– Maldita sea -masculló Deke acercándose a ella.
Ella no supo por qué, pero no protestó cuando él la llevó hacia las escaleras del porche. Decidida y dominante, su mano era como un cielo que se cerraba alrededor de su antebrazo.
Deke la hizo sentarse en los escalones de madera.
– Parece que estés a punto de desmayarte. -Le puso las manos sobre los mechones de la cabeza y se la empujó hacia delante-. Coloca la cabeza entre las rodillas.
Estaba loco si pensaba que ella iba a desperdiciar sus primeros momentos juntos en aquella posición tan indigna.
– No me voy a desmayar -protestó Lyssa ligeramente ofendida.
Nunca en su vida se había desmayado, ni siquiera cuando había tenido que sufrir todo tipo de tratamientos y pruebas médicas.
Inmediatamente él le soltó la cabeza y dio un paso atrás. Todavía tenía las tijeras de podar en una mano y se las quedó mirando como si no fuera capaz de recordar cómo o por qué habían llegado hasta allí. Luego volvió a mirarla a ella.
– ¿Qué estás haciendo aquí, pequeña?
«Pequeña.» Lyssa tuvo que tragarse una sonrisa. Había estado pensando cómo iba a manejar aquella situación. Por lo que parecía debería empezar por sacar el carnet de identidad.
– Tengo veintitrés años.
Él ni siquiera parpadeó.
– ¿Y qué estás haciendo aquí?
Lyssa dudó un instante. Por muy segura que estuviera de los sentimientos de Deke, no tenía ni idea de lo que tenía que hacer para acercarse a él. En la época en que la mayoría de las mujeres empiezan a tener relaciones con los chicos, ella había estado ocupada en cuestiones de pura supervivencia.
– Pensé que acaso podríamos… hablar -dijo Lyssa.
Flojo, pensó enseguida.
Y la expresión de él pareció estar de acuerdo con ella.
– Estoy demasiado ocupado para hablar -dijo Deke dándose media vuelta y echando a andar.
– Podrías hablarme de ti.
Él no se detuvo.
– Podrías hablarme de la casa.
Aunque sus pies se habían parado, seguía dándole la espalda. Tenía unos hombros anchos y bronceados, con los omóplatos muy angulosos. Ella empezó a sentir que volvía a ponerse en marcha aquella profunda y femenina palpitación, haciendo que sintiera un calor interior que la fundía.
– La casa -dijo él-. La he heredado de mi tío abuelo. He venido para restaurarla.
– ¿Y luego?
Deke se encogió de hombros y después se volvió hacia ella.
– Trabajo para la NASA. Volveré a Houston o a cualquier otro lugar en el que me necesiten.
Ella sonrió abiertamente.
– ¡Cuatro frases enteras! Ya ves que no era tan difícil.
Él entornó los ojos. Eran de un color gris claro y en ese momento parecían de hielo.
– ¿Qué es lo que pretendes?
Lyssa sintió un escalofrío. «¿Qué es lo que pretendo?» Pensó en lo que había sido su vida antes de aquel desdichado día, cuando no tenía más que diecisiete años. ¿Habría podido aprender entonces cómo enfrentarse a aquello? ¿Cómo envían las mujeres señales para dar a entender a un hombre que están interesadas por él? Se frotó las manos nerviosamente y luego se las pasó por el pelo dándose cuenta de que él seguía cada uno de sus movimientos con los ojos.
Bien. Parecía que a él le gustaba su pelo. También a ella le gustaba, porque su larga mata de cabello dorado significaba salud y normalidad. Sin pensarlo, se humedeció los labios. Los ojos de él también se posaron allí. Pero luego movió la cabeza y una vez más evitó su mirada.
Lyssa decidió que había que acortar distancias entre los dos. Se puso en pie y avanzó varios pasos en dirección a Deke.
Él a su vez, retrocedió varios pasos.
Ella dio otro paso adelante. Y él dio otro paso hacia atrás. Aquello habría sido gracioso si no hubiera representado una pérdida de tiempo tan estúpida.
– ¿De verdad tenemos que bailar un tango? -preguntó ella casi exasperada.
Por un momento Lyssa creyó que él estaba a punto de sonreírle. Pero enseguida sus mandíbulas se apretaron.
– No, si te marchas de nuevo a tu casa.
Él no había llegado a pronunciarla, pero la última palabra se podía sobrentender: «Pequeña».
Lyssa suspiró. No era una niña y en realidad tenía bastante más de veintidós años. Aunque no parecía mayor, Lyssa sabía que tenía mucho más conocimiento de la vida que las chicas de su edad. Había luchado contra la leucemia y había luchado contra la muerte.
