¿qué te pasa? Estás siendo deliberadamente cruel y grosera.
– ¿Qué me pasa? -Katy se abrió una mano sobre el pecho, incrédula. -¡A mí! ¡Eso sí que es gracioso! ¿Quieres saber qué me pasa cuando mi propia madre está delante de mí, embarazada de cinco meses por un hombre casado? ¡Pues mírate un poco! -la acusó-. ¡Mira cómo has cambiado desde que murió papá! ¿Cómo pretendes que reaccione? ¿Crees que quizá debería mostrarme encantada y pasar la noticia de que voy a tener un hermanito? -El rostro de Katy se desencajó por la ira. Echó el mentón hacia adelante. -¡Pues no te hagas ilusiones, mamá, porque nunca consideraré a ese bastardo mi hermano ni mi hermana! ¡Nunca! -Arrojó el rastrillo al suelo. -¡Lo único que puedo decir es que me alegro de que papá no tenga que estar aquí para ver este día!
Llorando, se fue a la casa.
La puerta se cerró y Maggie hizo una mueca de dolor. Se quedó contemplando la puerta hasta que comenzaron a brotar las lágrimas. Las palabras de Katy le retumbaban en la cabeza. Sintió el pecho oprimido: culpa y disculpa, con el peso de saber que había actuado mal. Se merecía todas las durezas de Katy. Ella era la madre, supuestamente un parangón de corrección, un modelo para su hija. En cambio, ¿qué había hecho?
Ay, Katy, Katy, lo siento. Tienes razón en todo lo que dices, ¿pero qué puedo hacer? Es mío. Tengo que criarlo.
Apesadumbrada, se quedó en el jardín moteado por el sol, llorando en silencio, debatiéndose con la sensación de culpa y de no ser adecuada, pues, a esa altura, no sabía cómo cumplir su deberes de madre. Ningún caso estudiado, ningún libro de autoayuda leído sentaba precedentes para una situación como esa.
Qué ironía: ella, una mujer de cuarenta años recibiendo cátedras sobre anticonceptivos de su propia hija. Su hija gritando: ¿qué pensarán mis amigos?
Maggie cerró los ojos, esperando que el peso se levantara, pero se volvió peor, hasta que ella creyó que la hundiría, como una estaca de acero, dentro de la misma tierra. Se dio cuenta de que todavía sostenía el mango del rastrillo. Se volvió, desganada, hacia el muelle y el rastrillo cayó al césped.
Se quedó sentada un rato sobre el banco de madera de la glorieta construida por Eric. En aquellos días, mientras él trabajaba, ella se había imaginado a sí misma esperando allí al Mary Deare al final de la jornada. Sujetando la amarra cuando el motor se apagaba y caminando abrazada con Eric hacia la casa en el atardecer rosado y violeta, con el lago calmo como una copa de licor de cerezas.
La brisa era más fresca allí, sobre el agua. Un par de gaviotas pasó volando y chillando y se posó entre las rocas para hurgar entre los restos de la tormenta. Aguas afuera, un velero con un spinnaker anaranjado navegaba al viento. Maggie había tenido intenciones de comprar otro velero enseguida después de instalarse en la zona. Había veces en las que se imaginaba haciéndose escapadas de fin de semana con Eric a Chicago, asistiendo a espectáculos, comiendo en Crickets y paseando tomados de la mano entre los muelles de Belmont Harbor, admirando las embarcaciones que llegaban de diversas partes de los Grandes Lagos. Había querido comprar un velero, pero ya no lo haría, pues ¿qué peor que navegar sola?
En esos momentos extrañaba a Eric con una intensidad que parecía quitarle el aliento. No había nada que deseara más que ser fuerte, autosuficiente, voluntariosa, decidida, y volvería a serlo, pero en sus momentos de más debilidad, lo necesitaba desesperadamente. Eso la horrorizaba.
