Una mirada a su hija, un atisbo de ella y saldría a toda máquina de allí.

En el dormitorio, delante del espejo iluminado de Nancy, examinó su aspecto una última vez, deseando haber podido ponerse pantalones de vestir y saco. ¿Para llevar el tanque de combustible de Ma al basural? Tenía la camisa blanca estirada dentro de los jeans, pero sé alisó la parte delantera una vez más, luego se llevó la mano al estómago, que le temblaba. ¿De qué tienes miedo? Exhaló con fuerza, se apartó de su imagen y bajó a buscar su campera.

Mientras se la ponía preguntó, sin mirar a Nancy:

– ¿Necesitas ayuda con la cena?

– Eres genial con la ensalada César. Te iba a pedir que me la prepararas.

– Muy bien. Regresaré con tiempo para hacerlo.

Salió apurado, antes de que ella pudiera besarlo.

Se había comprado una camioneta Ford nueva. Sin propaganda en las puertas, nada que anunciara quién era el dueño. Mientras conducía hacia el Door County Memorial Hospital, esa tarde gris de noviembre, recordó un día similar a ése, pero con nieve, cuando Maggie y él fueron a Bahía Sturgeon para asistir a la venta de una propiedad. Fue el día que compraron la cama donde probablemente fue concebida su hija. La cama que estaba ahora en la Habitación del Mirador en la Casa Harding. ¿Quién dormiría en ella? ¿Desconocidos? ¿O se la habría guardado Maggie para ella? ¿Habría una cuna en un rincón? ¿O un moisés contra la pared? ¿Una mecedora en una esquina?

Dios, todo lo que se perdería. Todas las dulces, comunes etapas paternales que se perdería.

El hospital quedaba en 16th Place, al norte del pueblo, donde los edificios comenzaban a ralear. Era una estructura de tres pisos con el ala de maternidad en el primero. Conocía muy bien el camino. Había estado allí seis veces para ver los bebés de Barb y Mike. Media docena de veces se había parado junto al cristal, contemplando las criaturas de rostro rosado, pensando, mucho tiempo atrás, que algún día tendría uno él también; con el correr de los años había tomado conciencia de que las probabilidades de que eso sucediera iban disminuyendo. Y ahora aquí estaba, tomando el ascensor en la planta baja, entrando por las puertas dobles en el ala de maternidad, padre por fin, pero teniendo que ir a escondidas a ver a su hija.

En la cabina de enfermeras, una mujer regordeta, de unos cuarenta años, con un lunar en la mejilla izquierda, levantó la vista al verlo pasar y lo observó a través de gruesos lentes que le agrandaban los ojos y les daban un tinte rosado. Eric conocía el procedimiento: cualquiera que quisiera ver un bebé, debía pedir en la enfermería que se lo acercaran al ventanal de observación, pero él no pensaba hacerlo. Quizá tuviera suerte, quizá, no. Saludó con la cabeza a la mujer y dobló la esquina hacia el ventanal de la nursery sin decir una palabra. Al pasar junto a puertas abiertas, miró hacia adentro, preguntándose cuál sería la habitación de Maggie, diciéndose que si llegaba a tener un atisbo de ella, no se detendría. Pero sentía increíbles ansias de verla, ahora que estaba tan cerca. A pocos metros de allí, detrás de una de esas paredes, estaría tendida sobre una cama alta y dura, reponiéndose físicamente… ¿y su corazón? ¿Se estaría reponiendo, también? ¿O sentiría dolor al pensar en él, como sufría él cuando pensaba en ella? Si preguntara el número de su habitación y se detuviera en la puerta, ¿cuál sería la reacción de Maggie?

Llegó a la ventana de la nursery sin encontrarse con nadie y miró adentro. Paredes blancas adornadas con coloridos conejos y osos. Una ventana en la pared de enfrente. Un reloj con marco azul. Tres cunitas transparentes ocupadas. Una con una tarjeta de nombre azul, dos con tarjetas rosadas. Desde esa distancia, no podía distinguir los nombres. Se quedó allí, aterrado, traspirando, sintiendo que la sangre se le iba al pecho y le faltaba el aliento, como si lo hubieran tacleado y hubiera caído con fuerza.

El bebé debajo de la tarjeta rosada a la izquierda estaba de espaldas, llorando, con los brazos en alto agitándose como tallos tiernos en la brisa. Se acercó más al ventanal y sacó los lentes del bolsillo de la campera. Cuando se los puso, pudo distinguir las letras sobre la tarjeta rosada.

