Capítulo 19

Fue un verano tenso para Nancy Macaffee. Fingir el embarazo la había puesto nerviosa y no le había devuelto el afecto de Eric, como había esperado. Él se mantenía distante y preocupado; casi nunca la tocaba y sólo le hablaba de cosas triviales. Pasaba más tiempo que nunca en el barco y la dejaba sola la mayoría de los fines de semana. Demostró sentimientos sólo cuando ella lo hizo llamar del "Hospital Saint Joseph" en Omaha para decirle que había perdido el bebé. Él sugirió el viaje a las Bahamas para levantarle el ánimo y de buen grado canceló una semana de excursiones de pesca para llevarla allí. En las islas, sin embargo, bajo el encanto del trópico, donde el amor debería haber vuelto a florecer, él se mantuvo cerrado e incomunicativo.

De regreso en casa, Nancy se tomó un mes de licencia, dispuesta a probar las ciencias domésticas en un último intento por recuperar su estima. Pasaba los días llamando a su suegra para pedirle recetas de pan casero, poniendo suavizante en el lavarropas y cera en los pisos, pero detestaba cada minuto de ellos. Su vida le parecía no tener sentido sin el desafío de las ventas y el ritmo alocado de los horarios de viajes semanales; sin tener que vestirse con elegancia todos los días y sumergirse en la corriente empresaria donde la gente tenía clase y estilo y el mismo tipo de ambición que le daba vida a ella.

Sus días en la casa resultaron inútiles, pues Eric intuyó su frustración y dijo:

– Será mejor que vuelvas a trabajar. Me doy cuenta de que estás enloqueciendo aquí.

En octubre, ella le hizo caso.

Pero siguió buscando formas de ganarse nuevamente su cariño. Su campaña más reciente involucraba a su familia.

– Tesoro -dijo, una noche de viernes cuando él regresó a la casa temprano-, pensé que podríamos invitar a Mike y a Barbara el domingo por la noche. Ha sido culpa mía que no hayamos tenido más relación con ellos pero pienso remediarlo. ¿Qué te parece si les decimos que vengan a cenar? Podríamos hacer tallarines con salsa de almejas.

– Muy bien -dijo Eric con indiferencia. Estaba sentado a la mesa de la cocina haciendo trabajo contable de la empresa, con anteojos y el pelo recién cortado, lo que le daba un aspecto de prolijidad militar. Tenía un perfil estupendo. Nariz recta, labios arqueados, mentón agradable… como un Charles Lindbergh joven. Al mirarlo, se le tensaban las entrañas cuando recordaba cómo habían sido las cosas entre ellos. ¿Acaso jamás volvería a tener una relación sexual con ella?

Se agazapó junto a la silla de Eric, le pasó la muñeca sobre el hombro y le tocó el lóbulo de la oreja.

– Eh…

Él levantó la mirada.

– Estoy haciendo un gran esfuerzo…

Eric se levantó los anteojos. El lápiz siguió moviéndose.

– Nancy, tengo que trabajar.

Ella insistió.

– Dijiste que querías un bebé… lo intenté. Dijiste que yo despreciaba a tu familia. Admito haberlo hecho y estoy tratando de remediarlo. Dijiste que querías que me quedara en casa. Lo hice, también, pero no sirvió para nada. ¿Qué estoy haciendo mal, Eric?

El lápiz volvió a detenerse, pero él no levantó la mirada.

– Nada… -respondió-. Nada.

Nancy se puso de pie, deslizó las manos dentro de los bolsillos de la falda, oprimida por la realidad que había estado negando todas esas semanas, la realidad que la hacía temblar de temor e inseguridad.

Su marido no la amaba. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía a quién amaba realmente.


Maggie se despertó a la una de la madrugada del 8 de noviembre con una fuerte contracción que le abrió los ojos de golpe como el ruido de una puerta. Se apretó el vientre y permaneció inmóvil, concentrándose para que desapareciera, pues faltaban dos semanas para la fecha. Que no le pase nada al bebé. Cuando el dolor cedió, cerró los ojos, absorbiendo la oración que le había brotado sin voluntad consciente. ¿Desde cuándo había comenzado a desear ese bebé?

Encendió la luz y miró el minutero del reloj, luego se quedó esperando, recordando su primer parto. ¡Qué diferente había sido, con Phillip a su lado! Fue largo, trece horas de trabajo de parto en total. En casa habían caminado, luego bailado, riendo entre contracción y contracción ante el aspecto de Maggie. Él le llevó la valija al auto y condujo con una mano sobre la pierna de ella. Cuando un agudo dolor la dejó tiesa como una cuchilla, Phillip bajó las ventanillas y cruzó un semáforo en rojo. Lo último que Maggie vio antes de que la llevaran a la sala de parto fue el rostro de su marido, y también fue lo primero que vio al despertar en la sala de recuperación. Todo había sido tan tranquilizadoramente tradicional.