¿Qué sabía, después de todo, una persona de las intenciones de otra? Al analizar su relación con Eric, comprendió que él podría haber estado divirtiéndose a costa de ella desde el comienzo, sin la menor intención de abandonar a su bella mujer. El cuento acerca de que Nancy se negaba a tener hijos… ¿sería falso? Al fin y al cabo, la mujer de Eric estaba embarazada ¿no?
Maggie suspiró, cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo.
¿Qué importancia tenía su honestidad o falta de ella? La relación había terminado. Absolutamente. Ella lo había rechazado, se había alejado de él bajo la lluvia, no había atendido los llamados y le había solicitado con tono gélido que no volviera cuando se presentó ante su puerta. Pero su frialdad era una fachada. Lo extrañaba. Lo amaba, todavía. Deseaba creer que no mentía.
Las gaviotas se alejaron volando. El spinnaker se convirtió en un punto negro en la distancia. Arriba, en la calle, pasó un coche. La vida seguía. Ella también debía seguir viviendo. Terminó sola el trabajo de rastrillado, metió los palos en bolsas y regresó a la casa. Katy se había ido, dejando una nota sobre la mesa de la cocina.
Me fui a casa de la abuela. Sin firma. Sin más explicaciones. Sin una despedida cariñosa.
La mano de Maggie que sostenía el mensaje cayó pesadamente contra un muslo. Mamá, pensó con cansancio. Dejó la nota sobre la mesa, se quitó los guantes de trabajo y también los dejó allí, antes de vagar sin rumbo por la cocina, siguiendo la línea de la fórmica blanca con un dedo y una cadera, postergando lo inevitable.
Llegó al teléfono junto a la heladera.
El último gran obstáculo.
Retrocedió y se lavó las manos en la pileta. Se las secó. Miró teléfono desde allí, como un duelista mira a su oponente antes de levantar el brazo. Al no encontrar ninguna otra postergación lógica, cerró la puerta del corredor y se sentó sobre un banquito junto al aparato.
Vamos, termina de una vez.
Por fin levantó el teléfono y marcó los números de su madre. Respiró hondo al oírlo sonar e imaginó la casa -inmaculadamente limpia, como siempre- y a su madre, con su prolijo y anticuado peinado, corriendo hacia la cocina.
– ¡Hola! -respondió Vera.
– Hola, mamá.
Silencio. Ah, eres tú.
– ¿Katy está allí?
– ¿Katy? No. ¿Por qué?
– Estará por llegar, entonces. Está muy alterada.
– ¿Por qué? ¿Se pelearon otra vez?
– Lamentablemente, sí.
– ¿Y esta vez por qué?
– Mamá, lamento decírtelo así. Debí haber ido y habértelo contado personalmente, no dejártelo caer encima de este modo. -Maggie respiró hondo temblorosamente, soltó la mitad del aire y dijo: -Estoy esperando un hijo de Eric Severson.
Silencio estupefacto, luego:
– ¡Dios Misericordioso! -Las palabras sonaron ahogadas, como si Vera se hubiese cubierto la mano con la boca.
– Acabo de decírselo a Katy y se marchó llorando.
– Dios Todopoderoso, Margaret, ¿cómo pudiste hacer una cosa así?
– Sé que te causo una gran desilusión.
El lado imperioso de Vera no podía quedar reprimido mucho tiempo. En forma abrupta, preguntó:
– ¿No vas a tenerlo, verdad?
Si el momento hubiera sido menos tenso, Maggie se hubiera horrorizado ante la respuesta de su madre. Pero en cambio, respondió:
– Me temo que es demasido tarde para hacer cualquier otra cosa.
– ¡Pero dicen que su mujer está embarazada, también!
– Así es. Criaré sola a este bebé.
– ¡No aquí, espero!
Bueno, no esperabas compasión ¿verdad, Maggie?
– Vivo aquí -respondió con lógica-. Tengo mi hostería aquí.
Vera hizo el comentario esperado.
