Pasó agosto, un mes tórrido, cansador y opresivo. Katy volvió a la universidad sin despedirse, Todd se marchó a hacer el entrenamiento básico y Maggie contrató a una mujer de más edad, llamada Martha Dunworthy, para que viniera todos los días a hacer la limpieza. A pesar de la ayuda de Martha, los días de Maggie eran largos y cansadores.

Se levantaba a las seis y media para hornear los panecillos, preparar jugo y café, poner la mesa y arreglarse. Desde las ocho y treinta hasta las diez y treinta tenía disponible el desayuno y se aseguraba de sentarse un rato con cada huésped mientras comían, pues sabía que de su hospitalidad y simpatía dependía el hecho de que regresaran. Una vez que el último terminaba de comer, ordenaba la sala, luego la cocina, se despedía de los que se iban (con frecuencia eso le tomaba tiempo, pues casi todos se marchaban sintiéndose amigos personales de ella). Aceptaba los pagos, llenaba recibos y les daba postales de la Casa Harding, su tarjeta y abrazos en la galería trasera. Las partidas por lo general se superponían con las llamadas para pedir información, que comenzaban cerca de las diez y eran numerosas, pues se avecinaba el otoño, la estación de más auge de turismo en Door County. Las llamadas locales no daban trabajo; por lo general eran de la Cámara de Comercio para ver si había cuartos disponibles. Las de larga distancia, sin embargo, le llevaban mucho tiempo, pues había que responder a docenas de preguntas repetitivas antes de que hicieran las reservas. Cuando los huéspedes se habían marchado, anotaba los ingresos en los libros de contabilidad, contestaba cartas, pagaba cuentas, lavaba toallas (la lavandería se ocupaba sólo de las sábanas), cortaba flores y las ponía en floreros, supervisaba el trabajo de limpieza de Martha e iba al correo. Cerca de las dos de la tarde, comenzaban a llegar los huéspedes de la noche, con las inevitables preguntas sobre dónde comer, pescar y comprar provisiones para picnics. Entre esas tareas diarias tenía que prepararse la comida, ir al Banco y hacer los mandados particulares que necesitara ese día en particular.

Le encantaba tener la hostería, de veras, pero era agotador para una mujer embarazada. Estaba a disposición de los demás durante casi todo el día. Era imposible dormir una siesta a causa de las constantes interrupciones. Si el último huésped no llegaba hasta las diez y media de la noche, ella seguía levantada a esa hora. Y en cuanto a días libres, eran inexistentes. Por la noche, cuando por fin se acostaba, exhausta y dolorida, se cubría la frente con la muñeca y pensaba: "No podré hacer esto y también ocuparme de un bebé". La fecha de parto era para Acción de Gracias y tenía reservas aceptadas hasta fin de octubre, pero algunos días creía que no llegaría a esa fecha.

Si sólo tuviera un hombre, pensaba en sus momentos de mayor debilidad. Si sólo lo tuviera a Eric. Seguía pensando en él, a pesar de su determinación de olvidarlo.

Entonces, el 22 de septiembre, Brookie llamó con una noticia que elevó el barómetro emocional de Maggie.

– ¿Estás sentada? -dijo Brookie.

– Ahora sí. -Maggie se dejó caer sobre el banquito junto al refrigerador. -¿Qué pasa?

– Nancy Macaffee perdió el bebé.

Maggie respiró hondo y sintió que el corazón se le aceleraba.

– Sucedió en Omaha, cuando estaba allí por trabajo. Pero Maggie, creo que el resto de la noticia no es tan bueno. Dicen que él se la llevó a hacer un crucero a Saint Martin y Saint Kitts para restaurar la salud de ella y la relación de ambos.

Maggie sintió que sus esperanzas fugaces se estrellaban contra el piso.

– ¿Maggie, me oyes?

– Sí… sí, te oigo.

– Lamento ser yo la que te lo diga, pero me pareció que tenías que saberlo.

– Sí… sí, me alegro de que lo hayas hecho, Brookie.

– Oye, vieja, ¿estás bien?

– Sí, por supuesto.

– ¿Quieres que vaya para allí o algo?

– No. Estoy bien. De veras, ¡Ya casi… ya casi lo tengo superado! -mintió con forzada ligereza.

¿Casi superado a Eric? ¿Cómo iba una a superar al hombre al que una le daría su único hijo?