En cambio, qué atemorizador le resultaba ahora pasar por eso sin marido.

Otra contracción le tensó los músculos. Ocho minutos… jadea… jadea… llama a papá… llama al médico.

– Vaya al hospital -dijo el doctor Macklin.

– Voy hacia allí -dijo Roy.

– ¡No esperes que aparezca por ese hospital! -dijo Vera a Roy.

Mientras se ponía la camisa y luego los zapatos, él replicó:

– No, Vera, no lo haré. He aprendido a no esperar nada de ti en los momentos importantes.

Ella se sentó en la cama, con la red del pelo como una telaraña sobre la frente, el rostro fruncido debajo de ella.

– ¡Mira lo que ha sucedido! Esto nos ha distanciado. Esa chica nos ha deshonrado, Roy, y no comprendo cómo puedes…

Él cerró la puerta, dejándola apoyada sobre una mano, arengándolo desde la cama que habían compartido durante más de cuarenta años.

– Hola, tesoro -dijo alegremente cuando llegó a casa de Maggie -¿Qué te parece si traemos al mundo a esta personita?

Maggie había creído que no podía querer más a su padre, pero las dos horas que siguieron demostraron que había estado equivocada. Un padre y una hija no podían pasar por una experiencia tan íntima sin descubrir el valor del otro y unirse con lazos nuevos y más fuertes.

Roy estuvo magnífico. Fue todo lo que Vera no había sido nunca: gentil, infinitamente cariñoso, fuerte cuando Maggie necesitó fuerza, risueño cuando necesitó alivio. Ella se había preocupado por determinados momentos: cuando él tuviera que verla sufrir, cuando la revisaran los médicos, y sobre todo, cuando tuviera que desnudarse delante de él por primera vez. Roy resultó imposible de acobardar. Tomó su desnudez con toda calma -lo que fue sorprendente- y la tranquilizó con una anécdota mientras le masajeaba el abdomen, desnudo, por primera vez.

– Cuando eras pequeña, tendrías unos cinco o seis años, me entregaste tu primer bebé. ¿Lo recuerdas?

Maggie sacudió la cabeza sobre la almohada.

– ¿No? -Roy sonrió. -Pues yo, sí. -Trazaba círculos suaves con la mano sobre el vientre de Maggie. -Era en los tiempos en que hacíamos repartos a domicilio desde el almacén. Si había algún enfermo, o si una anciana no tenía auto o licencia para conducir, le entregábamos la mercadería en su casa. Un día sonó el timbre en casa y yo fui a abrir y allí estabas tú, con tu muñequita en una bolsa de papel marrón.-Teño una entega del hopital -dijiste y me la entregaste.

– Ay, papi, lo estás inventando. -Maggie no pudo dejar de sonreír.

– No, de veras. Juro por este nieto que es cierto. -Le palmeó el vientre abultado y surcado de estrías. -Debiste de haber oído algo sobre hospitales y bebés y creíste que se hacía así, que se entregaban a domicilio en una bolsa como la mercadería de la tienda.

Maggie rió, pero en ese momento comenzó una contracción que la obligó a cerrar los ojos.

– Ojalá…fuera… tan…fácil -dijo con voz ronca.

– No pujes todavía -le indicó Roy-. Respira con jadeos cortos. Mantén firmes esos músculos del bajo vientre un ratito más. Eso es, mi vida.

Cuando la contracción desapareció, le secó la frente con un paño fresco y mojado.

– Eso es. Estuviste muy bien. Creo que nos estamos arreglando fantásticamente.

– Papi -dijo Maggie, levantando la vista hacia él- me gustaría que no tuvieras que verme tan dolorida.

– Lo sé, pero me mantendré fuerte si tú también lo haces. Además, esto es muy emocionante para un viejo. Cuando naciste tú, no pude ver nada, pues en aquel entonces arrojaban a los padres a una sala de espera llena de humo.

Maggie buscó su mano. Allí estaba, lista para apretar la de ella con fuerza. Decirse que se querían hubiera sido superfluo en ese momento.

En la sala de partos, cuando ella gritó y luego gruñó con el esfuerzo de los pujos, Roy se mostró aún más valeroso.

– Eso es, mi vida, muéstrales quién eres -la alentó.

Cuando emergió la cabeza del bebé, Maggie abrió los ojos entre contracción y contracción y vio a Roy mirando arrobado en el espejo, con una sonrisa emocionada en el rostro.