– ¿Por qué te molesta que me quede aquí? -preguntó ella.
¿Por qué no quieres aceptar lo que los dos sentimos?, pensó.
Él se echó las tijeras de podar al hombro y se puso a andar hacia el acebo que crecía al otro lado del porche.
– Tengo cuarenta y tres años.
– Lyssa -dijo ella-. Di: tengo cuarenta y tres años, Lyssa.
Necesitaba que él pronunciara sus nombre. Necesitaba que la reconociera aunque fuera solo de aquella manera tan pobre.
Los ojos de Deke se helaron todavía más.
– Tengo cuarenta y tres años -dijo-. Y no quiero ni necesito ninguna compañera de juegos.
Al fin. Por lo menos ya había dejado de hacer ver que no sabía de qué iba todo aquello. Por qué estaban allí.
– Yo no estoy jugando -dijo Lyssa.
Él no le hizo caso y se dio media vuelta para ponerse a podar el arbusto. A los pocos minutos empezaron a caer largas ramas alrededor y encima de él. Ramas que también desdeñó mientras empezaba a sudar abundantemente por la espalda. Por los brazos empezaron a correr gotas de sangre a causa de los rasguños de las espinas de las bayas de acebo.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo ella mirándolo sorprendida.
Siguieron cayendo más ramas. Por la espalda descendía un reguero de sangre como si fuera una lágrima sin fin.
– ¡Para! -Lyssa no soportaba ver cómo sangraba, pero él seguía trabajando con furia-. ¡He dicho que pares!
Pero Deke no se detuvo. Seguía podando, sudando, sangrando.
Disgustada, Lyssa elevó la voz hasta convertirla en un grito.
– ¡De acuerdo, de acuerdo! Ya lo he entendido. ¡Me marcho!
Él dejó caer las tijeras de podar a un lado.
– Qué buena idea -dijo Deke con calma.
Perfecto -pensó Lyssa sintiendo de repente que el corazón le pesaba en el pecho como una piedra-. El hombre con el que estoy destinada a pasar el resto de mi vida no puede ni siquiera soportar mi presencia.
Volviendo a tomar el camino hacia su casa, Lyssa echó a andar con las manos metidas en los bolsillos de su vestido. La llave. La sentía en la palma de la mano, cálida y sólida. Sonrió al darse cuenta de lo que aquello significaba. Zoe podría decir que no se trataba de nada más que la transferencia del propio calor del cuerpo de Lyssa a aquel pedazo de metal, pero ella sabía reconocer la diferencia. Lo que significaba era que Deke sería suyo.
Aunque conseguirlo no iba a ser una tarea fácil. Pero nadie podría decir que ella era de las que se daban por vencidas fácilmente. Con el corazón de nuevo alegre, se detuvo un momento para mirar atrás por encima del hombro.
Él estaba de nuevo podando el acebo, pero esta vez a una velocidad más calmada. Se quedó quieta observándolo. Ahora se había puesto a cortar con especial interés las ramas que crecían alrededor de algo.
A la altura del suelo de madera del porche -justo al lado de la escalera de entrada de la casa-, empezó a emerger de entre la masa de matorrales que Deke acababa de podar un cartel que había estado allí medio oculto. Luego él se movió y se colocó en el lado opuesto de la escalera, y continuó podando allí con cuidado. Apareció entonces otro pedazo de aquel cartel. Las ramas del acebo lo habían protegido bastante bien de los elementos, porque las letras negras ligeramente descoloridas todavía se podían leer perfectamente: NO SE ADMITEN MUJERES.
Zoe iba de acá para allá por la cocina recogiendo los restos de la comida de la tarde. Gracias a Dios a la gente le gustaba cómo cocinaba. Una vez que hubo llevado a Yeager hasta la cocina, solo pasaron varios minutos antes de que el resto de los huéspedes se unieran a ellos, a excepción de Deke y Lyssa.
Contenta por la compañía, había vuelto a llenarles de vino las copas y les había servido más empanadillas de espinacas, y había intentado convencer a los demás para que se quedaran allí a base de tostadas de verduras con pesto. Con la compañía de los demás allí, ella ya no era la única receptora de los devastadores encantos de Yeager.
Pero ahora ya se habían marchado todos los demás y ella no sabía muy bien cómo manejar aquella situación con él. Le lanzó una rápida mirada de soslayo solo para asegurarse de si podría adivinar lo que él estaba pensando, allí sentado, en una silla al lado de la mesa de la cocina. ¿Estaba también dispuesto a marcharse? ¿O estaba tramando quedarse allí para seguir acosándola con sus encantadoras sonrisas? Pero una mirada rápida no era suficiente para averiguarlo.