La pregunta la acosaba durante las noches de insomnio a medida que se acercaba la fecha, su cuerpo se tornaba más redondo y el sueño imposible debido a las incontables idas al baño. La siguió acosando cuando comenzaron a hinchársele los tobillos y el rostro y empezó a asistir a las clases de parto sin dolor con Roy.

Llegó octubre y Door County se vistió con las galas otoñales: los arces y abedules parecían en llamas y los huertos de manzanos estaban cargados de frutos resplandecientes. La hostería se llenaba todas las noches y todos los huéspedes parecían estar enamorados. Venían de a dos, siempre de a dos. Maggie los miraba pasear hasta el lago, tomados de la mano y sentarse en la glorieta a contemplar el reflejo de los árboles encendidos sobre el agua azul y serena. A veces se besaban. Y otras veces, se hacían breves caricias íntimas antes de regresar a la casa con expresiones felices.

Maggie se alejaba de la ventana y se sostenía el abdomen distendido, reviviendo los días de caricias con nostalgia agridulce. Al observar al resto del mundo pasar en pareja, pensaba en el nacimiento de su hijo como uno de los acontecimientos más solitarios por los que pasaría en su vida.

– Nos arreglaremos muy bien -decía al bebé dentro de su vientre-. Tenemos a tu abuelo, a Brookie, dinero de sobra y esta magnífica casa. Y cuando tengas edad suficiente, compraremos el velero y te enseñaré a disfrutar de la navegación a vela y tú y yo nos iremos a Chicago en el barco. Nos arreglaremos muy bien.


Una tarde, a fines de octubre, durante unos días de inusitado calor, decidió caminar hasta el pueblo a buscar la correspondencia. Se puso un par de pantalones tejidos negros y un suéter de futura mamá terracota y negro. Dejó una nota sobre la puerta: Vuelvo a las 16:00.

Los arces y álamos ya estaban pelados y los robles perdían sus hojas sobre Cottage Row. Maggie emprendió el descenso de la colina. Las ardillas juntaban bellotas y se escurrían delante de ella. El cielo era de un azul intenso. Las hojas crujían bajo sus pies.

En el pueblo, la calle estaba silenciosa. La mayoría de los barcos se habían marchado de los muelles. Algunos comercios ya habían cerrado y los que quedaban abiertos estaban escasos de clientes. Las flores a lo largo de la calle principal se habían marchitado, sólo quedaban las caléndulas y los crisantemos sobrevivientes de la primera helada.

El correo estaba desierto. Maggie fue directamente a su casilla, sacó la correspondencia, cerró la puertita y se volvió para encontrar a Eric Severson a tres metros de distancia.

Ambos se detuvieron en seco.

El corazón de Maggie empezó a galopar.

El rostro de Eric se sonrojó.

– Maggie… -Él fue el primero en hablar. -Hola.

Ella estaba paralizada; sentía que las arterias se le iban a reventar y salpicaría con sangre las paredes del correo. Hipnotizada por la presencia de Eric, absorbió el familiar rostro bronceado, el pelo desteñido, los ojos azules. Registró también lo que no conocía, los pantalones marrones, la camisa escocesa, el chaleco de duvet, experimentando una absurda sensación de privación, como si le hubieran robado el tiempo en que él los había comprado.

– Hola, Eric.

Los ojos de él bajaron a su suéter de maternidad, estirado por el vientre prominente.

Por favor, rezó Maggie, que no entre nadie.

Lo vio tragar y levantar con dificultad los ojos hacia el rostro de ella.

– ¿Cómo estás?

– Bien -respondió ella con voz extraña y áspera-. Estoy muy bien. -Inconscientemente, se protegió el vientre con la mano llena de correspondencia. -¿Y tú?

– He tenido momentos más felices -replicó, mirándola a los ojos conexpresión atormentada.

– Oí que tu mujer perdió el bebé. Lo siento.

– Sí… bueno… a veces esas cosas… ya sabes… -Sus palabras se perdieron y Eric volvió a mirar el abdomen de Maggie, como atraído por una fuerza magnética. Los segundos se estiraron como años luz, mientras él seguía allí, arrobado, tragando con fuerza. En el salón de atrás, se oyó el ruido de una máquina y alguien arrastró un carrito pesado. Cuando Eric levantó la vista, Maggie apartó los ojos,

– Me enteré de que estuviste de viaje -dijo, buscando motivos para quedarse allí.

– Sí, en el Caribe. Creí que le haría bien… que nos haría bien… para recuperarnos.

Hattie Hockenbarger, una veterana con veintiocho años de trabajo en el correo, apareció en la ventanilla, abrió un cajón y llenó nuevamente su pila de postales.