Suzanne Marian Stearn.

Su reacción fue veloz y feroz como la pasión. Una oleada intensa lo elevó al techo y lo arrojó de nuevo al suelo. Le rugió en los oídos -¿o se trataría de su pulso enloquecido?- Le hizo arder los ojos… ¿o serían las lágrimas? Lo dejó pleno y anhelante, satisfecho y vacío, deseando no haber venido y al mismo tiempo sabiendo que le habría roto los brazos al que hubiera tratado de detenerlo.

Amor de padre. Insensato y reaccionario, no obstante más real e intenso que cualquier amor que hubiera experimentado.

El pelo de la niña era del largo, del color y de la textura de una semilla de diente de león. Le crecía en una media luna perfecta alrededor de la cabeza, rubio como el de él en sus fotografías de bebé, como el de Anna, como el de la madre de Anna.

– ¿Suzanne? -susurró, tocando el vidrio. Estaba enrojecida y malhumorada, con el rostro fruncido por el llanto y los ojos cerrados con fuerza. Dentro de una mantita de franela blanca, agitaba los pies con furia. Al observarla, aislado por un cuarto de pulgada de cristal transparente, Eric sintió un anhelo tan fuerte que tuvo que estirarse hacia ella, aplanando una palma contra el cristal. Jamás se había sentido tan coartado. Tan impotente.

¡Levántenla! ¡Que alguien la levante! Está mojada, o tiene hambre o le duele el estómago, ¿no se dan cuenta? O quizá la luz es demasiado fuerte o quiere que le destapen las manos. Que alguien le destape las manos. ¡Quiero verle las manos!

A través del cristal la oyó llorar, con un chillido similar al de un pájaro en la distancia.

Entró una enfermera, sonriendo, y levantó a Suzanne de la cunita esterilizada, hablándole de un modo que le daba a sus labios la forma del ojo de una cerradura. Su tarjeta de identificación decía Sheila Helgeson; era una joven bonita con pelo castaño y hoyuelos, desconocida para Eric. Acunó al bebé en un brazo y le liberó el mentón de los pliegues de la balita, poniéndola de cara hacia Eric. Ante el contacto, la niña se calló de inmediato y abrió la boca, hurgando en busca de alimento. Al no recibir nada, se echó a llorar de nuevo con todas sus fuerzas. El rostro se le amorató.

Sheila Helgeson la meció con suavidad, luego levantó la vista y sonrió al hombre detrás del cristal.

– Es hora de comer. -Eric le leyó los labios y experimentó una intensa sensación de pérdida cuando la enfermera se la llevo.

¡Vuelva! ¡Soy el padre y no podré regresar!

Sintió un nudo en la garganta, una opresión en el pecho que se asemejaba mucho al miedo. Respiraba con jadeos cortos, tenso por el esfuerzo que le costaba controlarse.

Se volvió y se alejó; sus pasos resonaban como disparos en el corredor vacío. Una simple pregunta era todo lo que necesitaría para saber el número de habitación de Maggie. Podría entrar, sentarse junto a la cama, tomarle la mano y… ¿y qué? ¿Llorar juntos por la separación? ¿Decirle que la amaba? ¿Que lo sentía? ¿Abrumarla con más peso todavía?

No, lo mejor que podía hacer por ella era irse de allí.

En el ascensor, mientras bajaba a la planta baja, se apoyó contra la pared y cerró los ojos, luchando contra las ganas de llorar. Las puertas se abrieron y allí estaba Brookie, con un ramo de flores.

Ninguno de los dos se movió hasta que las puertas comenzaron a cerrarse y Eric las detuvo y salió. Las puertas se cerraron y los dos se quedaron frente a frente, serios, sin saber qué decirse.

– Hola, Brookie.

– Hola, Eric.

No tenía sentido fingir.

– No le digas que estuve aquí.

– Le gustaría saberlo.

– Motivo de más para no decírselo.

– ¿Entonces arreglaste las cosas con tu mujer?

– Estamos en eso. -En su rostro no había alegría al admitirlo. -¿Qué va a hacer Maggie con la hostería?

– La cerró por ahora. Está pensando en ponerla en venta en la primavera.

Otro golpe. Eric cerró los ojos.

– ¡Ay, Dios!

– Cree que será mejor irse a vivir a otra parte.

Pasó un instante hasta que él pudo volver a hablar.

– Si te enteras de que necesita ayuda, cualquier tipo de ayuda, ¿me lo dirás?

– Por supuesto.

– Gracias, Brookie.

– De nada. Cuídate.