Entonces se quedó parada sonriendo para sus adentros. ¿Cuántas veces se lo tendría que recordar a sí misma? Podía mirar todo lo que quisiera, ¡tonta! Aquel hombre no podía verla. Cruzándose de brazos, dio un paso atrás para observarlo más detenidamente. Unos hombros anchos y fuertes y un cuello bronceado. Una cara angulosa y atractiva, con una larga cicatriz que apuntaba hacia una boca finamente esculpida de labios sensuales.
Pero la tranquilidad no le duró ni dos minutos. Enseguida, el corazón empezó a latirle con un insistente tamborileo, mientras la sangre empezaba a moverse lentamente por sus venas como si fuera miel, hinchando cada una de ellas. Zoe se dio cuenta de que nunca antes había mirado a un hombre como lo miraba a él, observándolo con verdadera delectación. Un temblor enfermizo empezó a invadirle las caderas y le pareció que el estómago se le iba a salir por la boca, golpeando suavemente contra el corazón. Notó que se le secaba la garganta.
– ¿Qué? -preguntó él volviendo de repente la cabeza hacia ella. La luz de la cocina se reflejó en los lentes ahumados de sus gafas.
Ella dio un respingo y los ojos se le abrieron como platos. ¡Pillada! Pero ¿cómo se había dado cuenta?
– ¿Qué… de qué? -tartamudeó ella.
Los extremos de los labios de él se elevaron.
– ¿Por qué me estás mirando de esa manera?
Ella frunció el entrecejo y sintió un desagradable cosquilleo en los pies.
– ¿Estás seguro de que no puedes ver? Me parece que es demasiado fácil para ti saber dónde estoy y qué estoy haciendo.
La boca de él dibujó una amplia sonrisa. Zoe trató de ignorar el sobresalto que esta produjo en su ya acelerado corazón.
– Ya te lo he dicho: porque puedo olerte.
– De esa manera puedes saber dónde estoy, pero ¿cómo sabes qué estoy haciendo?
– Puedes llamarlo arrogancia, pero… -dijo él encogiéndose de hombros.
Era muy fácil imaginar qué era lo que iba a decir.
– Pero las mujeres que hay a tu alrededor siempre te están mirando, ¿no es así? -preguntó ella con sarcasmo.
La mejor defensa siempre es un buen ataque, se recordó a sí misma casi sin poder resistir la tentación de tirarle un jarrón de agua fría por la cabeza.
Él adoptó una expresión aparentemente ofendida.
– No. Lo que iba a decir es que estoy bastante acostumbrado a leer los pensamientos de las personas… y los tuyos. No dejas de moverte todo el tiempo, salvo cuando algo te desconcierta.
– ¿Y cómo sabes todo eso si el trato ha sido tan breve?
– Cuando no puedes ver, se desarrollan más los demás sentidos -dijo Yeager encogiéndose de hombros.
Ella entornó los ojos con recelo.
– Todavía dudo de que realmente seas ciego.
– ¿De veras? -dijo él con voz tranquila-. Bueno, también yo pienso que esto no es más que una pesadilla demasiado larga. Pero lo cierto es que tuve un accidente en moto. Me golpeé la cabeza contra el asfalto y sufrí una hemorragia que ha afectado a mi vista. Cuando desaparezca la hemorragia podré volver a ver.
Zoe se sintió mal por haber querido tirarle un jarrón de agua por la cabeza.
– Pero eso no será antes del lanzamiento del cohete Millennium.
Él se pasó lentamente una de las manos por el dorado y radiante pelo.
– No, eso no será antes del lanzamiento del Millennium.
– Puede que para la próxima vez, ¿no? -preguntó Zoe.
Él volvió la cabeza hacia otro lado.
– Puede.
A Zoe se le apretó el corazón en un puño. No le parecía justo que su Apolo tuviera que estar temporalmente en tierra. Ansiosa por cambiar de tema -y por calmar de paso su peligrosamente ablandado corazón- agarró un plato de tacos de queso y lo colocó sobre la mesa de la cocina, delante de él.
– ¿Quieres comer algo? -preguntó alegremente-. Antes no has comido nada.
Él volvió a girar la cabeza hacia ella y la sonrisa apareció de nuevo en su rostro con el mismo poder devastador. Zoe sintió otra oleada de calor en el vientre. Una oleada que ascendió hacia las caderas y luego continuó hasta detenerse en el pecho. Estaba temblando desde la cabeza hasta los pies.
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