– ¿Hermoso día, no? -dijo, dirigiéndose a ambos.

Ellos le dirigieron una mirada perdida, pero ninguno de los dos respondió; la miraron desaparecer en el salón trasero antes de reanudar la conversación y el mutuo embelesamiento.

– Le está costando reponerse -murmuró Eric.

– Sí… bueno… -Como no sabía qué decir al respecto, Maggie calló.

Él rompió el silencio al cabo de unos segundos. Habló con voz profunda, emocionada, pero baja, para que no pudiera ser oída más allá de donde estaban ellos.

– Maggie, estás… espléndida.

Tú también. No iba a decírselo, no lo miraría siquiera. Maggie se concentró en los afiches de BUSCADO que colgaban de la pared mientras se escudaba tras una barrera de conversación.

– El médico dice que estoy muy sana y papá accedió a estar presente en el parlo y ayudarme. Vamos a clases del método Lamaze dos veces por mes y los ejercicios de relajación me salen bien así que… yo… nosotros…

Él le tocó el brazo y Maggie calló; ya no podía resistirse al magnetismo de sus ojos. Al mirarlo, perdió las fuerzas, porque vio que los sentimientos de él no habían cambiado. Sufría tanto como ella.

– ¿Sabes qué es, Maggie? -susurró Eric-. ¿Un varón o una mujer?

¡No hagas esto! ¡No demuestres interés! ¡No puedo tolerarlo si no puedo tenerte!

En un instante, la garganta de Maggie se cerraría por completo. En un instante, las lágrimas comenzarían a brotar. En un instante, se comportaría como una idiota peor de lo que ya era, en el vestíbulo del correo.

– ¿Maggie, lo sabes?

– No -susurró ella.

– ¿Necesitas algo? ¿Dinero, alguna otra cosa?

– No. -Sólo a ti.

La puerta se abrió y entró Althea Munne, seguida por Mark Brodie, que estaba hablando.

– Me enteré de que el entrenador Beck va a poner a Mueller en el equipo mañana por la noche. Debería ser un buen partido. Esperemos que con este calor… -Levantó la mirada y enmudeció.

Mantuvo la puerta abierta mucho después de que Althea hubiera pasado. Su mirada pasó de Maggie a Eric y viceversa.

Ella se recuperó lo suficiente como para decir:

– Hola, Mark.

– Hola, Maggie. Eric. -Saludó con la cabeza y dejó que se cerrara la puerta. Los tres eran la viva imagen del bochorno, observados de cerca por Althea Munne y Hattie Hockenbarger, que había vuelto a la ventanilla al oír abrirse la puerta.

La mirada de Mark bajó al vientre de Maggie y se ruborizó. No la llamaba desde que habían empezado a circular rumores sobre ella y Eric.

– Mira, debo irme. Están por llegar huéspedes -dijo Maggie, esbozando una sonrisa forzada-. Fue un gusto verte, Mark. Hola, Althea, ¿cómo está? -Se dirigió a la puerta, sofocada por las emociones, enrojecida, temblorosa, al borde del llanto. Afuera, chocó con dos turistas mientras caminaba atolondradamente por la acera.

Había pensado detenerse en el almacén y comprar unas hamburguesas para la cena, pero sin duda su padre la vería alterada y le haría preguntas.

Trepó la colina, indiferente a la tarde hermosa, al aroma de las hojas caídas.

Eric, Eric Eric.

– ¿Cómo podré vivir aquí el resto de mi vida, encontrándomelo de tanto en tanto como hace unos minutos? Ya hoy fue un suplicio; verlo con la mano de su hijo en la mía, sería intolerable. Una imagen le pasó por la mente: ella y el niño, un varón de unos dos años, entrando en el correo y encontrándose con el hombre alto y rubio con ojos atormentados que no podría quitarles la mirada de encima. Y el niño preguntaría: ¿mami, quién es ese señor?

Sencillamente, no podía hacerlo. No tenía nada que ver con la vergüenza. Tenía que ver con el amor. Un amor que obstinadamente se negaba a morir, por más que estuviera en falta. Un amor que, con cada encuentro casual, anunciaría los sentimientos de ambos en forma tan inequívoca como esas hojas anunciaban el final del verano.

No puedo hacerlo, pensó Maggie mientras se acercaba a la casa que tanto amaba. No puedo vivir aquí con su hijo pero sin él, y mi única alternativa es marcharme.