– ¿Cómo podré volver a mirar a mis amigos a los ojos?
Maggie contempló la manija de bronce de un cajón y sintió que el dolor aumentaba. Siempre sola. Absolutamente sola.
En forma repentina, Vera dio comienzo a una encendida diatriba. Su voz estaba cargada de censura.
– Te lo dije… ¿no traté de advertirte, acaso? Pero, no, no quisiste escuchar, seguiste viéndote con él. Pero si todo el pueblo lo sabe y saben que su mujer está embarazada, también. Me siento avergonzada de sólo encontrarme con alguien por la calle. ¿Cómo será cuando vayas de la mano de su bebé ilegítimo? -Sin esperar respuesta, siguió con más preocupaciones mezquinas. -Si tienes tan poco respeto por ti misma, Margaret, podrías al menos habernos considerado a tu padre y a mí. Al fin y al cabo, tenemos que seguir viviendo aquí el resto de nuestras vidas.
– Lo sé, mamá -respondió Maggie con tono sumiso.
– ¿Cómo volveremos a levantar la cabeza después de esto?
Maggie agachó la suya.
»Quizás ahora tu padre deje de defenderte. Traté de conseguir que te dijera algo el invierno pasado, pero no, hizo la vista gorda, como hace siempre. Le dije: "¡Roy, esa chica anda con Eric Severson y no me lo niegues!"
Maggie permaneció en silencio, aliviada, e imaginó el rostro de Vera enrojeciéndose. Seguro que le temblaba la papada.
»Le dije: "Háblale, Roy, porque a mí no me quiere escuchar". ¡Pues bien, quizás ahora me escuchará, cuando se lleve la sorpresa de su vida!
Maggie habló en voz baja:
– Papá ya lo sabe.
Desde la otra punta del pueblo, oyó cómo Vera se erizaba.
– ¿Se lo dijiste a él pero no a mí? -preguntó.
Sentada en silencio, Maggie sintió un destello de vengativa satisfacción.
– ¡Ah, qué maravilla, ni a su madre recurre primero una hija! ¿Y por qué él no me dijo nada?
– Le pedí que no lo hiciera. Pensé que era algo que debía contarte yo misma.
Vera bufó, luego comentó con sarcasmo:
– ¡Pues muchas gracias por tu consideración! Estoy muy emocionada. Bueno, tengo que cortar. Llegó Katy.
Colgó sin despedirse, dejando a Maggie con el teléfono sobre la falda, la cabeza apoyada contra la heladera y los ojos cerrados.
No voy a llorar. No voy a llorar. No voy a llorar.
¿Entonces por qué tienes ese nudo en la garganta?
Papá tiene razón: es una mujer dura.
¿Cómo esperabas que reaccionara?
¡Es mi madre! Debería ser mi apoyo y mi consuelo en un momento como este.
¿En qué momento de la vida fue un apoyo o un consuelo?
El ruido electrónico de la línea cortada comenzó a sonar, pero Maggie seguía inmóvil; tragó con fuerza hasta que reprimió el deseo de llorar. De algún rincón de su interior sacó una reserva de fuerzas mezclada con una buena dosis de indignación, tomó la guía telefónica, buscó el número del periódico Door County Advocate y pidió:
– Quiero poner un aviso, por favor.
Luego de dictar el aviso para la sección EMPLEOS OFRECIDOS, vació el lavaplatos, cambió las sábanas de cuatro camas, limpió tres dormitorios, lavó dos cargas de toallas, barrió las galerías, preparó la masa de los panecillos, levantó las flores aplastadas por la tormenta, comió un pedazo de sandía, dio la última mano de pintura a una silla de mimbre, atendió ocho llamados telefónicos, se bañó, se puso ropa limpia (esta vez, eligió las cómodas prendas de futura mamá que había estado escondiendo) y a las 16:45 volvió a llenar el frasco de golosinas del comedor. Sin derramar ni una lágrima.
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