Él le secó la frente y dijo:

– Uno más, querida.

Con el pujo siguiente compartieron el momento de la eternidad hacia el que toda la vida apunta. Una generación… a la otra… a la otra.

El bebé salió al mundo y fue Roy el que exclamó, lleno de júbilo.

– ¡Es una mujer! -Luego agregó con reverencia: -Cielos…

– Usó el tono de voz ahogado que muchas veces provoca el ver una rosa perfecta o un ocaso espectacular. -Mírenla… miren a esta adorable nietita mía.

El bebé chilló.

Roy se secó los ojos en el hombro de su delantal verde.

Maggie palpó con sus manos el cuerpecito mojado y desnudo que le habían apoyado sobre el vientre; el primer contacto con su hija antes de que le cortaran el cordón umbilical.

Aun antes de que la lavaran, estuvieron juntos, las tres generaciones, unidas por la fuerte manaza de carnicero de Roy apoyada sobre el diminuto abdomen del bebé y la mano más delicada de Maggie cubriéndole la cabecita ensangrentada y rubia.

– Es como tenerte a ti otra vez -dijo Roy. Maggie levantó la mirada y cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, Roy la besó en la frente. Ella descubrió, en ese instante, la bendición que venía junto con la carga que representaba ese embarazo no deseado. Era él, ese padre cariñoso y gentil, su benevolencia y su bondad, las lecciones que les enseñaría todavía a ambas -madre e hija- sobre el amor y sus muchas facetas.

– Papá -dijo Maggie-, gracias por estar aquí, y por ser como eres.

– Gracias por pedírmelo, mi tesoro.


Mike llamó el 9 de noviembre y dijo a Eric:

– La prima de Barb, Janice, llamó esta mañana cuando llegó al hospital. Maggie tuvo una beba anoche.

Eric se sentó, aturdido, como si lo hubieran golpeado con una maza.

– ¿Eric, me oyes?

Silencio.

– ¿Eric?

– Sí… sí… Dios… una niña…

– De tres kilos. Un poco pequeña, pero todo anduvo bien.

¡Una hija, una hija! ¡Tengo una hija!

– Nació anoche alrededor de las diez. Barb quiso que lo supieras.

– ¿Maggie está bien?

– Por lo que sé, sí.

– ¿Janice pudo verla? ¿Y a la niña?

– No lo sé. Trabaja en otro piso.

– Ah, claro… bueno…

– Oye, espero que no te moleste que te felicite. Bueno, es que no sé qué otra cosa decir.

Eric soltó un suspiro tembloroso.

– Gracias, Mike.

– De nada. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres venir? ¿Tomar una cerveza? ¿Dar un paseo?

– No, estaré bien aquí.

– ¿Seguro?

– Sí… yo… ay… -Se le quebró la voz. -Oye, Mike, tengo que cortar.

Después de colgar, caminó de un lado a otro sintiéndose vacío, mirando por las ventanas, contemplando objetos sin verlos. ¿Cómo se llamaba? ¿De qué color era su pelo? ¿Estaría en una de esas cunitas transparentes que parecían asaderas Pyrex? ¿Estaría llorando? ¿La estarían cambiando? ¿Estaría alimentándose en el cuarto de Maggie? ¿Qué aspecto tendrían, Maggie y la hija de ambos?

En su mente se formó la imagen de una cabeza castaña inclinada sobre una rubia, de un bebé alimentándose de un biberón… o de un pecho. Se sintió como se había sentido una hora después que muriera su padre. Impotente. Traicionado. Con deseos de llorar.

Nancy llegó de hacer las compras y él se obligó a comportarse con normalidad.

– ¿Hola, llamó alguien? -preguntó ella.

– Sí, Mike.

– ¿Vienen esta noche, no?

– Sí, pero me pidió que fuera a ayudarlo a sacar el tanque de fuel oil de Ma esta tarde. Vamos a arrojarlo al basural. -Por fin habían convencido a Ma de poner una caldera nueva. Había sido instalada la semana anterior. Era una mentira lógica.

– Ah, bueno. ¿Nada más?

– No.

Eric se movió como un avión con piloto automático, como si le hubieran arrebatado toda la voluntad. Fue arriba a afeitarse de nuevo, cambiarse la ropa, volver a peinarse y pasarse loción por las mejillas. En todo momento, pensaba: ¡Estás loco, hombre! ¡No te acerques a ese hospital! Pero siguió preparándose, sin poder resistirse; comprendía que ésta sería su única oportunidad de verla. Una vez que Maggie la llevara a su casa, podrían pasar meses, años antes de que aprendiera a caminar y él tuviera la suerte de encontrárselas en el centro.