– Sí. Y por favor, no le digas que vine.

Brookie levantó una mano a modo de despedida, cuidándose de no hacer promesas. Lo observó dirigirse a las puertas de salida. Mientras subía a la habitación de Maggie, pensó en su responsabilidad como amiga: ¿qué preferiría Maggie que hiciera? Maggie seguía amándolo, pero estaba esforzándose por sobreponerse y sobrevivir a la pérdida.

Brookie entró en la habitación justo en el momento en que la enfermera le ponía el bebé en los brazos.

– ¿Eh, Mag, cómo van esas ubres? -la saludó.

Maggie rió al verla, aceptando el bebé y un biberón.

– No del todo mal, pero en un par de días, cuando baje la leche, estarán como globos. Pero mira lo que tengo aquí.

– Ah, la tan esperada criatura. -Brookie dejó el ramo y fue directamente hacia la cama mientras la enfermera se marchaba. -Hola, Susana Banana, ¿qué se siente al estar en el mundo? Dios mío, Maggie, es una belleza. Bizca y todo.

La risa de Maggie sacudió a la niña.

– ¿Trajiste flores?

– Para ella, no para ti.

– Entonces ábrelas, así las ve.

– Muy bien. -Brookie rompió el papel. -Mira Suzanne, estas son gloxinias ¿puedes decir gloxinia? Vamos, inténtalo: glo-xi-nia. ¿Qué es esto, Maggie, la chica ni siquiera sabe decir gloxinia, todavía? ¿Qué estás criando, una retardada?

Brookie siempre traía su propia marca de cariño: atrevimiento y humor. Abrazó a Maggie y luego dijo:

– Bien hecho, vieja. Es una belleza. -Instantes después apareció Roy con un oso del tamaño de una reposera y un ramo de flores; dejó ambas cosas de inmediato en cuanto vio a su nieta. Estaban todos adulando a la beba cuando entró Tani, seguida a los quince minutos por Elsie Beecham, vecina de toda la vida de los Pearson. Debido al alboroto de las visitas, Brookie no tuvo oportunidad de contarle a Maggie la visita de Eric.


La felicidad de Maggie por el nacimiento de Suzanne estaba empañada por momentos de gran melancolía. Durante su estadía en el hospital, la ausencia de Vera le dolía mucho. Había tratado de prepararse de antemano, diciéndose que sería ilusionarse en vano creer que Vera cambiaría de parecer después de todo, pero cuando Roy vino a visitarla por segunda vez, Maggie no pudo evitar preguntar:

– ¿Mamá vendrá?

Él se disculpó con la expresión del rostro y con la voz.

– No, mí vida, me temo que no. -Maggie veía cómo se esforzaba él por compensarla por la fría indiferencia de Vera, pero ninguna cantidad de afecto paterno podía mitigar el dolor de haber sido rechazada por su madre en un momento en que, por el contrario, deberían haberse acercado.

También estaba el asunto de Katy. Roy la llamó para avisarle que la beba había nacido, pero Maggie no recibió llamada alguna de su hija. Ni cartas. Ni flores. Al recordar la partida de Katy, a Maggie se le llenaban de lágrimas los ojos pues pensaba en dos hermanas que serían desconocidas la una para la otra y en una hija que, aparentemente, estaba perdida para ella.

Y, por supuesto, pensaba en Eric. Lamentaba su pérdida como había sufrido la pérdida de Phillip. Sufría, también, por la pérdida de él, por la angustia que debería de estar consumiéndolo. Sin duda se habría enterado del nacimiento de Suzanne. Se preguntaba cómo estaría su relación con su mujer y cómo la afectaría el nacimiento de su hija ilegítima.

La tarde del segundo día, Maggie estaba descansando en la cama pensando en Eric cuando una voz dijo:

– Ah, hay alguien que la quiere mucho.

En la habitación entró un par de piernas llevando un enorme florero envuelto en papel de seda verde. Desde atrás del paquete apareció un rostro alegre y una cabeza canosa.

– ¿Señora Stearn? -Era una voluntaria, vestida con un delantal morado.

– Sí.

– Flores para usted.

– ¿Para mí? -Maggie se incorporó.

– Y rosas, nada menos.

– Pero ya he recibido flores de todos los que conozco. -Estaba rodeada de ellas. Habían llegado de gente tan inesperada: Brookie, Fish, Lisa (Brookie las había llamado), Althea Munne, los dueños del almacén donde trabajaba Roy, el propio Roy, hasta de Mark Brodie, en nombre de la Cámara de Comercio.